Su cuerpo se pegó al mío, el perfume entró por mis poros. El sudor de su pecho se unió al de mi espalda. Puso su mano sobre la mía, impidiendo que yo la separara del tubo.
Su respiración sobre mi cuello, al escuchar su voz.
—¿En dónde bajas?
Levanté los ojos. Lo vi proyectado en el cristal de la ventanilla. Muchísimo más alto que yo. Ancho de espaldas. Se distinguía entre todos los demás pasajeros reflejados en el cristal.
—Aquí bajo.
Creí que dejaría mi mano libre, pero la tomó, sacándome a toda prisa del vagón.
Caminamos por el andén.
En la puerta, un policía.
Cuando pensé en gritar, ya estábamos en las escaleras, casi en la calle.
Dimos la vuelta en la primera esquina, como si el tipo supiera a dónde iba yo. Estaba oscuro, nadie en la calle. Me soltó la mano. Podía correr. Era una mala idea, mis tacones de aguja no me llevarían a ningún lado.
Caminó a mi lado, sin decir nada. Me detuve y lo enfrenté. Sonrió lanzándose contra mi cuello y mis hombros. ¿Pensaba desnudarme en la calle? En menos de un beso estaba contra mí, recorriendo con sus manos cálidas y duras la ausencia de mis ideas, la incoherencia de mis pensamientos.
Me levantó en vilo y, cuando empecé a tener conciencia, descubrí que estábamos en el cuarto del placer, él y yo, desnudos. Su lengua más cálida que sus manos, pero sus manos más duras y fuertes pasaban por mi cuello con demasiada insistencia.
Temor.
¿Qué hacía yo ahí?
Una ranura se dibujó en mi cerebro. ¿Era él? Correspondía al retrato hablado. Su espalda era el entorno más grande que yo hubiera acariciado, su boca el instrumento de succión más delicioso que puede llevarla a una a otra nebulosa.
Era él.
Y empecé a tener conciencia de que yo podría pasar del placer al dolor y a la oquedad del ser, al vacío, la oscuridad.
Empapado en sudor, lo vi cerrar los ojos, dejarse ir hacia el espacio abierto de los sueños.
Bajé mis pies de la cama, sin hacer ruido, con cuidado, con mucho cuidado. Me di cuenta de que habíamos quedado con la cabeza en los pies de aquella cama.
Mis medias estaban en el piso.
Una lazada rápida y las até a su cuello, haciendo columpio entre los barrotes de la cama.
Alcancé a escuchar un sonido gutural, unas patadas.
Salí sin voltear a verlo.
Corrí hasta la puerta de aquella vivienda, a medio vestir, con los zapatos en la mano. Tratando de no ser vista por nadie, crucé el patio. El aire no logró calmarme, seguía impregnada de su olor. Debía recuperarme y finalmente sentirme bien: esa semana había librado a muchas mujeres del tercer terrible y peligroso estrangulador del metro.
Por Gabriela Ynclán