En una tibia noche Andrea se encontró escondida en una esquina observando al Gélido. Él se veía como una enorme masa negra y amorfa. No alcanzaba a distinguir si esa deformidad era dada por la cantidad de telas y bolsas que cargaba, parecía que le crecían por todos lados. Se convenció de que era por ambos objetos, y no porque el tipo fuera un monstruo.
De súbito, el Gélido giró hacia Andrea. Ella de inmediato se ocultó pegando en la pared lo único que había dejado visible mientras lo vigilaba, su cabeza. Quedó sin poder verlo, tanto que su instinto le cerró los ojos. Estaba segura de que si se quedaba ahí quieta el vagabundo no notaría su presencia. Seguía escuchando los ruidos que hacía él en los escombros que escarbaba. A los segundos, también sin pesarlo mucho, abrió los ojos y vio que tenía a un centímetro su gigantesca cara. Quedó sin respiración, cataléptica.
Podía deducir que era su cara sólo porque dentro de esa masa oscura brillaban unos amarillos y furiosos ojos. Andrea se asfixió al sentir su aliento sobre ella, demasiado caliente y putrefacto para ser humano. Mantenerle la vista aceleraba su respiración, una crisis de pánico empezaba a desarrollarse. No quería tiritar ni llorar. Intentó suprimir por completo el reaccionar de sus músculos. Era evidente el odio y el poder que emanaban de él.
Si no hacía algo pronto, a lo menos, se desmayaría por la crisis y podría perder la conciencia. Se esforzó por encontrar el último impulso de supervivencia y, sin pensarlo dos veces, se deslizó rápido por la pared para correr una vez que se despegara de él. Pero no alcanzó a moverse ni un centímetro cuando el Gélido la tomó con sus enormes y sucias manos, con una fuerza tal que crujieron sus huesos. Andrea gritó de dolor cerrando los ojos.
Por Claudia Readi y Michael Rivera Marín