Sobre el Arca de Guadalupe de Adolfo Castañón

México es el país de la Guadalupana. 

 

Rodolfo Usigli

 

En la misma obra, Corona de Luz, escribe también Rodolfo Usigli, el así considerado padre del teatro mexicano moderno, y uno de los más grandes poetas y dramaturgos mexicanos del siglo XX: “…tengo la conciencia muy clara de haber pasado años enteros sin pensar en la Virgen de Guadalupe. Ahora sé que esto se debió a la circunstancia de que, en su forma estática y activa a la vez, la Virgen de Guadalupe no es tema de reflexión en México por cuando es elemento de respiración”.

No estoy muy seguro de que la Virgen de Guadalupe no sea un tema de reflexión en México, pero es muy cierto que es un elemento de respiración. Antonio De Petro, en Fuor della vita è il termine, una de las novelas más bellas de la literatura italiana del siglo XX, y de la literatura en general, dice: “La oración es un respiro del ser, un modo habitual de ver y de juzgar”. Por lo demás, recuerda el poeta italiano David Maria Turoldo, no es otra la tarea del mendicante: orar, pedir, y todos, estrictamente hablando, somos mendicantes.

Decíamos, pues, que, en México, es muy cierto que la Virgen de Guadalupe es un elemento de respiración, sólo así podemos entender lo que escribe Adolfo Castañón en su espléndida antología Arca de Guadalupe:

Desde la tarde del 11 de diciembre en la ciudad de México cae poco a poco el velo de la cultura secular y se hace visible el aire sagrado que alienta entre los mexicanos; se diluyen los barullos banales y las musiquitas comerciales, se abre paso a paso el cráter de lo sagrado sobre el cual se alzan los edificios simbólicos laicos y se disipan por unas horas las instituciones profanas. Hormiguean por todos los rumbos de la cuidad filas de peregrinos que se dirigen hacia el cerro del Tepeyac, hacia la Basílica de Guadalupe, son cientos, son miles, cientos de miles, vienen de los cuatro rumbos, del oriente y del sur, del poniente y del norte.

Andan los peregrinos vestidos de todas las formas imaginables: hay cocheros y hay encorbatados, hay deportistas y hay tatuados, músicos de todos los sonidos, obreros pero sobre todo campesinos y gente de toda calza que viene a darse cita en torno a la veneración de la Santa Patrona de México. Ese día hasta el más escéptico entiende por qué, cuando uno dice México, dice Virgen de Guadalupe.

Así, pues, México, patria de profundos contrastes, encuentra en la Virgen del Tepeyac un punto de armonía; en la Guadalupana “el cuerpo mutilado de México siente sanada la amputación”. De esto, por cierto, también daría cuenta Octavio Paz en su prólogo, “Orfandad y legitimidad”, a la obra de Jacques Lafaye, Quetzalcóatl et Guadalupe: “Madre de dioses y hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey, Tonantzin/Guadalupe fue la respuesta de la imaginación a la situación de orfandad en que dejó a los indios la Conquista”.

Y a propósito de Octavio Paz, a él debemos la traducción del admirable poema de Luis de Sandoval y Zapata (1618 o 1620-1671) por manos de Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura de 1969, una traducción no menos admirable que el poema:

The Luminary of the Birds expires,
of the wind that winged eternity,
and midst the vapors of the monument
burns a sweet-smelling victim of the pyre.

 

And now in mighty metamorphosis
behold a shroud, with every flower more bright;
in the Cerecloth, reasonable essence,
the vegetable amber dwells and breathes.

 

The colours of Our Lady they portray;
and from these shades the day in envy flies
when the sun upon them shines his light.

 

You die more fortunate than the Phoenix, flowers;
for he, feathered to rise, in ashes dies;
but you, Our Blessed Lady to become.

Señalábamos, pues, que México, patria de profundos contrastes, encuentra en la Virgen del Tepeyac su punto de armonía; más aún, anota Adolfo Castañón: “Ese día desdoblado —pues que se pasa la noche preliminar en la vigilia del movimiento peregrino que es oración incesante—, ese día que entre todos los días de guardar es el que más guardamos los mexicanos, el cuerpo mutilado de México siente sanada la amputación”. Y más adelante añade, haciendo eco a Ignacio Manuel Altamirano: “… mientras se re-sucite su aparición visual o textual, mientras se reitere el enamoramiento, la pasión estética y simbólica de los mexicanos por esta figura serena y pacificadora, el país llamado México no desaparecerá”.

Ahora bien, de acuerdo con Gabriel Zaid, en su artículo “Musas del Tepeyac”, los primeros versos guadalupanos parecen ser los de una quintilla en el último de los Coloquios espirituales y sacramentales de Fernando González de Eslava (1534-1599), escritos, muy probablemente, en 1578.

Y el valor de dicho poema, no lo deja de subrayar Zaid, es más bien histórico que poético; su tono es, sin más, moralizante: Templanza, personificada, recomienda a la mujer de un celoso que, en lugar de recurrir a la magia, recurra a la Virgen de Guadalupe, rece una estación del viacrucis y deje un corazón como ofrenda. Hay poco que subrayar a nivel poético, pero su valor histórico, siendo los primeros versos guadalupanos en español, insisto, es de resaltar.

En su antología, Adolfo Castañón incluye, como poema posterior a éste, un poema de Luis Ángel de Betancur, con la leyenda “antes de 1622”. No obstante, Gabriel Zaid brinca directamente a unas coplas a la “Partida de nuestra señora de Guadalupe desde la [catedral] metropolitana a su ermita del Tepeyac”, esto después de que la imagen de la Virgen permaneciera en la Catedral de entre 1629 a 1634. Las coplas son anónimas y son una despedida a la Virgen, y, como bien señala Zaid, en ellas hay ya algo de literatura costumbrista y su tono es más bien histórico, cordial y personal. Sin embargo, el primer gran poema guadalupano es el antes mencionado de Luis de Sandoval y Zapata, traducido al inglés por Samuel Beckett. El poema, de acuerdo con el mismo Zaid, fue publicado hasta 1688, es decir, es un poema póstumo, ya que Luis de Sandoval muere en 1671, aunque se cree que el soneto circuló en vida del autor:

El Astro de los Pájaros expira,
aquella alada eternidad del viento,
y entre la exhalación del monumento
víctima arde olorosa de la pira.

 

En grande hoy metamorfosis se admira
mortaja, a cada flor más lucimiento:
vive en el Lienzo racional aliento
el ámbar vegetable que respira.

 

Retratan a María sus colores;
corre, cuando la luz del sol las hiere,
de aquestas sombras envidioso el día.
 

Más dichosa que el Fénix morís, Flores:
que él, para nacer pluma, polvo muere;
pero vosotras, para ser María.

Este soneto, en la antología de Castañón, incluye una especie de prólogo-título muy simpático: “Vencen las rosas al Fénix, pájaro que como los astros muere y vuelve a renacer cada día, pero que es superado por las rosas del Tepeyac, que si en la tilma de Juan Diego hallaron su mortaja, allí mismo cobran aliento racional por su milagrosa metamorfosis en la Rosa del Tepeyac; Nuestra Señora de Guadalupe”. Por lo demás, “la imagen central”, dice Zaid,

es que las rosas mueren para resucitar en la estampa milagrosa: para transformarse en María, la rosa mística. Esta metamorfosis supera a la del fénix, símbolo universal del sol que muere cada noche para renacer. En la tradición egipcia y griega, el ave fénix construye con ramas resinosas un nido expuesto al sol, que lo incendia; y, después de que las llamas lo consumen, renace de sus propias cenizas. El cristianismo vio en este símbolo una figura de la muerte y resurrección de Cristo. El poeta ve el milagro del Tepeyac.

Asimismo, al remontarse a 1556, vale citar el largo poema Nican mopohua, una “suerte de evangelio”, según Castañón, y que relata cómo la Virgen:

Primero se mostró a un hombrecillo,

de nombre Juan Diego.

Luego apareció su imagen preciosa

ante el recién electo obispo

don fray Juan de Zumárraga,

y [también se relatan] todas las maravillas

que ha hecho.

El poema está escrito en un refinado náhuatl, y ha sido atribuido a Antonio Valeriano, discípulo de Bernardino de Sahagún. No viene al caso discutir si es o no de Valeriano. Por cierto, la traducción, o mejor dicho la versión, que incluye Castañón en su Arca de Guadalupe, es la de León-Portilla, quien sostiene que efectivamente el poema fue escrito por Antonio Valeriano. Pero lo verdaderamente importante es que este hecho no puede no hacernos preguntar por el origen de la literatura mexicana, como bien apunta el propio Castañón:

Al tener presentes, de un lado, al indígena Antonio Valeriano, presunto autor del Nican mopohua, y, del otro, al escritor español Fernán González de Eslava [el autor de los primeros versos que hemos citado], aflora en la conciencia crítica una pregunta a propósito de cuándo se inicia verdaderamente la literatura mexicana. No es intención de estas páginas preliminares dirimir esa grave cuestión en torno a la cual la serpiente de la identidad nacional en sus letras se muerde la cola, sino subrayar el hecho de que la devoción por Tonantzin Guadalupe se encuentra en la raíz mestiza y trasculturada de la historia de las formas literarias presentes o manifiestas en México: ¿Cuándo comienza la literatura mexicana? ¿Es posible hablar de una literatura mexicana? ¿No habría que hablar mejor de las literaturas mexicanas, del mismo modo que habría que hablar no de México, sino de la América mexicana, como diría Humboldt?

Por supuesto que tampoco es nuestro propósito dirimir este asunto, pero no queríamos dejar de subrayar que hablar de literatura mexicana es hablar, al menos como uno de sus elementos originarios, de la Virgen de Guadalupe.

Voy concluyendo esto que, al final, no ha sido realmente una reseña ni una muestra poética, pero que espero haya suscitado algún interés por la antología de Adolfo Castañón. Publicada en 2007, por la editorial Jus, El arca de Guadalupe es una de las antologías más recientes y bellas sobre la Guadalupana. Su Arca incluye dos obras del siglo XVI, ocho del siglo XVII, siete del siglo XVIII, veinticinco del siglo XIX y cuarenta y seis del siglo XX, antología que a su vez remite al Cancionero histórico guadalupano de Jesús García Gutiérrez, a Flor y canto de poesía guadalupana de Joaquín Antonio Peñalosa, a la Antología de poetas novohispanos de Alfonso Méndez Plancarte, entre otras; y que incluye a poetas como a todos los aquí ya citados y a muchos otros como: Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Carlos Pellicer, Gabriel Méndez Plancarte, Alfonso Reyes, Ángel María Garibay, Renato Leduc, Salvador Castro Pallares, Manuel Ponce, etc.

Concluimos con las palabras del propio Castañón, quien no deja de señalar que “Interesarse en la Virgen de Guadalupe y en su historia —y desde luego en su historia literaria y artística— es una forma directa de interesarse por México y su cultura popular”, no por nada inteligencias tan grandes y agudas como la de Vasconcelos, Reyes, Usigli, Paz, Zaid o Monsiváis se han ocupado de ella.

   
Por Víctor García Salas
 

 

Written by La Mascarada

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