En la mañana del viernes 1 de septiembre de 2017, entraba a mi cuenta de Facebook, y me demoraba largamente en insultar a un amigo que, la verdad, no se merecía mis desplantes neuróticos. Como sea, ese mismo día tenía previsto asistir, por parte de La Mascarada, al teatro, específicamente, a la puesta en escena de El divino Narciso, una adaptación sigloveintiunera del Acto Sacramental original de Sor Juana Inés de la Cruz. Como la obra era en el teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, me introduje apenas llegar en uno de los primeros teatros visibles, sólo para que me informaran que el teatro Julio Castillo estaba al fondo del lugar. En tanto desandaba mis pasos, pude escuchar, clara y distintamente, un ¡Bautista! ¡Bautista! que se repitió hasta cuatro veces. Y entonces lo vi: era mi amigo, aquel a quien había insultado en la mañana. Tras una rápida conversación, fui al registro de prensa de la obra en cuestión, sólo para regresar al lugar donde me lo encontré (llegué con por lo menos 40 minutos de anticipación). Entonces me despedí de él, y entré al teatro, a la obra a la que yo iba.
A pesar de que se afirme, en el boletín de prensa, que la obra “es representada como un juego áureo mediante un viaje sensorial en el que los espectadores decidirán si desean ir al cielo o al infierno, a la gracia o a Babel [con lo que] se busca recordar que, en su esencia, el teatro es un juego sagrado”, lo cierto es que dicha interacción del arte contextual nunca se lleva a cabo en toda la obra, que, por lo que pude ver, si es que en algo se distingue de la obra de Sor Juana, no es en la sobrecarga barroca de palabras en torrente, ese tipo de teatro en el que no es imposible que el espectador se distraiga, acaso ofuscado por dicha sobrecarga, sino en la “moral de la obra”; ese barroquismo al que me refiero, de hecho, es algo que contrasta con el aspecto inicial del proscenio: un par de tinajas de metal que, al menos por lo que yo recuerde, no son usadas en ningún momento, además de dos largas telas blancas que cuelgan dibujando una figura evocadora de portento escenográfico. Se podría decir que todo en la obra, la escenografía, el canto, la danza, el son jarocho, el vestuario, y demás, son perfectos, todo, pues, es perfecto en la obra salvo la obra en sí. No debería sorprender lo que digo, esto es, que el vestuario es perfecto (en cierto momento la directora de la obra nos invita a contemplar el cuerpo (la carne) de las actrices con toda la naturalidad y deferencia que podamos adoptar), ya que, por ejemplo, hay una intrigante camisa con inscripciones en árabe que, por lo que podemos adivinar por su parte trasera, significan: ¿Quién es el Dios que adoras? Sor Juana, preguntándose quién era Dios, en efecto, creó El divino Narciso, de cuya adaptación en el siglo XXI se mantiene la relación de que “Eco es Sor Juana, Sor Juana es Narciso, y Narciso es la persona de al lado”, aunque nunca aparezcan esas mujeres del siglo XXI con las que se supone, también en el boletín de prensa, se contrastarán las del siglo XVII en la Nueva España.
Una lucha entre el catolicismo (representado por una de las actrices) y la fe “pagana” de los pueblos prehispánicos, se desarrolla toda la primera parte de la obra con la canción “el dios de las semillas”, que se convierte en la misma letra pero con música “católica” en la parte final de la primera parte.
Como toda obra de carga moral, no serán infrecuentes las interpelaciones de las que alguien de entre el público deberá sentirse aludido, sobre todo si la mirada fanática de las actrices ya entradas en su personaje se posan fijamente en ese alguien. La obra, pues, es algo así como un juego de interpelaciones morales en que la Soberbia acusa a Narciso y Narciso acusa a la Soberbia. A esta Soberbia una tragedia le antecede: fue la más bella, pero renunció a su belleza, y ahora es ordinaria, a pesar de que represente el ser-angélico de la tradición rebelada contra Dios.
En lo personal, ya un poco harto del barroquismo del que he hablado, no pude evitar toser para ocultar mi risa, en una escena por demás solemne en que (todo sea dicho) la mejor de las actrices carga sobre su cabeza una pesada y larga rama, incurriendo en una comicidad involuntaria toda vez que dicha sobre-carga de solemnidad con una suerte de abuso simbólico que postula bellezas raras se manifieste varios minutos bajo la forma de dicha rama sin motivo aparente más que el de “representar a Narciso” la actriz que la carga, y como no es común que alguien con una rama en la cabeza (un loco) hable de pronto de forma tan solemne… como digo, tosí un poco.
La obra crece y crece en su barroquismo de forma tal que incluso los asertos escenográficos más evidentes, como un “camuflaje (genial) que pasa desapercibido para el hartazgo”, pasan, como digo, casi desapercibidos, a pesar de tener un enorme peso presencial.
Si gustas del lenguaje sobrecargado, que contenga, entre ellas, palabras como “protervia” e “impetrar”, te encantará esta obra de la que, en lo personal, yo salí para volver a encontrarme con mi amigo, quien venía con un miembro del reparto de Mar Dulce CinEscena, obra de la que esta crítica es recomendación, y con quienes finalmente pude emborracharme (con cervezas que, por casualidad, nos fueron ofrecidas en el teatro) para pasar, más bien, a querer entrañablemente cuanto vi en El divino Narciso.
El divino Narciso se presenta en el teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, del 31 de agosto al 24 de septiembre, los jueves y viernes a las 20:00 horas, los sábados a las 19:00 horas y los domingos a las 18 horas.
Por Jerónimo Gómez Ruiz
Fotografías de José Jorge Carreón e INBA