APUROS DE UN APRENDIZ
Bajo la tensión del minuto anterior, estuve a punto de negar. “No. Nada me perturbó en lo absoluto”. Cualquier cosa, con tal de zafarme del agobio. Deseé respirar otro aire, correr por el pasillo y las aceras y quedarme a solas un minuto para sofocar el apuro. Y luego, irremediablemente, caminar hacia el vacío, donde ya nunca volvería a estar Lezama con sus risotadas y sus humos y su aparente ingenuidad durante los interrogatorios. No me moví, sin embargo. Otra parte de mí se enervaba con una plática tan difícil. ¿Podría yo sortear el tremendo escollo, lograr el equilibrio entre los varios abismos del desfiladero y salir airoso, aun cuando el adversario era el cubano más cercano a una enciclopedia de 20 tomos y la plática versaba sobre un libro que él demoró décadas en redactar y sobre el que mis ojos no habían gastado más que un par de horas de su tiempo?
En ese momento (de la vida, no de la conversación) mis mayores esfuerzos existenciales se concentraban en reanalizar y modificar múltiples concepciones y creencias. Comprendía que algunas de mis formas de contemplar el mundo todavía se sujetaban demasiado a las influencias hogareñas y de entorno de la niñez y la adolescencia, transcurridas en una sosegada atmósfera municipal, al cuido de abuelos, padres, tíos, no muy ilustrados y nada liberales (con sus excepciones), que fluctuaban sociopsicológicamente entre el campesino pobre y obstinado, que nada pide ni aguarda, salvo lo que rinda su faena, y el obrero con apetencias culturales y económicas muy limitadas y gran estima de su decencia: en casa se inculcaba sobre todo laboriosidad, honestidad, modestia. Cualquier accidente en la vida de una persona se calificaba de mal paso. A eso se debía sumar un ajetreo de joven rebelde y joven comunista, hasta 1963, en una racha de tiempos en que, mientras una parte de nuestros cosmos se expandían, la moral encogía hasta parecer solo una alusión a asuntos o conflictos del sexo o una admonición contra cualquier eventual o ligero desliz de los apetitos. Recuerdo una ocasión, en esa época de los 60, que paseaba por el parque Almendares y ocupé un banco en compañía de una dama a la que hacía con éxito la corte. Al intentar besarla, ella se apartó y señaló un cartel de aviso sobre nuestras cabezas. Este es un banco moral, rezaba. Se debe sumar además mi afición a los comics y filmes de aventuras, con héroes de una visible virilidad muscular, al estilo de Superman, Tarzán, Trucutú, El Zorro, que sin embargo nunca temblaban de amor, ni concretaban ciertos velados flirteos ni osaban besar a sus espléndidas Luisa Lane, Juana, Ulanita, etcétera: las escenas de esos erotismos quedaban en la tinta, mientras los lectores poco avisados nos adentrábamos en la convicción de que la hombría radicaba más en la fuerza y destreza de los puños que en cualquier otra absurda reacción biológica de los héroes. A esa suma se debe agregar el peso de determinada tradición religiosa que soslayaba la sensualidad y sexualidad del cuerpo y procuraba cubrir con abundantes telas y trapos ese territorio oscuro (y aplazado hasta el último segundo y culpable de tantos males) que confluye anatómicamente en el delta pluvial entre las extremidades no inferiores sino posteriores. Los prejuicios acerca de la homosexualidad (tolerada, explicada y en trance de ser comprendida solo casi 30 años después) no se deben tratar solo como sumatorias más de igual valor. Semejantes transgresiones de la naturaleza, por añadidura se vinculaban a perversos deseos o irritantes exhibicionismos. Se trataba de una variedad de peste que arruinaba a posibles magníficos mancebos y doncellas, lanzándolos incluso fuera de los círculos del infierno. La homosexualidad junto a la religiosidad, constituían en aquella primavera de 1966 dos infranqueables escollos para acceder a una plena integración política y social.
―Si digo que no ―respondí―, miento. La moral católica, aunque nunca fui católico, era y es el viento predominante. Resulta paradójico pero muy reconfortante que sea un libro escrito por un católico lo que rompa el celofán. Ese capítulo VIII, por encima de cualquier virtud o defecto literarios, es una apertura para nuevas eras imaginarias. (¡Puf!)
Soy incapaz seguramente de recordar textual y ciento por ciento algo que deslicé hace casi 3 décadas. No obstante, fue la esencia. Respiré profundo. Yo mismo me empujaba constantemente en direcciones que iba descubriendo durante la marcha. Comprobaba una vez más los flujos y reflujos de una era fulminante y contradictoria, en que a veces la gran ventisca renovadora movía gruesas corrientes paralizantes o retrógradas, en tanto antiguos soplos nos impulsaban inopinadamente hacia horizontes de estreno.
La historia que antecede debió ser contada para explicar en síntesis los vericuetos de una amistad, qué suerte de dialéctica sorpresiva consolida y hace larga la relación entre un docto y barbado maestro y algo así como un lampiño aprendiz bajo protesta y a la expectativa. Algunas suertes, muchas, incluido el inesquivable azar concurrente, incluidas ciertas irrefrenables mentiras y una habilidad ocasional para improvisar una verdad y salir del hueco, más la tolerancia martiana y de límites amplios del anfitrión, más su vocación de domine candoroso y ansioso de escuchas, están a montones detrás de las largas pláticas que son el fundamento de esta recua de entrevistas.
CHEQUE EN BLANCO Y ENSAYO COAGULADOR
Soy invitado a la casa: Trocadero 162. Café. María Luisa, la esposa. Baldomera, alias Baldovina. Conozco su alfombra de viajar: el sillón. El asma es una atmósfera adicional en un entorno donde pululan el libro y el polvo de los libros: el nebulizador aguarda inminente para entrar en acción. Pláticas. De vez en cuando anoto algo en las agendas. Otras acciones y palabras las conservo en la memoria (cuando llegaba de regreso a mi rincón corría a mecanografiar recuerdos). En algún momento José intuye algo e interroga. Respondo. “Quizás lo someto a un interrogatorio en el que me abstengo de hacer preguntas para no restar al fluido o la espontaneidad”.
No objeta. Lo frecuento más y más a menudo anoto en agendas cambiantes, porque también es aquella una época de vacas gordas para las agendas: ese imperio íntimo de papel (con destino a funcionarios, dirigentes, personal administrativo y hasta periodistas inmersos en continuas reuniones y consejos y asambleas y forums y congresos), que comenzó a debilitarse solo con el derrumbe del socialismo europeo a fines de los 80 y comienzo de los 90.
A punto de concluir 1967, aquel colega que leía Dador y reclamaba Dador y yo coincidíamos en la revista Cuba Internacional y poníamos en movimiento el sueño común de una edición especial dedicada al Che. Tras la muerte del guerrillero en Bolivia y en los primeros meses de 1968, Lezama publica en la revista Casa de las Américas, su breve ensayo Ernesto Guevara, comandante nuestro. Tal vez la memoria y la ambición me engañan, pero creo recordar que por esa fecha Froilán Escobar y yo habíamos hablado in extenso con el amigo gordo sobre el Che, en un intercambio ardoroso y conceptual. De manera que a nosotros su breve y sustancial abordaje nos pareció que arrastraba fragmentos espirituales de aquellas charlas. Eso alentó el proyecto que definitivamente emprendimos en 1969 y se publicó en 1970. Un ejemplar de Che Sierra adentro, dedicado a dúo, fue a parar a manos de José Lezama. El poeta y maestro nos extendió un cheque en blanco con su alto reconocimiento y dijo soportar mejor el asma de aquellos días por la ilusión enfática de que su ensayo coagulador de sueños nos había atinado a Froilán y a mí en el justo centro de los moropos.
También por esos días el colega de la prensa y yo comentábamos risueños el azar concurrente de aquellos encuentros en Carlos III, cuando Dador premonitoriamente fue un préstamo y un reclamo en las cercanías del Instituto de Lingüística. Para corroborar el aserto, mostré a Froilán un ejemplar de Dador, idéntico al suyo, pero con una dedicatoria que decía: “Para Félix Guerra, cuya inicial poética nos da una verdadera alegría. Con afectos de J. Lezama Lima. Noviembre de 1965”.
Por Félix Guerra Pulido