Para Andreas Ilg
I
En un conocido cuadro de Goya[1] –elaborado para decorar los muros de la Quinta del Sordo– Saturno aparece desprevenido ante nuestra mirada; encorvado y deforme devora entero el brazo de uno de sus hijos, que ya ha perdido la cabeza y su otra extremidad superior; la espalda y los muslos del muchacho nos muestran tristemente la perfección de un cuerpo que apenas alcanzada la juventud ha sido condenado a retornar a la masa informe de este mundo.
Esta pintura aparece como el producto de una síntesis perfecta en la que todos los elementos se revelan significativos y necesarios: el padre de los dioses surge del lodo primigenio y, despojado de toda humanidad, apenas resalta sedimentado como un conjunto de plastas entre el fango que lo circunda; todos los músculos de su cuerpo se contraen en el esfuerzo por desgarrar y consumir aquella carne cruda que albergaba a un ser vivo unos momentos antes, incluso los cabellos grisáceos del dios siguen el movimiento violento y desesperado de su mandíbula y su cuello; los dedos de sus manos se incrustan ansiosos en la espalda del hijo, el abdomen se contrae compulsivamente y las piernas se pliegan asentadas entre el miasma, tensas y seniles.
A primera instancia los ojos del dios parecen encajar en el conjunto; enajenados y despojados de toda conciencia nos observan desde el vacío dilatado de sus pupilas. Únicamente –y en este detalle reside la virtud del artista– un ligero y sutilísimo movimiento de su ceja izquierda nos revela su interior: Saturno está condenado, arrastrado por la horrible necesidad de devorar a sus hijos; siendo dios se encuentra atrapado en su propia materialidad cósmica, en el discurrir ineluctable del universo. ¿Podemos culpar a quien sólo prosigue el curso que le dicta su naturaleza?
Empero, Saturno se revela contra su destino en aquel detalle que en un principio nos parecería más atroz: ha comenzado por devorar la cabeza de su hijo despojándolo de toda conciencia e identidad; en un esfuerzo por contener la atrocidad lo ha convertido en simple materia inerte, dispuesta a ser consumida. Y este acto endeble y pudoroso –apenas una sutil distinción nos ha permitido percibirlo– marca el origen de la superioridad moral de Saturno que surge del breve y reluctante espectro de su voluntad.
II
Durante una época de mi vida la visión de esa imagen me perturbó, pues ante su descarnada plasticidad no lograba extraer ningún significado; cada vez que intentaba aproximarme a ella era expulsado violentamente y sólo conseguía observarla atraído por una fuerza que no alcanzaba a comprender.
Como es natural, con el tiempo me olvidé de aquel cuadro de Goya, pero hace poco ciertos indicios surgieron sin premeditación de una fuente inesperada. Ahora quiero apuntar mi descubrimiento, el cual quizá no sea tanto una revelación como una interpretación, una convicción interna.
El primer indicio provino de mis estudios sobre idealismo trascendental, al descubrir que Friedrich Schiller realizaba una breve referencia a Saturno en Sobre la educación estética del hombre (Über die ästhetische Erziehung des Menschen, 1795). En este conjunto de escritos el padre de los dioses es presentado como la materialización de una naturaleza mecanizada y sin conciencia. Para Schiller, los griegos, que en los primeros tiempos carecían de conceptos, habrían de representar sus intuiciones a través de principios sensibles que las altas estirpes de la Hélade encarnaban en sus divinidades: “Las narraciones poéticas de las primeras edades representan estos acontecimientos interiores del hombre como una revolución cósmica del mundo exterior; y el pensamiento, vencedor de las leyes del tiempo, lo concretizan en la imagen de Júpiter, que pone término al reinado de Saturno”.[2] Según la interpretación schilleriana los procesos internos –mediante los cuales el hombre adquirió conciencia– se proyectaron en las historias de los griegos bajo la forma de una confrontación entre los antiguos y los nuevos dioses, y en la derrota de Saturno el hombre resistió a las fuerzas acuciantes de la naturaleza para instaurar su voluntad.
La exigencia de que la estructura argumentativa de los escritos de Schiller respondiera a los principios de la filosofía kantiana, provocó que el dramaturgo fuera incapaz de transgredir ciertos límites y lo imposibilitó para honrar a la materialidad primigenia que es al mismo tiempo el fundamento de lo que somos. Así, la libertad en su pensamiento se elevó en detrimento del cuerpo y del espíritu; de ahí que la explicación de Schiller sobre el declive de Saturno –la cual tenía como finalidad el encumbramiento de la libertad humana sobre la causalidad de la naturaleza– no alcanzaba a tocar la fibra misteriosa que el cuadro de Goya había despertado en mi interior, pero gracias a su intermediación había dado un paso decisivo hacia ella.
Friedrich Hölderlin –quien durante sus primeros años como poeta consideró al dramaturgo su mentor– descubrió pronto los límites del pensamiento de Schiller, pues a pesar de su maravillosa búsqueda de la libertad, para éste lo suprasensible sólo podía estar suscrito a las acciones de la humanidad, de ahí que no fuera capaz de concebir a Saturno como una entidad que reflejara una realidad primigenia. Hölderlin, por su parte, expuso estas tensiones en su poema “Naturaleza y arte o Saturno y Júpiter” („Natur und Kunst oder Saturn und Jupiter“, 1800), que traduzco así:
Naturaleza y arte o Saturno y Júpiter
Imperas en lo alto del día, y florece
tu ley: tú sostienes la balanza, ¡hijo de Saturno!
Repartes el destino y feliz descansas
en la gloria de artes soberanas e inmortales.
Sin embargo –según cuentan los rapsodas–,
expulsaste al abismo a tu padre divino,
quien aúlla sin descanso en las honduras,
ahí donde yacen por tu ley los salvajes;
prevalece el dios inocente de épocas doradas:
antiguamente infatigable, y tan grande como tú,
aún sin pronunciar ningún mandamiento
y sin que ningún mortal lo invoque por su nombre.
¡Desciende pues!, o ¡no te ruborices de gratitud!
y si deseas permanecer, sirve a tus antepasados,
no envidies que a él antes que a todos,
dioses y hombres, el rapsoda lo nombre.
Entonces, como de las nubes tu rayo,
así deviene de él cuanto posees; ¡mira!
así se revela suyo lo que usurpaste,
y de la paz de Saturno creció todo poder…,
y cuando en mi corazón surge por vez primera
un vívido sentimiento, y se esclarece lo que formaste,
y en su cuna, en mi deleite,
había despertado el cambio del tiempo:
Entonces te reconozco, ¡Crónida!, entonces te escucho
sabio maestro, quien, como nosotros,
un hijo del tiempo, otorga leyes y predica
lo que el sagrado crepúsculo preserva.[3]
Natur und Kunst oder Saturn und Jupiter
Du waltest hoch am Tag und es blühet dein
Gesetz, du hältst die Waage, Saturnus Sohn!
Und theilst die Loos’ und ruhest froh im
Ruhm der unsterblichen Herrscherkünste.
Doch in den Abgrund, sagen die Sänger sich,
Habst du den heil’gen Vater, den eignen, einst
Verwiesen und es jammre drunten,
Da, wo die Wilden vor dir mit Recht sind,
Schuldlos der Gott der goldenen Zeit schon längst:
Einst mühelos, und größer, wie du, wenn schon
Er kein Gebot aussprach und ihn der
Sterblichen keiner mit Nahmen nannte.
Herab denn! oder schäme des Danks dich nicht!
Und willst du bleiben, diene dem Aelteren,
Und gönn’ es ihm, daß ihn vor Allen,
Götter und Menschen, der Sänger nenne!
Denn, wie aus dem Gewölke dein Blitz, so kömmt
Von ihm, was dein ist, siehe! so zeugt von ihm,
Was du gebeutst, und aus Saturnus
Frieden ist jegliche Macht erwachsen.
Und hab’ ich erst am Herzen Lebendiges
Gefühlt und dämmert, was du gestaltetest,
Und war in ihrer Wiege mir in
Wonne die wechselnde Zeit entschlummert:
Dann kenn’ ich dich, Kronion! dann hör’ ich dich,
Den weisen Meister, welcher, wie wir, ein Sohn
Der Zeit, Gesetze giebt und, was die
Heilige Dämmerung birgt, verkündet.
Hölderlin escribió este poema a finales de 1800, durante una estancia en casa de su amigo Christian Landauer, en Stuttgart. Según nos relatan sus biógrafos, aquélla fue para el poeta una época de una paz profunda y reparadora –una pausa en su vida atormentada– que le permitió enfocarse en la escritura de sus grandes elegías y superar la sombra de Schiller que se cernía sobre sus producciones tempranas.
En “Naturaleza y arte o Saturno y Júpiter” Hölderlin retoma el primer impulso de los antiguos griegos que Schiller ya había señalado, y presenta a Saturno como el fundamento material de la vida: Saturno –la naturaleza, la fuerza de que dimana la totalidad–, en la antropofagia de su descendencia, impedía la emancipación de los hombres; todo intento por liberarse regresaba invariablemente a su fuente para sumirse en la inconciencia, toda acción tendía a someterse a la necesidad y al ciego impulso del instinto.
La rebeldía del hijo –que separó finalmente las esferas de la naturaleza y del arte al introducir la actividad del hombre– relegó a Saturno a los abismos, más allá del crepúsculo, donde el poeta aún lo recuerda. Sin embargo, puesto que Júpiter es sólo una fracción de la totalidad, su fuerza se encuentra enraizada en la edad de oro, en la unión primigenia e inocente –Schuldlos, literalmente: sin culpa–; en otras palabras, Júpiter guarda el recuerdo de su origen en la incesante actividad de configurar el mundo, y por su intermediación Saturno aún desciende hasta nosotros, pues mientras uno es la fuerza de la cual dimana la totalidad, el otro es el rayo que desciende hasta los hombres.
Júpiter, en la incesante actividad a la que está destinado, lleva a cabo –quizá sin percatarse– la voluntad de Saturno, y el poeta recibe la emanación divina y reconoce su fuente oculta en el crepúsculo, con lo cual descubre su propio destino en la revelación del origen.
III
Una profunda ambigüedad recorre el poema de Hölderlin, el cual sólo en apariencia se oculta tras una estructura concreta y bien delimitada; dicha ambigüedad permite el tránsito de un plano a otro, de una realidad a otra.
Las tres primeras estrofas siguen una lógica precisa: a través de la ley (Gesetz) –de la actividad mental que separa y clasifica– Jupiter, quien reparte el destino (theilst die Loos’),[4] ha arrojado a su padre al abismo (Abgrund), en donde será preservado sin mácula a pesar de la incesante actividad de este mundo.
Dentro del equilibrio del poema la cuarta estrofa marca una cesura al revelar que el poeta invoca a Júpiter para anunciar a los hombres la existencia del padre, aquel a quien ningún mortal ha llamado por su nombre („der Sterblichen keiner mit Nahmen nannte“), pero que prevalece entre la humanidad proyectado en el rayo de su hijo.
La sexta estrofa marca la inversión del orden mediante el cambio del tiempo (die wechselnde Zeit) que remite al origen (a la cuna: Wiege) y devendrá en un doble impulso en la estrofa final.
Hölderlin ha dispuesto todos los elementos para este instante: Saturno irrumpe bajo la efigie de Cronos, ya que se ha convertido en tiempo; sin que nos percatemos la ambigüedad sintáctica del poema –pues, ¿a quién está apelando el poeta?, ¿quién es aquel sagrado maestro (den weisen Meister) que como hijo del tiempo (Sohn der Zeit) otorga leyes y proclama el secreto que yace oculto en el crepúsculo?– nos ha conducido al anverso de la realidad en que prevalece lo originario; nos encontramos en un territorio que se extiende bajo el signo de Saturno.
Considerado biográficamente, el poema permite un doble desplazamiento: por un lado, reivindica a Saturno no sólo como fuente, sino como finalidad de la actividad conjunta del universo; por el otro, libera al poeta de la constricción de su mentor, porque Hölderlin encuentra un enclave en aquel origen al que Schiller fue incapaz de remitir y lo reclama como el territorio de su actividad poética.
Así, el gesto de Saturno que describí al interpretar la pintura de Goya –aquella terrible faz que se encuentra encadenada a sus apetitos– revela a la vez el misterio de la vida que prevalece detrás de la creación: la materia se expande inmensa en los abismos hasta que, inesperadamente, surge de ella la vida y, más tarde, la conciencia.
Empero, la vía señalada por Hölderlin contiene también un desplazamiento hacia nosotros, pues, por terrible que parezca, el gesto de Saturno es también el milagro en que resplandece con toda su fuerza el primer acto de conciencia, y los ojos que nos observan desde la bruma primigenia ya no se encuentran vacíos.
Por Adrian Leverkühn
[1] Saturno devorando a sus hijos (1819-1823), perteneciente a la colección de Pinturas negras.
[2] Friedrich Schiller, Escritos sobre estética, Tecnos, Madrid, pp. 195-196.
[3] Esta traducción fue revisada por mi querido amigo, el anglicista Yannick Bautista, quien realizó sugerencias pertinentes y enriquecedoras, con lo cual el poema ganó fuerza sin perder las particularidades que yo deseaba conservar, específicamente se trata de un cierto grado de ambigüedad en las últimas estrofas del poema que, por lo general, ha sido sumamente problemática tanto para traductores como para exégetas, y en la cual se centra precisamente mi interpretación.
[4] En tanto el destino moral del hombre consiste resistir a la naturaleza, en determinarse por sí mismo.