I offer her that kernel of myself that i have saved,
Somehow – the central heart that deals not in words, traffics not
With dreams and is untouched by time, by joy, by adversities.
J. L. B.
Se dirá que alguna sombría casualidad prefijó lo sucedido el martes 19 de septiembre. Que los simulacros, los aniversarios, y el temporal que trocó vías en acueductos —así como baches de avenidas en pozos graves—, prologaron esa simetría de 32 años. Otros muchos argumentos han repetido los que en el 85 tuvieron conciencia. A nuestra generación tocó corroborar —a mí— la narración de unas horas.
El camino de Santa Teresa es una calle irregular, angulosa, adoquinada; por un lado la escuela de ingenieros, la villa olímpica y torres de espejos azules, por el otro lado, los ricos fraccionamientos distraen el trayecto, engañosamente corto, de la estación al bosque. Yo siempre elijo el camino de los árboles y las plumas, pero las prisas exigían la acera contraria, por diez minutos no vi sino una pared y una malla ciclónica, aburrido y veloz.
En el puente, casi me doy con la palmera inmensa que nace de un antiguo camellón, buscaba la tarjeta que temí debía volver a cargar. Ya en el metrobus, recordé el reloj para calcular el tiempo y contemplar lo posible de una impuntualidad.
Al inicio confundí la torsión del vagón articulado con la costumbre, luego el vehículo se detuvo y el balanceo continúo. Muchos gritaron, muchos quisieron salir, en todos había una mezcla de pánico e incredulidad a unas horas de un simulacro, a unos días de otro temblor, a unos años de la catástrofe. Pensé en el punto de reunión donde agrupamos a los corredores que aceptaban —desganados— participar. Luego todo cesó, y entre el ruido de los usuarios, el metrobus hamaca volvió a ser metrobus y siguió sobre Insurgentes.
Aquí cambio de dirección y me dirijo a casa, a menos de 6 estaciones, donde, algo alarmista, pregunto por mis hermanas, por mi abuela y por mi perro. Me doy cuenta de que casi nada pasó en mi Sur, además de una milagrosa escapada de mis mates a caer y romperse, y de mis pocos libros que no resbalaron del estante. Esto no ocurrió, no ocurrió enseguida.
Tenía una cita. Después de Dr. Gálvez, acepté que no lo lograría, pero tercamente seguí con el plan original.
—Si puedo llegar antes de las 3, existe una posibilidad remota de verla, ya no de comer, ni de conversar. Pero verla sí, admirarla.
Descendí poco después en José María Velasco, e ingenuo, caminé pensando que llegaría en breve. Insurgentes ya era el caos que después se multiplicaría. Cerrado el paso, la gente se apretaba en las banquetas, los chalecos naranjas corrían y daban voces para reagruparse.
Multitudes estrechaban cada vez más el carril de los vehículos y también de los peatones; la masa se coagulaba, y en cualquier momento terminaría siendo un bloque infranqueable de carne y metal. Pensé que adelantándome a ese primer caos el transporte se normalizaría, y abordé inútilmente para descender casi enseguida. Cada edificio proponía la inmovilidad desde su recepción.
Corrí, intenté comunicarme, y en ambos casos fracasé, apenas doblando la esquina de la boutique, casi frente a la tienda de alfajores. Como paliativo de un calmante apurado con agua, observé el parque de nuestra cita. Estaba lleno de gente. Todas las bancas ocupadas, incluso las más incómodas, aquellas donde juegan al ajedrez tenían una inusual asistencia.
Adiós a la cita. Ella se había cansado de esperar o simplemente no había llegado. Igual seguí en dirección a su trabajo, quizá en el camino… El camino lleno de escombros, de mortero y cal, de ventanas rotas y del zaguán de acero forjado que se dobló como papel. El edificio que buscaba parecía no haber sufrido daño alguno. Había gente en la escalinata, hablaban de forma tranquila, sin percibir el olor a gas que saturaba la calle.
¡Un mensaje de ella! El alivio de leerla, con bien. Regresaba al Sur, allá nos veríamos. Tendría que volver caminando a casa, todos tendríamos que hacerlo, y el regreso desde Amores hasta Insurgentes fue desalentador. Anduve por una calle que antes pudo parecerme un bello epígrafe de nuestros encuentros, mas ahora me oprimía verla siendo un despojo.
¿La Piedad al fin o Poliforum? Miles de personas, regresando, edificios con cinta de “peligro”, mujeres descalzas con stilettos en la manos. —Daría la mitad de mi suerte por encontrarla ahora —y ese pensamiento, ese solícito acto de fe, sin lógica o método, acompañó lo que ya me sabía a cansancio.
Decir que no la seguí buscando es omitir la verdad. Ninguna mujer me pareció siquiera ligeramente parecida. Tuve miedo, imaginé absurda esa búsqueda por ser un argumento muy débil —aunque real—. Era un hombre que buscaba a una mujer cruzando la ciudad devastada; una ciudad de Paul Auster; un Dante y una Beatriz de los suburbios; un Ulises para el que la patria se cifraba en un nombre de mujer: “Karla”.
Sin duda exagero, yo que siempre me he consolado prediciendo augurios a conveniencia en el movimiento de una hoja, en versos viejos, modernizando (empobreciendo) sentencias, y a pesar de todo ello; de inventarme destinos y cómplices, la encontré. Entre miles y miles la encontré.
Y ese cielo de ojos color madera me miró también, nos encontramos al vernos. Caminamos mucho tiempo, hasta que su jefe se despidió sofocado. Casi enseguida una misericordiosa vagoneta nos acercó un poco más, y, mientras yo la seguía viendo hermosa y exhausta, me dijo que a pesar de lo bizarro de aquél día, de nuestra cita que no sucedió —a causa de haber olvidado, al salir, su bandeja de sushi y sus audífonos Marshall—, de la incertidumbre por el terremoto, estaba feliz. Y yo la vi como la niña que aún era, la que se queda dormida mientras leemos a Chéjov, pero que despierta si es que dejo la lectura. Sentí que aquella suerte que imploré horas antes no iba a dejarme nunca, pues algo de ella, esa tarde, se había quedado en mí para siempre.
Por Jesús Martínez