Agaete, 4 de abril de 1937 (segunda parte)

A sus diecinueve años, la hija de don Armando había tenido algunos pretendientes, pero solo él le había hecho sentir ese hormigueo. Se parecía peligrosamente a las sensaciones que describían las protagonistas de sus novelas, a través de la pluma de Concordia Merrell. Deseo, placer y pecado eran tres palabras que siempre aparecían juntas, pero le tomó solo un instante deshacerse de la última y dejarse llevar por las mieles del deseo, que había descubierto un domingo de enero a la salida de misa. Sus padres se habían detenido a charlar con don Damián, el párroco, mientras ella se dejaba llevar por la multitud hacia la plaza. Fue entonces cuando ocurrió. Ángel, que llevaba de la mano a su preciosa hija, rozó su brazo desnudo con la yema de los dedos. Aquella caricia furtiva, seguida de una sonrisa franca y tímida, produjo en el interior de Encarna una zozobra que en un principio se mezcló con la culpa, ya que el calor la había llevado a quitarse la toquilla en las escaleras del templo, en lo que podía interpretarse como una actitud demasiado atrevida. Sin embargo, fue tan bella y tranquila la sensación que la acompañó el resto del día, que se resistió a pensar en ella como un pecado. Más tarde, en su cuarto, intentaría rememorar, como si escribiera su propia historia, la sensación que le produjo el contacto con el matarife. Un cosquilleo en la diminuta extensión de piel que Ángel había acariciado, seguido del súbito ardor que aún podía sentir en sus entrañas, la taquicardia que precedió a un breve mareo… A partir de entonces, fue como si hubiera descubierto la verdadera razón de su existencia. Pensaba en aquella misa dominical como en un cuento infantil, en el que la princesa despierta de un largo letargo. Las semanas que siguieron a su encuentro, fueron muchas las excusas inventadas y las horas robadas a las clases de música con doña Leandra, tantas como visitas fugaces hiciera al matadero.

Pensar en él la encendía por dentro. El fuego llegaba hasta su vientre y le humedecía las enaguas. Anhelaba sus manos a todas horas y cada noche, entre sus sábanas de hilo, se acariciaba con mimo la aureola de los pezones para recorrer lentamente su vientre hasta llegar al suave vello del pubis, con la ilusión de que los dedos que la llevaban al éxtasis fueran otros, cálidos y un poco ásperos, pero fuertes, delicados e inteligentes, como los de un pianista que sabía exactamente qué tecla tocar en cada momento. Ángel, su Ángel, no necesitaba partitura para hacerla vibrar y sacar lo mejor de ella. Así había sido desde aquella primera vez, en el Huerto de las Flores, y cada una de las que siguieron. Su voluntad era firme y estaba en la edad en que todo es posible, por lo que no se planteó que nada pudiera desbaratar un propósito tan justo y noble como alcanzar la felicidad. Pero la juventud trae consigo ceguera e impide reconocer al enemigo, aun cuando este se encuentra bajo tus pies.

La fatídica tarde del cuatro de abril de mil novecientos treinta y siete, en la calle José Sánchez y Sánchez, un ir y venir de uniformes bien planchados hacía presagiar que algo malo iba a ocurrir. Agaete era una villa tranquila donde todos se conocían y a pesar de la situación de inestabilidad que les estaba tocando vivir, la mayoría anteponía la paz en la convivencia ante cualquier otra diferencia. Solía consolarlos la idea de que en la península las circunstancias eran aún más complicadas, pero esa tarde, en el bar-tienda del Fiti, se respiraba un ambiente de nerviosismo.

―¿Sabes qué está pasando en el cuartel, Fiti?

―Ni idea. Se pasó por aquí la mujer del Visillos y dice que hay mucho falangista entrando y saliendo.

Tendero y parroquiano interrumpieron la conversación, al ver entrar a don Leonardo y a su esposa. La mujer sacó una nota arrugada del bolso mientras su marido, como de costumbre, se apostaba en la barra y pedía un guanijey. Fiti le sirvió el trago en un silencio tenso, que rompió la mujer, al leer en voz alta la lista de la compra semanal.

―¿Todo bien por Las Nieves, Lolo? ―preguntó el recién llegado.

―Todo bien, cho’ Leonardo.

Lolo era uno de los veinte marineros que, patroneados por don Leonardo Pino, formaban parte de la tripulación del Santa Justa, un barco con base en el puerto culeto que llevaba material de construcción, fruta, azúcar y otros alimentos hasta Aaiún, uno de los principales enclaves del Sáhara español. Nardo, como lo llamaban en el barco, nunca se pronunciaba políticamente y tenía buena relación con la mayoría de sus vecinos, pero eran tiempos inciertos y nadie se arriesgaba a mantener conversaciones que no fueran intrascendentes, a no ser con amigos o familiares de la máxima confianza. Por aquel motivo, dejaron Lolo y Fiti el tema del cuartel y comenzaron a charlar sobre los cultivos en las fincas del Valle. Leonardo participó de la charla, expresando su deseo de adquirir algún día una de aquellas fincas, para retirarse al Valle y dedicarse al cultivo de frutas tropicales y café.

―De eso nada, mi niño ―intervino su esposa―. En cuanto te retires, nos vamos a Las Palmas con mi hermana. Nardo miró a Lolo con resignación y le guiñó un ojo al Fiti, mientras abonaba la compra de su mujer y las consumiciones de la barra.

―Gracias por la invitación, patrón.

―Faltaría más, Lolo. Mañana nos vemos.

Por Carlota Suárez García

 

De La tumba del rey (Huso, 2019)

Written by La Mascarada

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