Siempre un destierro (fragmento)

El paisaje nevado que llevaba a Jaintouin era el de un cuento de hadas: a las casas regadas abajo, en el valle de Thônes, a los bosques de abetos en las laderas de las montañas, al silencio blanco de los caminos los iluminaba una luz cuidadosa, que se reflejaba en todos lados y que parecía no venir de ninguna parte. Los sonidos llegaban de muy lejos y pasaban también por ese tamiz sedoso, inasible, que imponía precaución y sigilo. Pensé en el contraste entre ese silencio blanco y el barullo insistente de las selvas veracruzanas. En lo que debe de haber sido la larga travesía en 1890. El salto al vacío, un acto de fe ciega que no garantizaba nada. Nada, más que la imposible lejanía, la distancia insalvable que no era sólo el mar, o las montañas, sino la forma de vida. Una vida que no conocían pero que sabían que tendría que ser diferente: extraña al punto de resultarles incomprensible. De la que no entenderían más que lo poco que hubieran leído en las cartas de esos parientes lejanos que los animaban a alcanzarlos; lo que habían visto en las exóticas fotografías que recibían, un par de veces al año, con caras vagamente familiares en paisajes imposibles, planos, cubiertos de una vegetación casi amenazante. Donde tendrían conocidos, tal vez, pero no a su familia cercana. Donde nunca dejarían de ser extranjeros. De donde quién sabe si pudieran volver. Imaginé una desorientación que pasaba por el clima, sí, y también por el idioma, por las costumbres y la forma de las casas, por la vestimenta y los sabores. Pero que sería, sobre todo, una ausencia, un hueco de sus olores y de sus cielos nocturnos, de sus veladas invernales, de las pendientes conocidas, del olor de su ganado, de la paja bajo los techos y de las galerías alrededor de las casas. Un desarraigo empapado del temor de que fuera a volverse permanente, una pesadilla de la que no pudieran despertar, por bien que les fuera; un viaje sin retorno, un olvido lento, de una y otra parte; una pérdida de esos rostros y esas voces; un saber de muertes sin despedida y de jóvenes a quienes ya no les haría falta su presencia. Sepulturas como una equivocación en la selva lejana, a las que no alcanzarían las flores de sus familias. Sepulturas separadas por un océano de las de sus antepasados y sus conocidos. La ausencia definitiva de esos cementerios queridos donde nunca habían dudado reposar y donde ya nada guardaría su memoria. Donde ni siquiera la muerte volvería a reunirlos con los suyos. Sabían, antes de partir, que no había garantías, que los buques transatlánticos casi siempre llegaban a buen puerto, en Veracruz; pero que las embarcaciones que remontaban la costa para entrar por el río Bobos hasta San Rafael no daban seguridades. Que a los franceses que vivían en esas selvas los diezmaban aún las fiebres tropicales. Que las guerras con Francia habían dejado secuelas entre los mexicanos de las que los franceses se cuidaban con su relativo aislamiento. Deben de haber intuido esa voz que habría de cantar la añoranza por el terruño; pero aún más, la que advertía sobre el peligro de acostumbrarse, de ya no querer regresar. Preferir algo distinto, hacerse de otro modo. Deben de haber sentido la posibilidad del cambio como una amenaza vaga e intangible, pero presente, en los preparativos, en los adioses, en su imagen reflejada por última vez en los espejos de siempre.

Hacía falta una temeridad fuera de lo común, un optimismo inaudito, para dejarlo todo y lanzarse al mar. O una necesidad tal, una pobreza dolorosa, que no dejara opción. Porque estos paisajes, tan conocidos, de cuento de hadas bajo la nieve, albergaban también a su villano: el ganado que no alcanzaba para mantener a la familia, las tormentas que arrancaban las casas de sus cimientos, las deudas, el frío amargo de inviernos interminables, las guerras que se llevaban a los hijos. Era necesaria una cierta inocencia, de la que tal vez no estuvieran conscientes antes de partir; pero que la lejanía, la nostalgia, deben de haber ido royendo, herrumbrando, enlodando al grado de hacerla irreconocible. Al grado de hacerlos a ellos mismos irreconocibles para los que se quedaron atrás. Por eso, dos generaciones después, celebrábamos el encuentro tú y yo, hijos de ambos lados del Atlántico. Primos desconocidos que crecieron ignorándolo casi todo de su familia, de la otra mitad, la que se quedó o la que se fue. Y a quienes sólo logró reunir la voluntad de una vieja amarga y regañona, bruja también en el cuento de hadas tropical. De mi lado, lo que me hacía seguir visitando a la tía Tina, lo único que me ayudaba a tolerar sus sermones, era la esperanza de descubrir algo importante entre sus cartas y sus memorias. Era también lo que te llamaba ahora a México, Jean, equipado con tus conocimientos de investigador, con la memoria de las cartas que guardaba tu abuelo, con tu propia curiosidad por conocer los paisajes tropicales que habían recibido a los emigrados. Porque queríamos, los dos, saber qué había pasado, quiénes eran esos parientes de sueño de los que hablaban nuestros abuelos, cuáles los protagonistas de las historias que conocíamos. Queríamos, nosotros también, romper el hechizo que nos revelaría qué quedaba de ese pasado que compartíamos.

 

De Siempre un destierro, Océano, 2019

 

Por Gabriela Couturier

Written by La Mascarada

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