En más de una ocasión, he leído que el jurado que otorgó el IX Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón (2022) a Botas rusas, del escritor cubano-mexicano radicado en Cancún Agustín Labrada, fue ganado por lo excepcional del contexto donde se sitúa el relato: la primavera de 1979 en una provincia del oriente cubano.
Socialismo tropical, subdesarrollo, adolescentes que intentan abrirse a un mundo de sensaciones inéditas para lo que deben sortear la pobreza, el desapego emocional de las familias, la ebullición de las hormonas, un canon preceptivo hecho de rigideces ideológicas, actividades comerciales asombrosamente ilícitas, atisbos de lo que puede ser una incipiente estratificación de clases y, por ahí para allá, hasta donde dice конец.
Nada más insustentable. Los textos narrativos que alcanzan alguna notoriedad parten de buenas historias, expuestas con mayor o menor maestría, pero nunca el contexto llega a ser otra cosa que el ámbito donde se desarrollan los sucesos que se relatan. Ciertamente, este puede presentarse inédito o inusitado, pero jamás alcanzaría a suplantar la cadena de sucesos dramáticos que todo relato ficcional exige.
Sirva lo anterior para fijar que Botas rusas es una buena novela no porque ocurra en la Cuba de finales del pasado siglo, sino porque su autor ha sabido, con solvencia narrativa, develarnos un mundo que, no por conocido, deja de ser atractivo.
Héctor y Rony, dos adolescentes de la ciudad de Holguín, esperan junto a sus condiscípulos, al borde de la carretera, que pase la caravana que conducirá a Tódor Zhivkov, presidente búlgaro de entonces. Deben saludarlo agitando banderas y profiriendo consignas que nada tienen de espontáneas. La escena se ha repetido con dirigentes vietnamitas, soviéticos, alemanes, africanos… Horas de interminable espera al sol cruento. Y, luego, el paso fugaz de los autos en fila y sus escoltas.
Pero nuestros dos personajes van encontrar, entre la maleza, un tesoro: un saco con granos de café que, al parecer, algún comerciante furtivo camufló para que no cayera en manos de la policía. Sembrar café en Cuba no es un delito; venderlo a otro actor que no sea el gobierno, sí. Así era entonces. Así es justo en el momento en que redacto estas líneas, 45 años después de los hechos narrados.
Lo importante no es lo que encontraron los jóvenes, sino lo que pretenden hacer con eso: venderlo al menudeo para ayudar a mejorar las condiciones de vida de la abuela (Rony) y para comprar un par de mocasines italianos (Héctor) que emparejen al muchacho con la condición social de la damita desdeñosa que pretende. Van a delinquir, van a “luchar” para paliar sus necesidades del único modo a su alcance: robando a un ladrón. ¿Conseguirán los cien años de perdón que promete la popular conseja?
No voy a incurrir aquí en spolier. Sólo diré que Héctor odia sus eternas botas rusas y que culpa a estas por su mala fortuna con las muchachas, aunque aspira a una en particular, Ana, hija de un funcionario de auto refulgente y guayabera impoluta. Se trata de una bildungsroman o novela de aprendizaje. Nuestros héroes pasarán, a lo largo de 135 páginas de la niñez a la primera juventud, comprobarán la solidez de la hermandad escogida y participarán en ritos iniciáticos tan definitivos como el descubrimiento del amor carnal.
Como es de rigor, los adolescentes reniegan de la escuela y sienten que no son comprendidos por sus familiares que, entre otras cosas, abominan de sus gustos musicales, que concentran canciones y grupos en inglés, también tenidos por la oficialidad como manifestaciones perniciosas de diversionismo ideológico. Es, en síntesis, la música del enemigo, sin pararse a discernir que los Beatles eran ingleses como los Bee Gees y que Boney’ M, aunque de bandera alemana (occidental), estaba formado por músicos caribeños. Todos eran de allá, del otro lado del charco, donde el enemigo acechaba para apropiarse del deprimido archipiélago cubano.
Es difícil no relacionar a Agustín con los personajes que narra. En el año en que ocurre la historia él tenía 15, de modo que habla de lo que fue su marco existencial, y seguramente ha puesto hechos y pensamientos propios en varios de los adolescentes que nos muestra. Ya sabemos que el autor no es la voz narrativa, como también conocemos que el laboratorio de los escritores, su principal materia prima, es su propia vida.
Lo importante aquí no es que los hechos sucedieran en realidad, que eso no agrega valor artístico a la obra, sino que tienen la realidad del arte o, lo que es lo mismo, que el narrador logró armar un universo coherente y creíble al que no sólo nos podemos asomar, sino también habitar durante las horas que dure la lectura, con un entramado de personajes que actúan con la coherencia que exige ese mundo ficticio, en un marco de belleza agreste, contradictoria, nutrida por las fealdades del diario existir, pero marcada por la ilusión de que todo, hasta la dolorosa adolescencia, pasará, y que esos añorados mocasines, que trajo hasta nuestras playas un marino anónimo, un día dejarán de ser un trofeo o un símbolo de filiación ideológica alguna, sino la simple y llana normalidad donde Héctor y sus amigos puedan, incluso, escoger en ciertas ocasiones calzar las botas rusas.
Por Alex Fleites