No son exclusivas las imaginaciones que conciben a un estado totalitario, donde las pasiones, dudas, efervescencias y dolores del individuo pasan a un ámbito indeterminado sin importancia, cumpliendo el ciclo de la obediencia y la anulación. No son exclusivas en la imaginación porque no lo son en la realidad. Desde que el hombre se organiza como cuerpo estatal, como gobierno, la ley actúa como una legitimación del poder y sus intereses. Si para ello tiene que disolver la fuerza de resistencia creativa del furor personal, que así sea.
En Leviathan (2014), largometraje de 140 minutos dirigido por Andrey Zvyagintsev, acudimos a la depredación de la legalidad, al reptante y degradado proceder oficial del estado y sus riquezas legitimadas por el aparato jurídico siempre corruptible; a la exhibición de la angustia alcohólica irresoluble de las víctimas individuales, que ven el esfuerzo de su vida entera aplastado por una ráfaga de arbitrariedad y cerrazón funcional, operativa, donde el cinismo tiene rostros y pesos específicos, y el crimen impune es el apellido de toda procedencia.
Kolya es un hombre de campo que ha construido una hermosa casa en su terreno cercano al mar. Casado con Lilya, una mujer más joven que él, toda ligera belleza y profunda claridad ante el trabajo de vivir, intenta revocar la sentencia de despojo, que determina la liquidación del terreno con el 14% de su valor real, para desmoronarse contra una pantalla de retórica leguleya inclusive ridícula y avasalladora en un procedimiento que no admite interrupciones, dobleces o preguntas.
Dmitriy, abogado y amigo de la familia, aparece entonces como el médico de La peste de Albert Camus, un hombre racional en la persecución de la lucidez y la justicia, capaz, desde sus herramientas profesionales, de arrinconar al alcalde amenazador y recubrir el caso de una tranquilizadora e iluminada posibilidad de equilibrio. Toda por supuesto ilusión, apenas antesala para la absoluta ruptura.
La razón esclarecedora contiene también a un hombre emocional, sexual, donde no todo es discurso y comprensión empática, sino también la pulsión de la apetencia y lo sudoroso que hay en las personas. El homo sapiens y su volcadura en la demencia. Una mujer que decide liberar su ahogo en la aventura amorosa, voluntad del cuerpo y de la hinchazón del espíritu: encarnación de toda la seriedad de una sonrisa placentera. Anuncios del quiebre.
Luego, el verdadero rostro de las cúpulas no perpetuadas por amabilidad: la extorsión, la amenaza de muerte, la fabricación de pruebas, las condenas inapelables. Kolya lo perderá todo, incluido a su hijo adolescente, por el simple hecho de estorbar a la vía mayor del progreso fáustico y su depredación ordenada en millones de elegancia y apariencia negociable. El cabecilla de la iglesia ortodoxa es algo más que el confesor íntimo del alcalde y sus preocupaciones de control y flujos de dinero: cómplice perpetuo de la operación expropiatoria, combustionado de beneficios específicos a conocerse.
Viene entonces el núcleo poético y temático de la película: ¿es el Leviatán el monstruo bíblico con el que Jehová responde al desafío de Job, diciendo: no invoques aquellas fuerzas cósmicas que desconoces, no trates de oponer tu minúscula esencia al peso tronante del globo y sus monstruos que se desdoblan más allá de lo humano? O bien, ¿es la estructura rígida, impersonal y totalitaria de Thomas Hobbes, donde la oposición del amor, con sus vicios, la familia, con sus lesiones, la ternura del tesón y el deseo pacífico de ser, son sólo aspectos de una subordinación necesaria, histórica e inapelable?
Sin duda, estamos frente a una película de desgaje profundo, magníficamente escrita, dirigida y actuada, sin consuelo para los corazones de franca confianza en los suspiros.
Por Samuel Esteban Cortés Hamdan