Tres calas en la poesía “rara avis” de Ferrer Lerín (segunda parte)

Segunda aproximación (acerca de la metáfora y del imperio de los nombres)

 

Analizar correctamente las metáforas de un gran poeta como Ferrer Lerín requiere obviamente mucho tiempo y espacio. Sólo nos propondremos esbozar ahora algunas orientaciones y pistas reflexivas esperándolas de algún interés para los lectores del vate ornitólogo. Como se sabrá, la metáfora desempeña un papel eminente en la poesía moderna, desde Baudelaire por lo menos. No se trata de apreciar –no existen instrumentos de medida para ello– la mayor o menor creatividad u originalidad de un poeta respecto a otros, sino de comprobar la ingeniosidad, la diversidad y la intensidad de un lenguaje metafórico dado, en nuestro caso el de Ferrer Lerín en su obra completa en 2006: Ciudad propia. Poesía autorizada.

Así que muchas metáforas suyas podrían evocar más o menos las de los novísimos, los poetas que publicaron sus obras a finales de los sesenta y durante los setenta, es decir presentar cierta semejanza con las suyas, pero que no se olvide el juicio de Pere Gimferrer antes señalado, según el cual fue Ferrer Lerín “pionero y fundador” de “la escuela novísima”. O sea que mejor sería proceder al revés, y resultaría más justo ver en qué medida las metáforas de los novísimos se parecen más o menos a las de Ferrer Lerín, y no lo contrario. De todos modos, ya se conocen bastante las características, los intereses y las imágenes favoritas de dicha generación poética de los novísimos (expuestas, por ejemplo, en las páginas alumbradoras y definitorias que les consagró Marie-Claire Zimmermann en Poésie espagnole moderne et contemporaine) para que uno pueda darse cuenta de lo que les reúne y separa de Ferrer Lerín. Sólo nos contentaremos con exponer dos ejemplos entre muchos, de modo algo aleatorio en verdad. Primero, tomemos el poema de La hora oval que se intitula “Pavana del príncipe alado” que nos gusta por varios motivos y conviene transcribir aquí íntegramente:

 

La rosa móvil del jardín afgano

despide arrobos de frambuesa y miel

enciende suave un perfil romano

e infunde azahares a la tersa piel.

 

Su rara fragancia de estival aroma

prende ruborosa en la tela azul

cálida perfuma un cuerpo que toma

el tono morboso de un juego de boule.

 

Esas son historias de crímenes lentos

de dulces pasiones a un ritmo de vals

que cuelgan gonfladas de sutiles vientos

sólo molestadas por lienzos de Hals.

 

Descienden las damas trinando maitines.

En el vidrio santo vuelan serafines.

 

Antes, con el poema intitulado “Barbarella” se le proponía al lector un ambiente refinado en un mundo aparentemente (¿y falsamente?) pretérito de “fieros caballeros” y “sus damas, / con labios de fibrina”, princesas y validos, donde “Las flores sombreadas se adormecen”. Sin embargo, “Barbarella” no puede dejar de aludir a un famoso cómic de 1962 creado por Jean-Claude Forest en el cual se trata más bien del futuro (la aventura pasa en el año 40.000), de extraterrestres y de la liberación sexual de la mujer (la heroína tiene las facciones de Brigitte Bardot…). Asimismo, que se piense en la película no menos famosa de Roger Vadim también llamada Barbarella (1968), con Jane Fonda (que se parece a Brigitte Bardot). Y es un poema con endecasílabos y rimas consonantes, lo que no es corriente en la poesía en verso de Ferrer Lerín. Y después de “Pavana para el príncipe alado” figura el poema en prosa que se intitula “La mano”, muy inquietante, de atmósfera turbia, violenta, criminal.

Volvamos a “Pavana para el príncipe alado”: por la proximidad con “Barbarella”, y si se piensa en la historia del cómic, el “príncipe alado” bien pudiera ser Pygar, un ángel… A los novísimos bien se sabe que les gustaban los viajes, lo exótico, la cultura camp. Pues con este soneto –si lo es– de hechura muy particular (el poema brinda los catorce versos característicos de un soneto, pero rompe Lerín el esquema clásico de los dos cuartetos seguidos de dos tercetos, puesto que aquí son tres cuartetos y un pareado), también tenemos que hacer con un universo exótico y muy alejado de la realidad cotidiana española de aquel entonces, ya con el mismo título y desde su primer verso: “La rosa móvil del jardín afgano”. El título metafórico en sí mismo precisamente evocará con “Pavana” una danza aristocrática española de origen italiano y del siglo XVI, con ritmo muy pausado, o sea todo un tiempo y mundo pretérito, y con “del príncipe alado”, si no se trata del ángel Pygar, pues será algún “príncipe” sólo conocido del poeta. Pero no será de excluir tampoco una voluntad de asombrar al lector, de despistarlo, ni algún humor mistificador no raro entre los novísimos Este soneto poco ortodoxo es muy bello, muy musical, se desprende de todo él una atmósfera extraña, delicada, muy sensual y casi mística,  propia de un espacio exótico sólo definido por el adjetivo “afgano”, con unos cuantos colores (“rosa”, “tela azul”, el color rojo de la “frambuesa” y el amarillo de “miel”, lo blanco de los “azahares”, “tono morboso”) y varias fragancias (“rosa”, “arrobos de frambuesa y miel”, “azahares”), sin olvidarnos del sentido del gusto otra vez con la “frambuesa” (agridulce) y la “miel” (lo muy dulce). Además uno puede pensar por su ritmo lento y el principio del título en la música y la obra famosa de Maurice Ravel, “Pavana para una infanta difunta”, pero aquí con gran distanciamiento irónico, y una tonalidad que recuerda extrañamente a Verlaine.

Además, en “Pavana del príncipe alado”, se esparcirán varias metáforas muy sutiles y estéticas, como la de “La rosa móvil del jardín afgano” que “enciende suave un perfil romano”. Asimismo la sinestesia que pone en relación el perfume de la rosa y “el tono morboso de un juego de boule” (sic, con todo el humor introducido por la palabra francesa muy prosaica “boule”), matiz cobrado por “un cuerpo” anónimo, sin hablar de las “historias de crímenes lentos” (irrupción de la violencia en un ambiente hasta entonces muy sensual, voluptuoso y casi onírico) ni de las “dulces pasiones” “sólo molestadas por lienzos de Hals”, y la del verso final con los serafines que “En el vidrio santo vuelan”. Y eso significa –entre otras cosas– que Ferrer Lerín, así como muchos poetas contemporáneos suyos, escribe una poesía con acentos culturalistas, refiriéndose a la pintura (Hals, famoso por hacer retratos de individuos o de gremios), incluso a la escultura o la numismática (“perfil romano”) y a la música (con “pavana” y “un ritmo de vals”), sin olvidarse del arte sagrado del vidrio con los ángeles de fuego que son los serafines. Y lo que no carece de acierto poético, esa metáfora final con serafines que “vuelan” por un “vidrio santo”, o sea que se anima milagrosamente de esta manera un objeto en principio estático…

Otras muchas plasmaciones metafóricas valiosas evidentemente existen en tal obra poética, y se dará un último ejemplo con el angustioso poema “Mar” de La hora oval, fechado en 1970. La voz poemática expresa una fuerte congoja ante el inexorable y destructor fluir del tiempo, hasta una sensación de desgaste y ruinas que desembocará en tétrico aniquilamiento del ser y alcanzando una posible identificación de lo humano con “la barcaza” y el mar, con “la obvia corriente” que acaba el poema. Ferrer Lerín, en todo caso, muestra aquí una gran preocupación y ansia por el tiempo que fluye, la vida humana tan efímera, la nada, sentimiento compartido por los que serán llamados novísimos, sentimiento no muy nuevo en realidad pero expresado por ellos con imágenes renovadas o seleccionadas por la criba de otra sensibilidad y otros recursos expresivos del lenguaje. Ya desde el primer verso –y en “Mar” se observan cierta polimetría y sutil alternancia de ritmos– se va creando una tétrica atmósfera de fuerte melancolía invasora con “Estoy sumido en el tiempo”, octosílabo libre que anticipa con el verbo “sumir” la evocación amenazante del mar. Además, el participio pasado “sumido” denota la pasividad, la inminencia de la muerte, luego la impotencia del “yo” locutor frente al tiempo que todo lo consume. Hasta “la hora de las lampreas” es una imagen agresiva e inquietante. Pero es de notar en seguida que uno no puede situar con precisión el paisaje marítimo: si el título indica “Mar”, en el quinto verso se habla de “la sabia caricia del océano”, o sea que no importa en este caso la geografía española –característica que comparte Lerín con los denominados novísimos– sino la dimensión universalista de la evocación. Y lo que nos impresionó más, quizás, fue la confusión que va estableciéndose lenta pero inexorablemente entre el “yo” humano y el agua, el agua elemental, ya con “en la hora de las lampreas / en que mis lágrimas bajan / juntándose a la sabia caricia del océano”, confusión que es una inexorable difuminación de los límites entre una vida humana frágil y extinguible y el agua casi eterna: “Mas mi halo débil se quiebra en las aguas / pierde la textura de fuerte aspecto / y trágico me expando en la obvia corriente”.

Otra modalidad de la expresión poética leriniana que nos atrajo casi inmediatamente la atención es lo que llamamos “el imperio de los nombres”. Es decir que al leer los poemas de Ferrer Lerín, tanto en verso como en prosa, nos impresionó el frecuente y atinado uso de los nombres, ya sean comunes o propios, categoría gramatical que parece imponerse en la sintaxis del singular vate barcelonés y ahora residente jaqués. Ahora bien, si se distingue tradicionalmente en la clase de los nombres sustantivos entre nombres propios y nombres comunes, a partir de la propiedad de la extensión, no siempre resultan estables las fronteras: “luna” y “sol” son nombres comunes si se trata con esas cosas de un único elemento, mientras que, por ejemplo, se dirá “los Borbones” –se añade al nombre propio un determinante– y por metonimia se hablará de un objeto pictórico “un Picasso”… Esas previas y sencillas consideraciones permitirán apreciar mejor, creemos, el uso y trato a veces muy particular que hace de los nombres propios Ferrer Lerín. Pero, lo que en seguida se impone puntualizar en su obra, es la neta tendencia suya a utilizar nombres propios, en grado mayor o menor según los años y luego las fechas de composición y publicación de sus poemas. Limitándonos a dichos nombres propios, y sin prestar más atención a un tratamiento específico que se les impone a veces –por medio de la escritura, del juego sobre mayúsculas y minúsculas– nos pareció comprobar la mayor frecuencia de utilización de los nombres propios en la sección “Poemas no recogidos en libro e inéditos”, con aproximadamente 164 referencias y 28 poemas en su conjunto (con fechas que van desde 1960 hasta 2005), Cónsul (1987), con 35 referencias y 18 poemas, seguido de La hora oval (1971), con 32 referencias y 49 poemas, y finalmente sólo 4 referencias para 10 poemas en su primer libro publicado, De las condiciones humanas (1964). Por lo menos tales cómputos permiten subrayar sobre todo una neta tendencia en Ferrer Lerín a usar más nombres propios a medida que va publicando sus libros y escribiendo sus textos, lo que cobraría alguna significación, quizá. Si tomamos en consideración sólo Cónsul por presentar ya un respetable número de nombres propios, los más frecuentes son los femeninos, ya sean mujeres conocidas (como la escritora argentina Beatriz Guido en “Descenso al mar”), desconocidas o difícilmente identificables (Ana en “Curry”). Cierta variedad y dispersión se nota, con otros nombres propios, topónimos –pueblos del Alto Aragón como Beón, Bartak, Lamsland (“Una relación importante”)–, nombres masculinos (Ernst o Sinatra). Otros nombres propios serán citados, pero lo que nos interesa subrayar ahora es el uso particular que el poeta puede hacer de ellos. Así en “Viejo circus” la voz poemática habla de Beón, un viejo clown mentiroso a quien acabará por matar, y éste se dirige al locutor llamándole “Bartak”, nombre que suena con fuerza por situarse al principio de la frase. Luego dicho Bartak parece ser un perro diabólico o un lobo, tras la metamorfosis del locutor a quien tomamos desde el principio por un ser humano, mientras que sabemos que es el nombre de un pueblo del Alto Aragón… Y sin poder analizarlo todo, se debe señalar la extraña grafía de “pabloruizpicasso”, que es una alteración de los nombres del inmenso pintor malagueño, proceso que se parece al fenómeno lingüístico de la aglutinación, y crea un efecto de deshumanización, de enajenación que parece glosar a su modo el título sorprendente.

 
Por Christian Andrès
 

Written by Christian Andrès

Christian Andrès, nacido en 1950 en Orán (Argelia), es un hispanista francés, catedrático emérito de la Universidad de Picardie Jules Verne (Amiens, Francia), especializado en la España de los siglos de oro. Ha publicado varias obras, y numerosos artículos y ediciones críticas para editoriales como Cátedra y Castalia.

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