El sismo del pasado viernes me negó la muy esperada ocasión para ver Black Panther, pero también me otorgó un boleto gratuito que podría usar a partir del siguiente día, en Oasis. Si no hubiera tenido alguna recomendación, es muy probable que hubiera neceado en ver la película de Marvel y este texto se llamaría simplemente “Wakanda Forever” o algo por el estilo.
Con un poco de atención puedes darte cuenta, al entrar a una sala, que darán una película que forma parte de la cartelera de la Cineteca. Los hombres usan zapatos Camper, camisas de lino Banana Republic y huelen a Armani Code y a sudor. Las chicas se ríen de los chistes con referencias a canciones de Velvet Underground, fuman, y sus fulares se atoran en los descansos de las butacas. Generalmente tienen una formación de escuela católica, tal como Christine o “Lady Bird” en la película Lady Bird. Retrato lícito del bachiller confundido, rebelde y ávido de exploraciones románticas, que niega a su familia y a sí mismo en una búsqueda de prematura identidad. Una banda de Stephens Dedalus en A Portrait of an artist as a young man, aunque con un sentido del humor menos tradicionalista y ya con teléfonos celulares.
El filme entretiene porque refracta a la generación del Siglo XXI con sus ensayos de culturizar y agradar. California es la sede, pero el target es New York. Se menciona a Kierkegaard, a San Agustín y a Steinbeck, cuyo conocimiento de la cultura mexicana comienza, y termina, traduciendo tortilla como corn cakes (pasteles de maíz), pero que enternece a la revoltosa protagonista y a su madre mientras recorren una autopista de Sacramento escuchando audiocassettes de The Grapes of Wrath.
Cerca de allí, en Oakland, el rey T´Chaka baja del cielo en una aeronave de vibranium. Black Panther, con sus millones en efectos especiales, su música de Kendrick Lamar y ese inglés acentuado casi disléxicamente —tanto que podría ser el coro de cualquier canción de Major Lazer—, también cautiva, pero de una forma simbólica e histórica mediante el trasfondo de lucha social afroamericana, cifrada en el actor Michael B. Jordan.
He querido demostrar, sin uso de un aparato crítico o narrativo, que una película rompetaquilla, y otra de conducta y calidad más artística, pueden ser igual de efectivas para una resaca sísmica que al parecer continúa de forma indefinida.
Jesús Martínez