En el marco de su centenario, me solicitaron que hablase de un libro de Cintio y pensé inicialmente hablar de Testimonios, que no es un libro de testimonios como tal, sino de poemas.
Muy característico de su mirada es el llamar Testimonios a una colección de poemas. Pues al ser esta una palabra que es un acto, en ella se fusionan la contemplación y la participación puras.
Los que han escuchado o leído a Cintio Vitier saben que él habla de poesía siempre, aunque hable de otra cosa. Su novela De Peña Pobre tiene su centro en la poesía —como dice Eliseo Diego que ocurre con todas las buenas novelas—. Lo mismo puede decirse de sus ensayos. Su visión, o, mejor dicho, su experiencia de la poesía, está lejos de ser, como en otros autores, una irrupción puntual, sino que es como una llama inmanente que alimenta el resto de sus potencias, y está ligada al concepto de fidelidad. ¿Fidelidad a qué? Es claro como el día, y a la vez imposible de expresar a quien no haya tenido, o no tenga, una experiencia similar. Fidelidad a ese orden que él llama poesía y al conocimiento oscuro e instantáneo que este otorga.
Ah de mi dios oscuro he recibido
estos heraldos súbitos y eternos.
Esta fidelidad, subrayamos, es algo no buscado. Es algo natural, íntimo, y fatal. Algo que le impide ser otra cosa que poeta, escriba lo que escriba, esté donde esté, o haga lo que haga. Si en el Corán, en la sura de “La estrella”, dice bellamente: “El corazón no desmiente lo que ha visto”, en Cintio, es la experiencia de la poesía lo que llevará su mirada al encuentro de todas las cosas de este mundo.
Ello pone en un noble aprieto a sus críticos, pues en la obra de Cintio cada texto y cada línea convidan al comentarista a no aflojar la tensión de sus propias palabras, para participar de la misma experiencia poética. ¿Mas cómo sustentar una raíz, energizar un núcleo ardiente, iluminar una estrella, explicar una esencia? En teoría no se puede. Pero tal es el reto de la poesía: el desafío de lo imposible. El único, por cierto, que le gustaba a él.
En ese intento, inesperado como el mundo, de lo imposible, Cintio encuentra su alegría y su agonía, reconoce la sustancia heroica de la vida común, y concluye:
No enfriarse en vida es una cuestión de honor.
No es casual que este aforismo aparezca en un libro titulado La luz del imposible.
Pensamos que la serena tensión así generada es lo que vuelve fascinantes sus páginas, y nos permite compartir la sed de la que su obra es testigo.
Extrañeza, fidelidad, revelación, son hebras maestras que recorren su poesía. Al decir su poesía estamos hablando de toda su obra; y al hablar de toda su obra, nos referimos a toda su vida. Porque una de las principales lecciones de Cintio —y del grupo Orígenes en general— es que cultura y vida, vida y cultura, forman una unidad sellada.
Es igual, por tanto, a los efectos de conmemorar el centenario del poeta, que hablemos del libro Testimonios, o de otro libro, o de un aspecto cualquiera de su vida. Hay en ella una coherencia admirable, y por cualquier ventana que nos asomemos encontraremos aquello que en Cintio nos está guardado.
Más que comentar un libro, me gustaría dar una semblanza de mi abuelo, intercalar algunos recuerdos que ilustren algún aspecto menos conocido de su carácter. Y me decido por su sentido del humor. Mi abuelo era capaz de decir un chiste con tal solemnidad que este quedaba siendo inolvidable. Era delicioso cuando su interlocutor no se daba cuenta de que Cintio estaba bromeando. Como cuando le dijo con entera gravedad a una periodista que indagaba, por no recuerdo ahora qué fuentes de su obra: “Cuando yo tenía seis años, me cayó un coco en la cabeza. Y los resultados están a la vista”. O cuando le anunciaron por teléfono que pensaban dedicarle a él y a Italia la próxima edición de la Feria Internacional del Libro: “Muy bien, muchas gracias, pero solicito que le dediquen la Feria a Italia como persona, y a mí como país”. O cuando un joven que acababa de conocerlo le pidió que le prologara un libro de poemas. Cintio aceptó, y en muy breve tiempo le hizo el prólogo solicitado. Días después fui a verlo y mi abuelo me habló de esto, y me confesó que había incursionado en un género literario nunca antes intentado por él: “El prólogo al libro no leído.” El nombre del joven me lo llevo a la tumba, pero el prólogo, de una manera tan vaga como mágica, cumplió su función y parecía adecuarse a sus versos.
Decía Picasso que “cuando se es joven de verdad, se es joven para toda la vida”. Y en ese sentido, la juventud de mi abuelo Cintio fue la más larga que yo haya visto. Salir de su casa, luego de haber hablado con él y con abuela Fina, era igual a sentirse energizado de pies a cabeza durante todo un día. Varias personas han dado también testimonio de esto.
En su vejez, tuvo Cintio bastantes achaques, ninguno grave pero todos bien molestos, de los cuales jamás se quejó. Era estoico y, algo mucho más difícil: cristiano. Comenzó a serlo a los 17 años, por vocación y decisión solitaria. En parte gracias a su temprano descubrimiento del cristianismo, llegó a comprender que el espíritu y los ideales de un movimiento no encarnan infaliblemente en los hombres y las instituciones que los promueven. Pienso que la inconsecuencia y las contradicciones históricas de la iglesia católica lo prepararon para entender la inconsecuencia y contradicciones de nuestra historia y nuestra sociedad. Parecía contemplar los avatares de la Revolución cubana desde un trono “concéntrico y veraz”, lo que no significa que no los sufriera vivamente. Y su fe en el espíritu y los ideales revolucionarios estuvo siempre resguardada “con todas sus alas y todos sus rayos, en un sitio poderoso”.
La intolerancia del gobierno revolucionario en sus primeras décadas hacia la religiosidad en general, y al cristianismo en particular, unida a algunos ataques puntuales y mezquinos, sobre todo contra amigos suyos, casi colmaron su medida. Perdonar las ofensas no es tan duro para un cristiano, pues su amor al prójimo puede manifestarse, con fuerza y lucidez, a favor de ese perdón. Lo difícil, para cualquiera, es perdonar las ofensas hechas a quienes amamos. Por poco logra aquella situación que mi familia abandonase el país, y que mi abuelo aceptase un puesto de profesor en la universidad estadounidense de Columbia en los años sesenta. Él nació en Key West, Florida, y tuvo por azar nacionalidad estadounidense, hasta que renunció activamente a ella, convirtiendo en destino ese azar.
Durante una conversación en Cuernavaca, México, con el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, por entonces recién ordenado sacerdote, Cintio le confesó que se sentía como en el exilio dentro de su propio país. La respuesta de Ernesto Cardenal fue decisiva, para él y para el destino de nuestra familia. Le dijo: “Los cristianos siempre estamos en el exilio. Regrese, y dé testimonio”. Mi abuelo hizo eso. “Y los resultados están a la vista”.
La palabra “testimonio” que Cardenal le entregara, se convirtió en el título de un poema, luego de un cuaderno de poemas y, finalmente, en un tomo en el que Cintio colocó aproximadamente un tercio de toda su obra en verso. Ese impulso llano y transparente, pero de algún modo también imposible, de “dar testimonio” produjo algunos de sus libros más hermosos y ardientes como Canto llano, La fecha al pie y el propio cuaderno Testimonios, donde hay poemas impresionantes como “A mi esposa”, “Examen del maniqueo” y “La voz arrasadora”.
El principal testimonio que nos ofrece el poeta, con la unidad que forman su vida y obra, es sólo el de una pasión inextinguible. Muchas veces el objeto de esta pasión es su patria, en el sentido más real y extenso —y por ello más inefable— de esta palabra. Innumerables visiones de Cuba aparecen en sus versos, en su novela, en sus ensayos y hasta el nombre de muchos de sus libros y antologías toman lo cubano como referente: Cincuenta años de poesía cubana, Lecciones cubanas, Diez poetas románticos cubanos, Flor oculta de poesía cubana, y, muy señaladamente, Lo cubano en la poesía. Este último libro es su trabajo más voluminoso y, sin embargo, Cintio nos cuenta que fue escrito en un rapto, como un poema. Y en ninguna de sus numerosas páginas se propone el autor dar una definición precisa de nuestra identidad nacional, pues sabe que esta es un secreto iniciático, que sólo puede alentar en el testimonio que de su vivencia acierte a dar cada cubano. Sabe también que de las redes de toda definición categórica huye hacia la espesura el ciervo de la poesía. Y su fidelidad, como hemos dicho, está comprometida a priori con ese orden diáfano que él llama poesía.
Hijo no sólo natural sino también espiritual del filósofo Medardo Vitier, mi abuelo Cintio llevaba la filosofía como una espada envainada —como se dice que debemos llevar el honor— o como aquel violín que tenía guardado, y que sólo sacó y tocó en contadas ocasiones. En sus textos de pensamiento se atiene al impulso primordial de compartir una vivencia: su inmanente experiencia de la poesía. Por ello, su tono nunca condesciende al de la mera erudición y siempre está como interpelando hondamente al lector de una manera tácita, cual en el verso de Heredia: “de pie tocando tu vibrante escudo”.
Sin embargo, cuando siente que algo debe ser explicado en términos lógicos, puede hacerlo con una precisión que sorprendería a quienes suponen que esto no podría ser el fuerte de un poeta. Una de las veces en que se dispuso a esclarecer públicamente un tema, fue este el discurso que dio en la Asamblea Nacional —que luego Juventud Rebelde publicó íntegro bajo el título “La unidad que defendemos”, el 22 de junio de1997—, donde asombró a los presentes señalando que:
Unidad supone diversidad. No hay unidad de la unidad. Se une lo diverso, por lo tanto, la diversidad es primero y la unidad después. Y la unidad no puede existir sin la diversidad que la hace posible. La diversidad se hace unidad cuando reconoce y asume un punto unificador de lo diverso: unificador, pero no anulador de lo diverso. Ese punto unificador en nuestro caso es la decisión de defender la independencia y la soberanía de la patria […]. En el tiempo histórico de Martí, por distintas que fueran las circunstancias, el punto unificador era sustancialmente el mismo […]. No se logra la unidad sin cierta cuota de sacrificio […]. Pero todo sacrificio sinceramente asumido por un fin superior, a la postre supone un enriquecimiento […]. La unidad que necesitamos es esa: la del mutuo enriquecimiento, la del respeto a la diversidad legítima y constructiva, la de los actos edificantes.
Tuvo Cintio, como es tradicional, dos abuelos. Uno guerrero, y otro pacífico. Ninguno de los dos era español, sino que ambos eran cubanos. El guerrero fue el general mambí José María Bolaños, por el cual mi padre se llama José María. El pacífico fue Severo o Severino Vitier, un carpintero y pastor protestante, natural de Quemado de Güines. Este carpintero hizo la mesa donde más tarde escribiría su hijo, el filósofo Medardo Vitier, y mucho después escribiría Cintio, el hijo de Medardo. Mi abuelo me contó que una vez su abuelo Severo le hizo el relato de una noche en que él iba cabalgando por un sendero de Las Villas, y de pronto el caballo se detuvo en seco, asustado, y frente a él desfilaron silenciosamente “todos los animales de la creación”. Esa visión es el tema de un cuadro titulado “En un sendero de las Villas”, que pinté hace muchos años, más o menos cuando descubrí la pintura. En este cuadro aparecen los animales de la creación, y mi abuelo escribiendo en una mesa caminante con patas como de venado, pues, en vida, Cintio me produjo siempre una impresión fantástica. Y ahora que no está, me ocurre exactamente lo mismo. Sólo que ahora no puede rectificarnos a quienes digamos “él fue así”. Pues ha cumplido o cumple el trabajo de su alma, y se ha vuelto totalmente exterior como esa luz. Me complace imaginarlo como una suerte de duende con cayado de pastor, y un gorro tradicional, de una tradición imprecisable (como el que sale en el cuadro), pero esta vez sentado no en una mesa con patas de animal, sino al pie de un árbol por cuyas ramas entrelazadas pasan suavemente las cuatro estaciones a la vez. Tocando en su violín una melodía que no rompe el silencio porque es más antigua que este.
Ahora que ocupamos, como altos extranjeros, su lugar y su patria indecibles, pienso que una de las últimas cosas que me dijo fue que no me fuera de Cuba, que continuara trabajando en nuestro proyecto multiforme, que él bautizó como “la isla infinita”. Eso intento. Los resultados, mal que bien, están a la vista. Quiero terminar estas líneas con unos versos suyos que recordé durante su entierro, y que suelo recordar cada vez que la noticia de una muerte nos deja desamparados:
Necesidad amarga,
cómo brilla tu fondo.
Cielo estrellado, costa
del infinito asombro.
Necesidad amarga,
pesadumbre de todo,
lávame con tu bálsamo
que yo a ti me abandono.
Por José Adrián Vitier