El hombre de antifaz negro penetra en el círculo de luz impreso por un reflector. Tibios aplausos. Responde con brazo en alto. Desabrocha la capa del cuello dejándola caer sobre la arena. Se acerca a una escalinata y apoya su mano en uno de los peldaños. Sube, mientras que la orquesta afina al ritmo de un vals. Cinco metros. Casi resbala. Sus piernas se mueven sin precisión, parece que le tiemblan. Diez metros. Mira hacia arriba, los peldaños metálicos le devuelven el brillo del reflector. Su pecho se mueve agitado; seguramente los nervios. No puede fallar ahora. Ahora no. Quince metros. Se detiene para agarrarse el estómago, hace un gesto de ahogo, abre grande la boca y es como si fuera a vomitar. Se controla. Escupe. Un hilo de saliva le cuelga del labio. Se apresura a limpiarse con el brazo, sabe que el público sigue cada movimiento con los pequeños largavistas descartables que se venden en la boletería. Veinte metros. Alcanza la plataforma de madera. Una maniobra torpe al ubicarse en la misma arranca un “ooohhhhh” del público. Mira hacia abajo. Una gota de sudor le corre por la nariz. Otro foco de luz le señala la arena. Los tambores empiezan su redoble. El hombre de antifaz negro respira hondo, varias veces. Flexiona levemente las rodillas. Los brazos hacia adelante. Sólo un envión. Dejarse atraer. Un poco más… un poco… un… Los pies se le pegan a la plataforma. Sus músculos parecen no tener fuerza. Se endurece. Una estatua. El redoble se detiene. Una corriente de murmullos asalta el circo. Silbidos. Gritos. Que devuelvan la plata. La orquesta titubea. Nuevamente los tambores, ahora con más potencia. El hombre de antifaz negro cierra los ojos. Aprieta los puños. Se abandona. Gana el vacío. Quince metros… diez… cinco… Su cuerpo rebota en el piso. El público aplaude. Bravo. Otra. Otra. El hombre de antifaz negro permanece quieto. Otra. Otra. Arrecian los aplausos cuando el hombre se mueve, muy lentamente, como roto por dentro. Se arrastra hacia la escalinata. Su mano alcanza el primer peldaño. Inclina una pierna. Trata de incorporarse. Bravo. Otra. Otra. El hombre resbala. Queda inmóvil. Silencio. El foco deja de iluminarlo. El círculo de luz apunta ahora al centro de la arena. Aparece un muchacho rubio vestido con una malla de lentejuelas doradas. Saluda con ambas manos. Aplausos. Se dirige hacia la escalinata, con paso firme. Un momento. Algo arranca una exclamación del público que empieza a aplaudir de pie. El hombre de antifaz negro está colgado de la escalinata, sobre el primer peldaño. El muchacho rubio hace gestos ampulosos hacia la orquesta y se retira protestando. El hombre llega al segundo peldaño. Todos los focos lo acompañan. El público lo anima a seguir. Cinco metros. Se detiene a respirar. De su boca sale un hilo de sangre.
—El maní con chocolate estaba rancio —se queja una gorda en la quinta fila.
Por Eduardo Goldman