Ojo de ballena

Primera parte: la tierra

 

Estoy sentado en el banco del corredor que da al jardín. Los pesados goterones empujan el frío hacia mí; cierro los brazos sobre el pecho y encojo las rodillas para rescatar algún rastro de calor. Ojalá pudiera decir: estoy mirando la lluvia, como si las palabras significaran solamente eso y el recuerdo de Felipe no asomara su risa mínima entre las dalias y las hojas de lotería. Quiero entrar, pero no puedo dejar de mirar el movimiento cabizbajo de las hojas al ser golpeadas por el agua.

Mamá está dentro de la casa.

Desde aquí siento el dedal ansioso de mamá. Sé que está en su cuarto, el más grande de la casa, el más opaco, el testigo discreto de los encuentros amatorios que a Felipe y a mí nos lanzaron al mundo. Está sentada en una silla de mimbre viejo, pero da la impresión de que ese mimbre ya estaba viejo cuando alguien decidió transformarlo en silla, así que la silla era vieja ya antes de ser silla. Lo mismo pasa con mamá. Si alguien la viera sentada con sus telas y agujas, balanceando las arrugas de sus manos entre puntada y puntada, diría que siempre ha tenido setenta años, que siempre estuvo ahí, rumiando la tristeza aún antes de comenzar el conteo irrebatible de los años.

No me ha dicho: “entrá antes de que te resfriés”, pero sé que me está llamando con su silencio, con el azorado rumor de su dedal incansable. Ahora escucho un silbido, como si el aguacero recuperara su aliento en un último y desesperado estertor. Mamá me llama ahora con su voz rezagada. Ahora sí me habla de verdad. Cuando me decida a entrar sé que mamá seguirá sentada en la misma posición que tenía cuando Felipe se fue. Estará zurciendo como cuando mi hermano, de cuclillas, inmenso, sólido, con esa decisión inconmovible que siempre le envidié, le dijo: “me voy, mamá. ¿Me escuchás?”. Por supuesto que mamá lo escuchó, pero se tomó un tiempo, un breve descanso para acomodar palabra por palabra la sentencia estrenada en sus débiles oídos.

“Queda lejos, hacia el sur, en Chile”, atinó a decir Felipe cuando mamá le preguntó dónde quedaban aquellas islas que deseaba conocer más que nada en la vida.

El jardín no ha cambiado mucho en los cuatro años que han pasado desde que Felipe se fue. Tampoco desde que éramos niños, cuando cazábamos lagartijas, y aunque yo insistía en arrojárselas al patio de doña Julia, Felipe me las arrebataba para abrirlas con uno de los cuchillos pequeños de la cocina. Al principio pensé que había algo de cruel en mi hermano, pero después constaté que en él se arremolinaba una curiosidad acuciante, luminosa, un asombro permanente que caía en cada objeto que aprisionábamos en nuestras manos inexpertas. Esa curiosidad innata se hizo con los años más intensa y volátil.

Creo que todo comenzó a suceder (y digo comenzó, porque ahora estoy convencido de que las cosas no suceden o sucedieron; todo está sucediendo, en este instante, ahora, con esta lluvia nueva y el viejo frío que se me planta en los pies ateridos como un perro ante su amo) cuando Felipe fue a conocer las ballenas. Yo lo acompañé en aquel viaje a la península de Osa. Un viaje común y corriente para cualquier estudiante de biología marina. Pero Felipe era distinto; siempre lo fue, desde niño, cuando sacaba los peces dorados de la pecera para trasladarlos a unos pequeños recipientes preparados por él, todo para ver un cambio sutil que escapaba a los ojos de los demás. Lo noté cuando vimos ese gran animal rompiendo el mar, esa gran herida oscura cerrándose y abriéndose, subiendo y bajando. Mamá no estaba ahí cuando sucedió, así que nunca entendió por qué mi hermano tomó la decisión de irse meses después. Si hubiera presenciado cómo su sonrisilla siempre fácil y sus ojos llenos y cálidos se transmutaron poco a poco en algo que nunca había visto antes. De pronto, solo estaban él y la ballena, ellos dos pariéndose el uno al otro, aprendiéndose mutuamente, inventando cantos ancestrales que se reprodujeron como múltiples espejos en sus tímpanos…

Un leve ruido llega desde adentro de la casa. Es mamá buscando y rebuscando entre papeles viejos que debería dejar en paz. Ahora abre el cajón del armario. Sí, es el cajón del armario, no puedo confundirlo con otro: su sonido opaco y carcomido no deja lugar a dudas. Creo que mamá piensa lo mismo que yo, incluso antes que yo. El tiempo hace que las cosas se amplifiquen, que ya no sean lo que solían ser, todo está en estado embrionario, hasta que un día nos damos cuenta de que abrir un cajón, ese cajón, ya no es lo mismo que abrir uno cualquiera, como no es lo mismo abrir ese sobre, o decir estoy mirando la lluvia y seguir pensando que es un aguacero casi calcado, repetido sin variación no sé cuántas veces desde hace cuarenta años, desde que mi familia habita esta casa, y creer que las gotas siempre golpean igual el techo cansado y nos dice lo mismo cada invierno.

Pero esta misma lluvia es la que me hace recordar el día que Felipe se fue. Lo puedo ver de cuclillas frente a mamá. Tiene esa mirada azul verdosa, agitada, indeleblemente absorta y feliz que tenía cuando conoció las ballenas. Ella sigue tejiendo como si esperara un cambio de dirección, una palabra distinta a la que sabe que escuchará. Pero Felipe está decidido, y pronuncia esa frase viscosa, pesada, que cae sobre todos los años apelmazados de mamá. Felipe espera a que levante el rostro, que separe la vista del maldito bordado, pero ella no da tregua; se queda quieta, mordisquea cada momento de esos que sabe (¿sabe?) serán los últimos. Estoy en el quicio de la puerta de su cuarto. Los veo a los dos: pequeños, iluminados temerosamente por la luz que logra entrar a empujones por la ventana. Mamá coloca el bordado sobre sus rodillas. Ahora, por fin, está mirando a Felipe, pero lo ve más allá de él. Intenta entenderlo, asir con su comprensión de madre convencional su ánimo aventurero. Es demasiado para ella: “¡las ballenas, mamá! ¡Toda la vida que explota ante nosotros! Como un llamado antiguo, primigenio. ¿Ves, mamá? Chile es el lugar ideal, lo he investigado. Sólo serán tres años, mamá, patrocinados por la universidad, imagínate”.  Pero no pudo imaginarlo, porque la única imagen que mamá comprendió fue el espacio vacío de la silla de Felipe, la perfecta calma de su cama sin arrugas, la inevitable puerta cerrada de su cuarto durante cuatro años, el plato de menos en la mesa, ese ruido ensordecedor de la ausencia de sus pasos.

Ahora que la lluvia se va callando como un vigía cansado de gritar, puedo escuchar mejor los dedos de mamá hurgando entre los papeles del cajón del armario. Le he dicho muchas veces que lo deje todo así, que Felipe se fue porque era más grande que nosotros. Quería ver y sentir más allá de lo que llegaríamos a entender nunca. Quizá por eso no cumplió su promesa: “sólo son tres años, mamá”. Pero se quedó ahí, persiguiendo esos grandes animales, escrutándolos, arrinconándolos para sacarles a golpe de paciencia sus secretos místicos y descifrar su lenguaje líquido y universal como una sinfonía esculpida en la profundidad ciega del mar. Sí, mamá, tuviste que haberlo visto. Las notas suspendidas en los tímpanos. Felipe flotando junto a mí y sobre todos. “Ahora el arpegio” –volvía a decir el capitán– ese chillido cálido como el llanto de un bebé. La pantalla bailando con sus puntos luminosos y el canto que se acaba en un último estertor profundo que hizo vibrar nuestras pupilas.

Segunda parte: el océano

 

No puedo creer que hayan pasado cuatro años desde que me fui. Cuando le dije a mamá que me iría pensé en tres años, a lo sumo. Pero todo ha pasado tan rápido y el mar se me ha volcado generosamente como si siempre me hubiera esperado, como si este casco de metal crujiera con un eco profundo y añejo desde antes de que yo traspasara las puertas del aeropuerto.

Quizá no sea para tanto. Siempre he tendido a exagerar mis sentimientos y expresarme de tal forma que me salta un hilillo de emoción desde el pecho como una campanilla necia y abotargada de tanto sonar. Quisiera darme cuenta de que han valido la pena tantos kilómetros y tantas cosas irresueltas entre Santiago y yo, entre mamá y yo.

Pero el barco no sabe de minucias familiares y nos disponemos a zarpar. Mientras avanzamos a través de las islas, poco a poco se alejan más de nosotros los grandes conos blancos de la cordillera del Piuchén. El cielo es nuboso en este archipiélago de Chiloé, y el mar adentro no se queda atrás. Una mancha gris y uniforme se esparce sobre nosotros y da la sensación de casi caer como una gigantesca plancha metálica sobre el océano. Los muchachos están acostumbrados a esta sensación de arrobamiento que producen las cosas enormes y difusas, pero yo soy apenas un aprendiz, a pesar de mis cuatro años en mar abierto. El Chino, un santiagueño tan corpulento como efusivo, tiene más de una década persiguiendo ballenas, etiquetándolas para después convertirlas en cifras que puedan graficarse en su computadora. Friedman, el gringo, después de graduarse hace siete años de biólogo marino con una beca en la universidad de California, se vino de sopetón a Chile, donde el Chino le enseñó todo lo que sabía. Y, claro, Manuel Girardi, el capitán y rudo de abordo, más de una vez ha luchado a brazo partido contra el mar para que este no se lleve las sondas y los aparejos en las tempestades, como esa que nos anuncian las nubes cargadas de látigos eléctricos que se retuercen brutalmente por todo el celaje.

Algo me pasa por la mente, pero procuro olvidarlo, un leve desvarío que deseo no se interponga en una carrera que puede durar días y hasta semanas. Llevamos suficiente combustible y comida para aguantar, pero el ánimo es algo que no se alimenta con sopa de fideos ni pescado. Lo olvido, fue lo que dije, aunque pienso ahora en Santiago y si estará cuidando bien a mamá. ¿Qué estoy diciendo? ¡Por supuesto que la está cuidando bien! Aunque a veces pareciera que ella vive en su propio océano y nosotros somos pequeños crustáceos que vamos a la deriva en sus olas caprichosas. Sí, definitivamente mamá está bien, no me cabe la menor duda y puedo volver a mis tareas con un renovado convencimiento de que esta vez las veremos. Este día es importante porque tiene que salir bien sobre todas las cosas. Tendremos suerte si vemos alguna ballena azul con su ballenato, pues la temporada de crianza está casi por finalizar.  La radio nos previene de la tormenta que ya habíamos vaticinado.

Llevamos cerca de una hora con los ojos fríos y expectantes sobre la borda, cuando vemos un gran soplo de agua que se eleva sobre la superficie. Le arrebato los binóculos a Friedman y logro ver el largo lomo, la esbelta aleta dorsal de una ballena azul. Manuel enfila el barco para acercarse lo más posible, pero sin incomodar a la ballena. Entonces escuchamos un grito gravísimo saliendo de la amplia garganta del Chino. “¡Mierda! ¡Miren, viene con un ballenato!”, nos dice a todos con los ojos vidriosos que casi se le salen de las órbitas. Les comenzamos a tomar fotografías para comparar después con nuestros registros las irrepetibles marcas de las aletas, como huellas digitales, que nos permitirán saber si este es un espécimen estudiado antes.

Es difícil conservar el equilibrio para no hacer temblar los objetivos de las cámaras en este mar tan movido por el viento helado, que hace un rato casi nos hace devolvernos a Chiloé. Friedman avista algo extraño que se acerca rápidamente a las ballenas. Son orcas, quince por lo menos. Una vez que las alcanzan, rodean a la ballena y su cría, intentando meterse entre ellas. La madre es enorme, de casi treinta metros, pero no puede luchar contra las orcas y proteger a su cría al mismo tiempo. Entre una vorágine de aletas y de espuma sobre los dorsos de las orcas, el ballenato es alejado de su madre. Las orcas brincan violentamente sobre él para intentar ahogarlo, y la gran ballena azul, en un intento arrancado de quién sabe qué poder profundo, se sumerge para después salir por debajo de su cría para sacarla a flote e impedir que se ahogue; pero las quince orcas son más fuertes y no cesan hasta que el ballenato deja de moverse. La madre se queda cerca de la orgía que han armado sus contrincantes. Ellas se retiran rápido. Después de retar a muerte al gran cetáceo, solo se comen unas cuantas partes de la pequeña cría. Quizás el aturdimiento de la ballena nos permite acercarnos más de la cuenta y permitirnos observar el ritual último con el que la madre se despide de esa breve existencia que el mar le prestó y le arrebató después con casi la misma violencia y dolor con el que llegó al mundo. Ella se sumerge para empujar con su nariz los restos ahora disgregados bajo aquella superficie teñida de rojo. En un momento, la ballena sube y nos observa con una mirada larga, infinita como esas nubes que nos caerán del cielo, como el periplo que le espera hacia el norte, donde seguro volverá a aparearse para tentar nuevamente la vida.

Me quedo observando ese gran ojo en el que cabría toda mi cabeza, y pienso en mamá, en su soledad, en la carta que desde hace tiempo pensaba escribirle (y que ahora estoy seguro de hacer) diciéndole que no volveré, que algo poderoso y ancestral me ató aquí, pero que no por eso me pone más lejos de ella. Veo ese gran ojo antes de sumergirse nuevamente y apenas me da tiempo para pedirle perdón por no haber podido salvar a su ballenato. “No sos la única”, le digo susurrando.

 
Por Andrey Araya Rojas
 

Written by La Mascarada

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