Entrevistas con José Lezama Lima (primera parte)

SABER SER DIGNAMENTE HIPOPÓTAMO LÍRICO EN LA PENUMBRA

 

Estas entrevistas se prolongaron por más de un decenio: entre finales de 1965 y mediados de 1976, año en que el poeta sucumbe a la acción simultánea de una obesidad creciente y el quebranto milenario de sus pulmones. Algunas suertes, incluido el azar concurrente, me fueron llevando hacia José Lezama. ¿Cómo lo recuerdo? Muy gordo, por supuesto: una especie de hipopótamo lírico que rema siempre a bordo del sillón. Dueño incansable de aquel verbo delirante y barroco que finalmente se derramaba como café olvidado en la hornilla. En itinerarios de zunzún y vuelos de zigzag entre las diferentes ramas de la cultura. Armando y desarmando su calidoscopio de imágenes. Candoroso y gentil, flotando en la penumbra sobrecargada de una salita repleta del humo azul del mejor tabaco del mundo.

Dos sucesos (noviembre del 65) sin aparente conexión. 1) Me topo en Carlos III, por la acera del Instituto de Lingüística, a un colega de la prensa que lee Dador. ¿De Lezama? Muestro interés y me presta el libro. Una semana después, 2) Amanda, condiscípula de la Escuela de Periodismo, solicita quedarse con unos poemas míos   para ―explica― «poderlos leer con más calma».

El lunes la pequeña me suelta: «Lezama quiere conocerte». ¿Lezama Lima? ¿Para qué asunto? «Leyó tus poemas». ¿Qué, pequeña traidora? «Traidora no ―refunfuñó con la abultada carne de sus labios―: le llevé poemas a un poeta». Sí, está bien, pero le recordé una de las leyendas negras en boga: Lezama es un cuchillo afilado y sobre todo para los jóvenes. «Ay, Félix, tú me perdonas ―dijo, mostrando desdén por mis temores y prejuicios―, a mí me parece una persona encantadora. Olvídate de lo que digan». Me rasco los pelos con un dedo de uña carcomida.  ¿A dónde hay que ir a verlo? «A su trabajo, por supuesto.  ¿Sabes dónde está el Instituto de Lingüística?  Por las mañanas preferiblemente».

El martes subía por Oquendo con los huevos en el pescuezo. Al cruzar Carlos III, se produce un encuentro con el colega de la prensa, que me apura por Dador. Digo que mañana lo llevo a su casa. Sigo. ¿Qué hace este siempre aquí leyendo a Dador o pidiendo que le devuelvan a Dador? ¿Algún presagio? Sigo, con la boca reseca. Voy dando vueltas a lo que me pueden decir y a lo que debo responder.

PARADISO EN LA CALLE

 

Cuatro o cinco meses después (abril o mayo del 66), vuelvo a cruzar Carlos III.  Al final de un pasillo a la derecha, diviso a José distraído con un legajo de papeles.  «Ah, un joven poeta se adelanta ―exclama― y deja oír sus resonancias». Manos que se estrechan. Siéntese aquí. Tira de una silla. Sobre el buró de caoba un gran tomo todavía tibio de Paradiso, que recién salía a la calle y andaba provocando crujidos en los cimientos. Yo poseía un ejemplar idéntico, pero para ocupar las manos arrastré hacia mí la novela y comencé a hojearla. Lezama, viendo el interés, pregunta si ya tengo la mía o hace falta que me la obsequie. «No, no, ya compré su novela y ―aquí, ¿inexplicablemente?, intercalé una mentira― hasta la leí.

―¿La leyó?  ¿Completa? ¿Hasta el capítulo XIV?  Honor que me hace.  Y ¿qué le ha parecido?

Yo había logrado en realidad disciplinarme sobre los capítulos I y II. Luego sin poder resistir, salté al VIII (en la página 264 de aquella edición de la colección contemporáneos de la UNION, febrero de 1966). Hasta ahí mi inquietante botín de lecturas. Había chocado, sí, con algunas amistades de los mundos de la prensa y la literatura que juraban no haberse dejado tentar por el diablo y leyeron cronológicamente Paradiso desde el instante en que la mano de Baldovina separa los tules, hasta el segundo en que Cemi corporiza a Oppiano Licario y vuelve a oír su voz modulada en otro registro. Pero de bien poco me servía aquello, aparte de ser experiencia ajena, porque unos se iban en elogios desmesurados e imprecisos o muy generales y otros confesaban no haber entendido absolutamente nada, ni por dónde le entraba el agua al pescado frito.

La mirada intensa del interlocutor no dejaba lugar a dudas. Resultaba imposible evadir una respuesta. A esa altura no se podía recoger pita y confesar que apenas había hecho un quinto de la lectura ni optar por una opinión de las ambiguas, solución a veces aceptable para no verse en el trance de rechazar o aprobar sin más comentarios. En materia de mentiras yo cojeaba fácilmente y supuse que Lezama era todo un sólido hueso que roer. Intuí incluso que si no superaba el lamentable percance, aquella amistad incipiente podía irse directo al fondo de la bahía. Opté por mi única verdad a mano, rogando que eso fuera suficiente.

―Ejem, este, creo que su novela puede ser leída ahora pero solo será comprendida en el futuro.

El intenso mirar de Lezama se aflojó y fue disolviéndose parejo a las espirales de humo azul. Una bocanada de complacencia inaudible agitó la luz entre nosotros y creo que pudimos sonreír aliviados, al unísono, atrapados brevemente en la íntima comprensión. Sin embargo, mis apuros no terminaban ahí. Lezama deslizó con serenidad y casi con indiferencia una segunda interrogante.

―¿Le resultó muy perturbador el famoso capítulo VIII?

 

Por Félix Guerra Pulido

Written by Félix Guerra Pulido

Poeta y periodista cubano. Ha recibido la Distinción por la Cultura Nacional y el Premio Nacional de Periodismo José Martí.

Loading Facebook Comments ...