Aunque Landrú y la mano del comandante Aranda cuenta con la participación de nueve actores, cuatro músicos, cinco encargados de los aspectos tras bambalinas, y contó con el trabajo en el laboratorio vocal para artistas escénicos, además del de una experta en partituras ―o debido precisamente a eso― la obra se sucede con un efecto de sobriedad, sin lugar a aparatosas desmesuras, en la que el sentido esencial del teatro combinado con la efectividad de la opereta producen una obra memorable en la que hay un culpable: Landrú, por una parte, una mano que se mueve por sí sola, y que perteneció al comandante Aranda, mano que bien pudo haber sido la inspiración de Francisco Tario para escribir Dos guantes negros —Landrú y la mano del comandante Aranda, de Alfonso Reyes, se estrenó en 1964— una víctima ―Marta Verduzco, que, después de más de 43 años actúa en esta misma obra de cuyo elenco en la puesta en escena original formó parte, y que fue quien dirigió el montaje en esta ocasión― y un corro de inolvidables monjas, policías con aspecto de azafata, y actrices de cabaret.
Desde que la obra comienza, se hace un llamado al silencio absoluto: no porque estemos en el teatro, sino porque en esta ocasión la presencia teatral se impone con un matiz de potencia actoral, que en ningún momento es desilusionado. Un teatro pequeño ―El Galeón, en el Centro Cultural El Bosque— o, más que pequeño, suficiente, si no es que bastantemente íntimo, que permite apreciar los gestos de los actores, que actúan como verdaderos elementos comunicacionales, se combinan con una increíble presencia actoral y sentido de la efusividad teatresca, teatral y teatrónica. A este fenómeno de psicología en acción, se le suma una exuberante precisión lingüística en una serie de planteamientos iniciales de orden diríamos filosófico que se sirven de una materia común a todo mundo para reflexionar, haciendo del tema (y elevándolo a alturas insospechadas) —la mano― un pretexto para desarrollar por lo extenso un informe de orden erudito: por medio de una sincronía actoral que se torna una especie de lo que conocemos como cápsula informativa, o mejor dicho, que se torna una especie de compendio enciclopédico, accedemos a regiones del conocimiento, la sensibilidad y el impacto que sólo el teatro en estado puro combinado con la más pura opereta pueden lograr. Por si fuera poco, hay una simbiosis exacta entre el acto y la música, una personificación del acompañamiento musical que hace de la escena un asunto animoso regocijante de ver. El encomio, diríase la apología del uso de la mano como ejecutora de bienes espirituales, se torna, pasando por la frontera de modo imperceptible, a sus aspectos escatológicos ―como rascarse las nalgas— pero es también el encomio, diríase la apología de su vitalidad instintiva uñas incluidas. Las reflexiones corren a cargo de un corro de monjas que se emborrachan fácilmente con rompope y adquieren en pocos segundos el éxtasis y la profundidad de la ebriedad. Pero es no sólo durante su intervención que una como obligatoriedad palabresca o palabratológica implica una atención constante y sistemáticamente satisfecha que le es inherente al oído cuando es complacido de modo irrefragable. El hilo de esta borrachera de monjas va llevando al descubrimiento del desengaño connatural a las tristezas del alcohol, y a la “noche de reconsiderar lo trágico con ojos iluminados o brillantes”, pero, más importante aún, a ese desengaño le sigue el reclamo de la catarsis.
Como si no fuera suficiente, el cambio de escena es abrumador: hay en la obra incluso un inquietantísimo motivo, el de unos cuantos versos que parecen haber sido escritos desde siempre, y que fungen como la puerta de entrada al misterio absoluto, por ser tan crípticos como sugerentes.
Durante su puesta en escena original, la obra mereció críticas furibundas y críticas entusiastas y animosas. Jorge Ibargüengoitia, por no decir menos, decidió enfadarse con Alfonso Reyes en su El Landrú degeneradón de Alfonso Reyes. Pongamos por caso las palabras con las que habla del inició de la obra:
«El Preludio en la Soledad, que es la primera parte de la pieza, es una especie de monólogo de un Segismundo cincuentón e intelectual, que lo mismo puede llegar a ser asesino notable que director del Colegio de México.»
Un poco antes, Ibargüengoitia había escrito que:
«Los veinticuatro años que transcurrieron entre que Reyes comenzó la opereta que nos ocupa y dejó de ocuparse de ella, no fueron bastantes, porque la obra no está terminada, sino apenas comenzada.»
Alfonso Reyes, en efecto, empleó veinticuatro años en escribir la obra: inició la escritura de su opereta en Buenos Aires en 1929, y le puso fin en México en 1953.
Acaso lo más alarmante de la crítica del señor Ibargüengoitia, sean estas palabras:
«¿Quién hubiera imaginado, por ejemplo, que Marta Verduzco, una muchacha tan apetitosa, haría un policía tan siniestro?»
De entre las críticas favorables, destaca, por no decir menos, la de Carlos Monsiváis.
La obra es una farsa en torno a la figura de Henri Desiré Landru, quien cometiera asesinatos en serie de viudas ricas en la Francia de principios del siglo XX. La profundidad psicologizante queda evidenciada por la intención de comicidad más que por el estudio científico del asesino.
Landrú y la mano del comandante Aranda se presentará en el Teatro El Galeón, del Centro Cultural El Bosque, del 22 de marzo al 16 de abril, de miércoles a viernes a las 20:00, los sábados a las 19:00 y los domingos a las 18:00. No habrá función los días 13 y 14 de abril. Entrada general: 150 pesos. Jueves al teatro: 30 pesos. Viernes en bici: 45 pesos. Se aplican descuentos.
Por Jerónimo Gómez Ruiz
Fotografías de Sergio Carreón Ireta