Inmóviles piezas del Museo de San Carlos

MNSC-4El caos provocado por un partido universitario, los ciclistas aglutinándose sobre Reforma y la terrible indecisión que sufrimos los habitantes de la Ciudad de México al escoger: una chamarra, o un paraguas o nada, para salir ante una engañosa tarde de febrero, fueron motivos suficientes para llegar tarde a la visita.

Mi amigo y socio in too many crimes me esperaba en un asiento de piedra y rodeado de sombras tropicales (“Tú también eres oh palma! / En este suelo extranjera…”). Nos saludamos, y tras escuchar un breve reclamo de su parte, crucé con él la calle hacia el edificio que era nuestro destino.

Un dulce retraso nos esperaba. Después de la paquetería y ya enfilados hacia la sala principal, una mujer nos invitó a la degustación de miel, y productos por el estilo, que se ofrecía en la cafetería. En una pequeña mesa había frascos del color del ámbar y también algunos por donde se entreveía un líquido muy espeso que me hacía pensar en la mostaza de Dijon. Finalizado el acto publicitario y prometiendo mentalmente volver y comprar el néctar de nuestras bicolores hermanas abejas, entramos a la única exposición que veríamos aquel día sólo para agruparnos casi inmediatamente y comenzar la visita guiada.

Sería la tercera o cuarta vez que acepto ser miembro del redil que es sometido a las explicaciones y comentarios de la gente del museo. Al igual que en el cineclub, se congregan aquí no pocas personas hambrientas de atención. A mí me provocan un desinterés que me hace alejarme “harto de sus palabras insustanciales”. Poco me interesa si le gusta a alguien, o si le parece muy interesante a aquel, o si la señora de sombrero y gafas oscuras (mal) no entiende el porqué de la obra en cuestión. Comenzó el diálogo, mi amigo y yo callamos prudentemente, hasta el momento en que las preguntas de nuestra guía comenzaron a ser específicas y el silencio invadió a los parlanchines.

R…  es un hombre de más bien corta estatura, ojos tranquilos de un color que no sabría explicar y afecto, como yo, al buen comer y los licores fuertes. Iba vestido con zapatos deportivos, gorra y pantalones cortos estilo surfista. Diría que es el atuendo perfecto para no salir de visita a una galería, pero, esa mañana, a pesar de las apariencias, nos sorprendió a todos. Fue un olímpico.

Rubens Cumberland1

Comenzó con la Vírgen de Cumberland de Rubens, resaltando los detalles que ennoblecían el cuadro, en los grabados de Goltzius hizo una perfecta relación entre Las tres Gracias y la inmejorable obra de James Joyce; luego, en la pintura donde todo era flores (inclusive los animales lo eran) habló sobre los grados de imposibilidad y de las estaciones. Pero fue con Van Dyck, con el alumno prodigio, con el que nos hizo ver a todos en ese grupo como ignorantes superlativos.

Tendría que haber recordado que no era desconocedor del tema y que más de un motivo sentimental lo convirtió en pintor de ocasión.

“El retrato es el símbolo de una afortunada eternidad” sentenció mientras observaba detalladamente las dos últimas piezas de la exposición.

Mientras agregaba tres cucharadas de miel al agua caliente y cebaba el mate en la cafetería, algo me confesó de la súbita y extraordinaria revelación intelectual que había experimentado estando en comunión con los maestros flamencos.

—¿No las viste? —me preguntó.

Y ya sospechaba de su referencia a dos jovencitas morenas, muy bien vestidas y que exhalaban Ange ou Demon de Givenchy mientras se movían en la visita guiada. Del placer que surge de la belleza…

Restos del pulgarazo de rapé se aferraban a sus rubios bigotes, abajo, el pecho henchido de confianza y satisfacción, como una especie de gallipavo.

 
Por Julián Guía
 

Written by La Mascarada

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