Tres en una taza (tercera parte)

La guagua salió de allí a toda velocidad. Se metió por dentro de los viejos edificios de la calle Neptuno en un tránsito sofocante, de quien recorre recovecos, balcones, capiteles, volutas, hieráticos relieves de un barrio barroco. Pero a pesar de los obstáculos  no sacaba el pie del acelerador. El viento, con la velocidad, nos quemaba. Hubo un momento en que el camino parecía cerrado. Demasiados trastos tirados por donde quiera. Demasiada oscuridad cerrándose delante. El poeta es el que traspasa el cerco, se oía la voz de Lezama a lo lejos. Pero el chofer no se detuvo. Porque, según él, tenía que recoger a alguien que lo esperaba. El recorrido por esa zona de Centro Habana no podía ser más escabroso. La guagua tenía que bajar y subir escaleras constantemente. Escaleras oscuras, con sombras de gente sentadas en la sombra de los peldaños. Al parecer esperaban a que la tarde se desplomara y el viento que soplaba en la calle diera un respiro, un aclarar, un giro y, en vez de llevarse a la gente, se llevara el agobiante calor y la oscuridad que no los dejaba entrar dentro de sus cuartos o barbacoas. Mi sistema es una locura, farfulló todavía la voz de Lezama. El chofer pitaba y ponía la luz larga intentando salir de aquella enorme penumbra y ganar los pasillos de arriba, donde se atisbaban pedacitos de luz, rota a veces, como cristales; o, en ocasiones, recurvar dentro de un baño para luego catapultarse a alguna azotea y, así, avanzar hacia su destino. La palabra avanza hacia el hombre, hacia su cuerpo, hasta atravesarlo, se oyó de nuevo a Lezama como si su voz, como la guagua, recorriera también el laberinto. Yo, como si lo convocaran, dio un salto al oír lo dicho por la voz. Sentado en uno de los asientos del fondo, parecía abrumado, apabullado, pero al oír la voz de Lezama, dio un salto. No podía más. Intentaba, con su mirada, alcanzar un afuera que no existía, porque las sombras lo tapaban. En eso apareció, en el poliedro luminoso, la calle Belascoaín. Destapó los resplandores de la tarde delante de la guagua y el chofer se encandiló y tuvo que parar en seco. ¿Qué mierda, qué pasa?, dijo como si alguien que viniera en dirección contraria le hubiese puesto la luz larga y lo encegueciera. Pero más se sorprendió cuando aparecimos, de nuevo, nosotros, el Ambia y yo que, luego de un largo día de trabajo en la construcción del hospital, estábamos allí. El chofer lo que había hecho era dar una vuelta en redondo por dentro del laberinto barroco para volver a nosotros mismos. Tosió. Se arremangó la camisa como si lo sofocara el agobiante calor. No entendía cómo, luego de salirse del polvo y la ventolera, regresara al mismo lugar. Porque allí, parados delante del edificio que ya empezaba a dejar de verse, aparecíamos nosotros, el Ambia y yo. Y no por azar. No porque ocurriéramos, sin saberlo, en un párrafo en mitad de la novela. Era porque habíamos tomado una decisión: la de irnos de allí. La de salirnos del tiempo donde estábamos con la decisión de saldar una cuenta con el pasado. El Ambia no dejaba de hablar de sus dos madres negras: Felicia la Caminanta y Jacinta la Sufrida. Dos madres que los habían parido a él y a su hermana Idelfonsa. Dos madres que, a todo lo largo de las calles y portales en que tuvieron que vivir en su infancia, le repetían: Olofi ya okuó, como si al decir en lengua yoruba que Olofi lo estaba viendo todo, estuvieran convocando un poquito de justicia para ellas en el mundo.

 

Por Froilán Escobar

Written by La Mascarada

Loading Facebook Comments ...