Al pie del árbol de ámbar líquido

Liquidámbar, el árbol de ámbar líquido. Un título maravilloso. Detrás del cual hay mucho más que un libro de poesía. En Oventic, Chiapas, hay uno de estos árboles que aparentemente no tiene nada diferente a los demás, uno común (como se enfatiza en la primera composición), que la autora tiene particularmente en el corazón, uno que quiere «cuidar» y «proteger», «tan viejo y tan lejano», que incluso la «obsesiona» porque no quiere dejarlo morir: es un liquidámbar entre cuyas raíces fueron enterradas hace años parte de las cenizas de su padre, el gran filósofo Luis Villoro (1922-2014), estudioso de movimientos indígenas.

 

En el principio era el Verbo

 

Todo el libro está dedicado a la muerte del padre y hay una referencia tan fuerte al dolor, que como primer acercamiento se tiene la sensación de que fue redactada en un momento de extrema dificultad («Me pasaste brutal»), a punto de la entrega incondicional («Ya no hay grito en esta boca») en la que ahora es vano suplicar («Te suplico / No me devastes»). Pero en realidad para la autora el hecho de que exista el liquidámbar, que se pueda tocar y observar, es el trampolín desde el que lanzarse para intentar superar la pérdida; por eso el árbol (o mejor dicho, el Árbol) es el título y el centro del libro, soporte para afrontar la muerte. Si en un principio parece que es sólo un mausoleo sobre el cual rendir homenaje o recordar, poco a poco la planta se fusiona con el padre para lograr una deseada redención del dolor:

 

Ante el árbol de ámbar

rememoro tu sangre.

 

La resina olorosa que desciende

por la piel gris del tronco milenario

redime el sufrimiento.

 

Cantando las ramas, las gotas de ámbar, las raíces, los pájaros que la pueblan, se inicia un diálogo hecho de luces y sombras, en el que vuelven los recuerdos, los sufrimientos, donde muchas veces señalamos la impotencia frente a las fuerzas que arrasan el alma, como se cuenta en esta hermosa imagen que se refiere a los caballos negros del miedo:

 

Yo les pongo la cruz

quisiera detener su fuerza

su osadía

su volumen hiriente

el vértigo de sus encías descubiertas

 

De nada sirve el freno de mis dedos

 

Pero el diálogo también está lleno de esperanza y el arma más fuerte que uno tiene para luchar contra los seres del apocalipsis interior se convierte en el verbo, el poema. La escritura asume, por tanto, un papel fundamental, vital: es quizás el último medio para intentar asimilar el duelo y así superarlo, en un acto casi desesperado dado por el instinto de supervivencia. La poesía como búsqueda de la serenidad perdida. Para esto no son la acción lúdica el anudado intenso de los poemas, el peso de las palabras, las emociones que transmite cada estrofa, sino la construcción de un sendero para poder continuar el camino de la vida, truncado «ahora que perdí lo más querido».

Si surge la idea de que la poesía es solo hija del dolor, no solo del alma sino también físico (como se demuestra en Miedo), sumergiéndose entre los versos se descubre que hasta el coraje tiene la misma autoría: composiciones llenas de fuerza, que conscientemente se enfrenta a la muerte invencible; cada elemento, hasta el más pequeño, tiene en sí tanto el silencio de la inquietud, nacido de la conciencia de que a pesar de los esfuerzos seguimos allí al borde del barranco, y el deseo de gritar al ver ahora con claridad la profunda oscuridad de abismo:

 

Y como el ámbar guarda

reliquias de la tierra

yo atesoro tu voz

y pronuncio

en silencio

tu última palabra.

 

El libro es una impresionante red de palabras intrincadas, a veces incluso inquietantes, fruto de una gran inventiva y refinamiento estilístico, tejidas con el objetivo de dar voz a sentimientos que el lenguaje cotidiano no puede expresar. Así nació el juego, la descomposición, la invención, la focalización en elementos alejados de los cánones poéticos tradicionales, que conducen a la construcción de un canto ventoso, evidente sobre todo en la primera parte.

Estamos ante neologismos que nacen para expresar lo efímero de ciertos sentimientos («liquidencia»), palabras o expresiones propias de México, dichos o términos que tienen múltiples significados, elementos de la cultura indígena que se mezclan con la vida cotidiana, pequeñas variaciones en los versos que se repiten dentro de las secciones.

No faltan soluciones innovadoras, como cuando la autora transforma las definiciones tomadas del diccionario en poesía (Manto de humo), y luego las reelabora, partiendo de lo científico para llegar a lo acientífico, de lo definible a lo intraducible. Tejido aún más intrincado cuando se entra en el campo de las elecciones «irracionales» con el uso de términos no por su propia definición sino porque transmiten ciertas referencias mejor que las habituales («Hirvieron los hermanos», recuerda la imagen de la aparición de burbujas en la olla) o ciertos sonidos («entrepaño», está ligada a la palabra anterior «tela»).

Si todas estas son estrategias literarias necesarias para construir un nuevo camino para afrontar la muerte, también es cierto que un bordado tan complejo puede no ser asimilado inmediatamente por el lector. Al igual que para la escritura de poemas, también necesitamos tiempo para leerlos. Y al final lo importante no será entender tantos elementos como sea posible, sino entender la espiritualidad del libro, entender que gracias al verbo (En el principio era el Verbo) nos acercamos a la majestad del Árbol (y el Verbo era con Dios) fusionando así los elementos terrenales con los superiores (y el Verbo era Dios); incluso para pedir simplemente “renuncia”. Esta implicación de la naturaleza, la inmersión total en ella, tiene el sonido de un ritual ancestral que hace universal el libro, una obra que abraza no solo al padre de la Autora, sino a todos los seres queridos perdidos.

 

Para que diese testimonio de la luz

 

La fuerza y el coraje, transformados en poesía, dan un paso fundamental en la búsqueda de la serenidad: el «regreso a las raíces», en un interesante paralelo entre las raíces del árbol y las del tiempo:

 

Vine, padre, a escarbar la tierra

donde mi hermano depositó tu nombre

como quien siembra una semilla

para que crezca el tiempo

hacia su origen.

 

En cada sección hay una tendencia hacia el pasado, cada vez más cercano, subrayada por la elección de los tiempos verbales, que tiene como objetivo traer cosas perdidas al presente, creando así un movimiento circular constante que tiene el sonido de la respiración (porque Liquidámbar es también un libro muy musical). El retroceso sirve sobre todo para dar voz a la memoria, a través de lugares y momentos que se vivió con el padre; no es casualidad que a menudo nos centremos en su casa, un lugar donde todavía se espera encontrar refugio a pesar de que aún lleva huellas de la tragedia, o en pequeñas imágenes donadas por el árbol en el que aún estaba viva su comunión, como en Gotas de ámbar.

En este retroceso también pasamos por una fase en la que estamos obligados a admitir nuestra propia impotencia, a reconocer que sin el padre no somos nada, estamos definitivamente perdidos, muertos («yo también estoy muerta»); hay, por tanto, una especie de pérdida de identidad, una entrega a la quietud más que al miedo. La derrota, sin embargo, conduce a una conciencia:

 

Soy sólo un animal retórico clamando su consuelo. El de la misma muerte, el de la pura muerte orgullosa y altanera. Me desangro en ofrendas, me persigno, me hinco ante la deidad de lo inasible, de lo impronunciable y lo irrepresentable. Soy sólo un yo sediento de sentido. Soy sólo un sedimento del mundo que existió en otra vida. Sólo una hija ante su padre muerto.

 

Y todo esto conduce inevitablemente al origen de la propia vida: el nombre del padre; con un fuerte atractivo religioso, es gracias a él, símbolo de la existencia y primera unión entre la hija y el padre, que la autora encuentra una parte de sí misma que quedará ligada para siempre a la persona perdida. Así como el nombre lo da el padre, así se da la vida, así:

 

Mi padre me convocó. Me hizo de naturaleza humana, me incluyó. El cuerpo de su persona me hizo cuerpo: carne de su carne y sangre de su sangre. Yo soy el otro nombre de mi padre, el que quiso decir para signarme y resignarse. […] Todo este tiempo he sido un ser humano por el nombre del Padre.

 

Se reconoce la importancia del padre, como portador no solo de la vida sino también de la iluminación (vino por testimonio / para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él). Emblemática en este sentido es la sección Salimos de Etiopía, en la que a través de una frase susurrada antes de morir, se va más allá del origen de la vida para sumergirse en la memoria de la especie, hasta el origen de la vida humana, que es el primer paso en el camino que los llevó a vivir juntos su experiencia. Darse cuenta de que eres parte de algo más grande, de un viaje que nunca termina, es finalmente reconciliarte con lo sucedido:

 

Con naturalidad, el árbol

dejó caer la flor que había cumplido

su tarea de flor sobre la rama

y ahora la soltaba, inútil ya en el árbol,

delicada materia de la luz

para unirse a la tierra y comenzar.

 

Yo la tomé en mis manos como un soplo.

La guardé en mis oídos con tu voz.

La coseché en mi fuente.

 

Liquidámbar, como decíamos al principio, es más que un libro, es un canto espiritual absoluto. Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Es un viaje que se realiza solo, sin estar nunca solo.

 

Por Marco Benacci

Written by La Mascarada

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