Lezama y los libros

¿A qué edad comenzó a leer?

 

Todo tiene su origen, como usted sabe. Yo vivo de rastrear orígenes, de fundar orígenes. ¿Mi primera página leída? Bueno, tendría que remontarme al diluvio o a las glaciaciones. Fue allá por el siglo tanto. Caminaba desnudo por un páramo, rocas a ambos lados, un tigre perfumado pisaba sobre mi huella, calculando que iba a ser su desayuno. El viento entonces: sopló.  Arrastró un periódico de ese día del Pleistoceno en que informaban, con esa perspicacia de la prensa diaria, que un gordón le iba a servir de salchichón a los felinos. Me dije: No. Y vine y me encaramé en mi sillón, donde estoy a salvo de tales infaustos alcatraces de tierra. Fue un acto insensible, prenatal. Un golpe precordial de letras antes de que fuera inaugurada la lectura. Y el culpable fue el incienso, el tigre rastreador, la ignorancia de que el desayuno estaba a punto de ser inventado. Pero no me agradó ser la materia prima del primer invento, ni ser leído ni lectura. Yo quería en ese instante inicial ser el múltiple lector.

 

¿Qué libro prefiere leer?

 

Yo prefiero. O prefiero preferir. Mi preferencia ocurre dentro de la diversidad. La preferencia tiene mil y un rostros multiplicados por las once mil vírgenes y luego por los cuatro jinetes del apocalipsis, lo que da una suma aproximada al hormiguero. Todo lo ofrecido tentador, en materia de páginas o tomos, entra a mi jardín sobreponiéndose a los letargos. A continuación, caminar ensoñado sin mover ni las pestañas ni los pies, lo que desemboca a otro acto mañanero de resucitar. Para mí, si entro al baile de los ideales, el ideal debe acercarse a una constelación donde seleccionar no sea mutilar, ni tomar solo un aplazamiento en la oscuridad. Leo, pero sobre todo procuro descifrar, que resulta una invitación a fondo y no el simple saludo de acera a acera. En mi sobrenaturaleza íntima y en las sobrenaturalezas creadas, imaginar agregando es la alternativa frente a la mansedumbre de una entrega apagada y liviana. Prefiero la poesía, que es un hecho sin invalidez entre la imagen y la metáfora. Prefiero la novela, que es la majestad danzando entre sombras chinescas, el sempiterno diálogo observado a pulso y a diario, de la cuna a la tumba, del tambor al trono, del cepillo dental al edredón. Prefiero el ensayo, que es el bailarín en punta, una segunda remesa de poiesis, un sustratum incombustible. ¿Qué prefiero cuándo: hoy o ayer? Soy supersticioso, a veces. Por tal vestigio y atavismo, no deseo ni pensar qué prefiero, para que ninguna sombra me devele alguna obtusa querencia. Mi matrimonio es con el harem, soy amante de muchas caricias. No hay la preferida: amo el coro cuando canta.

 

¿Cualquier libro, con ser libro, cualquier lectura, con ser lectura, ya es suficiente?

 

Ah, qué va. No, amigo. El yoga Yogananda previene contra el exceso infundado y los hábitos sin reflexión. Resulta decisivo escoger: el tiempo es corto y no a cualquiera le toca. La bre­vedad de la existencia, el vértigo de la mano inapelable que te toma alguna vez, en la cuna quizás, en el pañal quizás, y te deposita en cualquier médano, y te contemplas ya con los 60 encima del hombro, la reducción de los pulmones a dos lamparitas casi sin llamas, obliga a la selección. Lo bueno, si es posible o si es imposible. Aunque, ¿cómo sabe quien escoge que escoge lo mejor? Para eso se inventaron algunas asignaturas, como la Historia de la Literatura, se inventó la crítica literaria, que no siempre acierta con sus gongs, y se inventó el amigo y la amistad, que recomiendan. Resulta que necesitamos guías. Por supuesto, no hay infalibilidad en los consejos. El mejor consejo tiene siempre una pata de palo. Pero entre esas sobras y esos asideros, escoger lo mejor. Escoger lo mejor, que no es ni lo más placentero ni lo más fácil ni el último hermoso tomo que te vendieron o compraste. Escoger y escoger lo mejor: dos actos fecundantes, no iguales, acompañantes o no. Y mientras puedo escoger, persiguiendo las luciérnagas más fascinantes, permanezco con un pie aquí, con los libros y bibliotecas y la humanidad narrada, toda la humanidad narrada, delante de mis ojos todavía inmortales.

 

¿Puede ofrecerme una lista de títulos preferidos?

 

Podría quizás hacer una lista, pero le anotaría una docena de millares de títulos de una docena de centenares de autores. Todo buen libro que leí, que son muchos, estarían en la lista, además de algunos que no leí, porque voy a leer mañana, además de otros que no se han escrito, pero que voy a leer algún día, además de otros que no se han escrito y no voy a leer nunca. No soy de los que sueltan una frase, con pose en la nuca de estatua de parque. ¿Por qué iba a decir grandilocuente y oportunistamente ahora: ésta es la lista? En mi caso no hay listas, listas de nada. No hay lista ni estoy listo para hacer la lista.

 

¿Alguna definición para biblioteca o libro?

 

En primer lugar, la biblioteca es un bosque: bosque asiático, teutón, eslavo, noruego o cubano y tropical. Y tal como dijo el poeta, el libro es un árbol, o un sol, que viene auroreando uno por aquí y el otro en el espejo. Porque el sol, a su distancia, envía luz, pero luz que quedaría trunca, trabada, disuelta, si no encuentra la hoja que la convierta en energía primigenia y en oxígeno. Así que el árbol es como el representante de Dios, es decir, homólogo del hombre, si el hombre se decide a ser el representante del sol en la Tierra. La hoja del árbol, si vamos a definirlo por lo hemostático, impide que la sangre escape, la humana, y vaya al río animal como turbión: si lo alimenta en directo o si lo alimenta en indirecto, a través de la bestia vegetariana, el hombre por fin se levanta de la eventual condición de cuadrúpedo. La hoja del libro homologa esa acción, pero ya en otra intersección secuencialmente posterior. La casualidad no arma trampas de tan poco costo: es lo paralelo y lo tangencial haciendo coro en la causalidad. La hoja verde es una biblioteca vegetal, la hoja industrial es la biblioteca razonada. La del árbol es razón primigenia, la del libro es otra arremetida del sol.

 

¿Algún libro mayor?

 

Una antigua doctrina árabe anuncia triunfante que el universo es un enorme libro. Mas, atravesada de olivos, olvida decir que el libro, o todos los libros, es el universo decantado a la ignorancia y a la sustancia inerte. Los chinos reconocen milenariamente al libro como símbolo de poder que mantiene a distancia aceptable la malignidad de los espíritus. La estructura del libro no es mensurable por fuera. Desde los libros de papiro y manuscritos al industrial libro de hoy, el ego y la persona humana resbalaron hacia muchos corrales y de todos lograron salir, cojos o bizcos, no importa, trucidados sus genitales o vomitando esperma, no importa. ¿Y salieron gracias a qué? A que alguien les tendía una furtiva página amiga. El libro ha sido, y es, conspirador, fugitivo, orador de barricada, cimarrón de la montaña, el quemado en la hoguera, el perseguido hasta el mosaico, la hoguera misma. Ser absoluto es también una manera de cenizar, pero dígame, ¿alguna guerra perdió? Según el Mohyiddin ibn Arabi, las letras trascendentes trasegaban con el secreto de los secretos de todas las criaturas, quienes, a cincel y a fuerza de soplo divino, descendieron cuadrupeando al universo material y habitaron prados y cerros, adoptaron cencerros, se hundieron en las vías fluviales y bajaron a las costas y aguas pelágicas. Es un supón que no asombra, un mito hilvanado con sombrillas. Antes que la criatura humana redactara sus libros, quizás existía el libro mayor que lo contenía todo. Pero eso es conjetura, mitología seráfica, apología mayor, y no sé si el polvoriento libro de nuestros estantes merece que lo castiguemos con tales desmesuras. Cualquier buen libro leído es el libro mayor. O cualquier buen libro es el libro, porque mayor es un grado bélico que le sobra a la lectura.

 

¿Es realmente bueno leer libros?

 

A cada familia cubana hay un tío que le desmiente la necesidad de leer. ¿Cómo explicar su suerte siempre navegable? Semejante al pulpo de Opiano en las Halieutica, cabezón y lleno de tentáculos, es dueño de bar o de carnicería. Viste guayaberas de orlas, pasea con señoritas de miel y no le falta el fajo adinerado en el bolsillo. Ese señor, para firmar, se descubre del jipijapa, pero apenas logra temblar cuando estampa la ininteligible y torpe letra. No me otorgaron el don del sermón ni el olor del salchichón. Cada chivo hace tambor con su pellejo. Hasta los confines, el universo, es una enigmática cordillera y un ábaco misterioso y sin fin. La simple razón tríptica, de espacio-tiempo-tierra de nadie, bastaría para varias humanidades y eternidades. ¿Me imagina administrando el bar y hurtando mililitros de aguardiente? ¿O cargando perniles al frío? ¿Se lee para luego fundar un emporio de highboles o roncolins o de palomillas o boliches? ¿Cómo después reptar hacia Proust o Víctor Hugo, Whitman o Martí? ¿Cómo destapar la botella que contiene el genio de Dostoievsky o Pascal? Imposible conciliación de trastabilleos. ¿Por qué, en resumen, leo yo? Es una interrogante a la que no puedo dar cabal definición. Lo que leo nadie me lo aconsejó ni ordenó. Leí y leo para lograr el contacto, nigromantear en atmósferas y en la propia tierra firme. Poseo vías laberínticas de buen cotejo, ojos, nariz, boca, tacto, etcétera, que funcionan con aceptable fidelidad obesa. Pero yo, José, para asomar y mirar, asumo la longitud del libro como catalejo. Con ojos asomados a la ventana solo veo rendijas de mundo. Con el ubicuo paginado atisbo paisajes de la Polinesia y de Alejandría y de San Petersburgo, de la Italia donde elogiar a la locura era una locura apenas permitida, presencio tropelías de dos gigantones galos o de dos figuritas que cabalgan entre ínsulas y molinos, o el polo que Ruesch coloca con sumisa gelidez en esta propia penumbrosa y acalorada sala. El libro se alarga y rastrea por los dos extremos, o por los tres, orígenes, misterios, anticipaciones. Es la tabla de navegar y acercar latitudes. Para vivir, leía, desde siempre, porque, claro, vivir es tan importante como leer. Más tarde se invirtieron los imanes. Leer fue anticipo, umbral. Iniciar el tránsito expectante hacia la posible página escrita. Para aquel estadio, colmo y orgasmo, disnea y frenesí, delirio y aba­rrotamiento, debo pasar y tocarle al vecino, para que open, abra el libro sus puertas y ventanas y permita deambular por entre las inestimables vísceras, donde espera el inmenso bazar de las aventuras, incluidos la palomilla y el boliche intelectual.

 

¿Qué escogería entre un asado de cordero y un buen libro?

 

Son lecturas complementarias. Es como si usted diera a escoger entre levantarse por la mañana y acostarse por la noche. No se puede escoger: es inevitable levantarse y acostarse. No puede uno llenarse el estómago de palabras, por más que tenga la cabeza repleta de corderos. Cada cosa en su hora y para su función.

Digo, en alguna parte, que el libro nos convierte en golondrinas, que la casa de los libros, la biblioteca, es la morada del dragón, que la página escrita abre caminos entre el cielo y tierra. Digo aún mas: el libro, por ser la mano errante, la cabalgadura que lleva y trae y trasiega con las noticias más oficiosas y pródigas, el caballero que se mira en el espejo de las circunvalaciones deslumbrante, es el primer pan del hombre razonable. Después viene el cordero, pero después viene el cordero. Inevitablemente. Y la pregunta suya, claro, no hay que adivinarlo, procede, para mi suerte, de una fama equinoccial que se derrama sobre mi persona. Soy, como se dice, cuarto bate en la lectura, y cuarto bate para los asuntos del sentarse a la mesa a deglutir con pasión, sobre todo si es cordero, sobre todo si es el sencillo mendrugo. Lujuria un día, sobriedad al siguiente. Y entre lujuria y resignación, el manjar imprescindible del buen libro, porque para esa ingestión sí no acepto bagatelas. Ahora escoja usted: ¿levantarse o acostarse?.

 

¿Leer rápido o leer despacio?

 

Algunas cosas puedo leerlas relativamente rápido, sobre todo si es prensa diaria o semanal. Si relectura, quizás puedo ser rápido. Si contrito en el acto creativo, delante de la mesa repleta de libros despanzurrados y aún la página en blanco, logro mirar vertiginoso aquí y allá y a un tiempo escribir en mi cuartilla. Pero para otras lecturas, me muevo como el molusco que dije que soy. ¿Cómo leer veloz a Nietzsche o Tolstoi, con la lectura que salta de un párrafo a otro, con mentalidad de atleta, para romper el récord? Para la buena literatura una lectura lo suficientemente pausada como para recoger y poner, porque el lector no solo percibe lo sugerido sino que además agrega durante una lectura creadora. En ocasiones es más importante lo que se adiciona en imágenes que lo que se levanta del tapiz iluminado de la lectura. Estoy únicamente apurado por todo lo que ignoro, así que déjenme leer y arroparme despacio, sin agravio, por supuesto, para esa lectura que no merece sino una envalentonada prisa.

 

¿Me habló de un proyecto de biblioteca habitable?

 

Usted saca afuera ahora ese gato desvelado. Es, digamos, un proyecto reiterado de la duermevela. Al enunciarlo, aparece como el influjo irremediable de Borges. Borges adoptó, ahijó, a las bibliotecas, sobre todo las desmesuradas y laberínticas. Si ahora concibo una confortable biblioteca-hogar, parece que no puedo prescindir ni de su tigre de palabras, apresado y escapando siempre. Mi biblioteca imaginada tendría amplios salones iluminados y un mínimo de paredes y muros: sería comunicable y comunicante, de puntal alto y techo de dos aguas. Y además, cómo no, con un número aceptable de ventanas y sillones, pues acostumbro, para dicha de la corpura y la suavidad de los glúteos, permanecer sólo donde hay a una ventana y un sillón, una para viajes cortos por la luz y el otro para periplos de más largo alcance. La biblioteca tendría, claro, trozos de cielo, sería una especie de biblioteca a cielo abierto, tendría, claro, alguna espléndida luz de mediodía, árboles y pájaros respectivos, luna y puñados de soles tiritando en la oscuridad de un pedazo de noche. Habría olores trasegando, por supuesto: el nocturno y furtivo del jazmín y el diurno de la calandria colgado de sus penachos rosados. Y perfumes bien condimentados: de frijoles negros, por ejemplo, de quimbombó, por ejemplo, de plátanos maduros fritos o verdes a puñetazos. Y algunas otras golosinas de carne. Y café en el ambiente. De ninguna manera faltaría un bañito íntimo, acogedor, con algunos buenos títulos en el estante, para refrescar las vehemencias que se sufren en el trance de aligerar. En fin, un paraíso o Paradiso calientito. Algo bien pensado, amigo, no tema, para quien subsiste con letras, engorda con lecturas, nutre con palabras el protoplasma, entra en solfa después de lecturear. Este proyecto de biblioteca, posible porque es imposible, es susceptible de cambios y sugerencias y permanece abierto de par en par. Se le puede agregar algo de cualquier imaginación o naturaleza. Un hidrante contra incendios. Un manantial a la entrada. Hamacas para siestas y algún paraguas para capear temporales. Y si lo desea, algo, una regadera o manguera para mantener el jardincito, sí, porque ni los jazmines ni las calandrias viven de chuparse el codo. Ese es mi proyecto: una majadería, una quimera con alas de papel.

 

¿Último libro que leyó?

 

Hoy en la mañana, casualmente, sobresalía un libro. Alguien lo sacó con el codo, al pasar. Del librero, digo. Sin mirar la carátula, lo abrí para una lectura de azar concurrente. Leí: “Los ojos puros, la mirada inquieta, / La mejilla caliente y encendida; Así la virgen esperó al poeta/ Con un sueño más largo que una vida”. Quedé estremecido por esa voz del misterio mayor y precursor. Desde el otro lado de la mampara Martí susurraba su mensaje matinal, usando el ardid de insinuarse con el tomo rebosante de los Versos varios. De nuevo, a manera de golosina intelectual, apuré esa lectura emancipada y pura, tremolante como la vela del velero.

 
Por Félix Guerra Pulido
 

Written by Félix Guerra Pulido

Poeta y periodista cubano. Ha recibido la Distinción por la Cultura Nacional y el Premio Nacional de Periodismo José Martí.

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