Un abrazo más

Aunque estábamos en confinamiento hace ya tantos meses, tu padre debía de estar a primera hora en su oficina. El reloj marcaba casi las siete de la mañana, y la casa permanecía sepultada en una adusta oscuridad. A tu papá no le gustaba despertarme. Ese día tampoco lo hizo. Acomodó los cojines junto a mí, agazapados entre las cobijas, pues pensó que, de no hacerlo, me sentiría afligida por su ausencia. Desde hace unos meses he notado que le agrada observarme dormir.

Salió de la habitación en cuclillas y susurrando por el teléfono para contestar aquella inoportuna llamada que podría poner fin al profundo sueño en el que creyó que me encontraba. Fingí que dormía. De espaldas a él, lo escuché cerrar la puerta tímida y sutilmente. Percibí también sus pasos por las escaleras, el sonido del refrigerador al abrirse, el portón de la cochera y el motor de su auto alejarse de casa.

A los pocos minutos, volví a escuchar el crujir de mi puerta. Unos pequeños pasos descalzos retumbaron en el descampado piso de mi cuarto. Te subiste a mi cama, sentí cómo tu pequeño cuerpecito la recorría desde los pies hasta la cabecera, y me sorprendiste con un tierno abrazo que me rodeó por la espalda mientras intentaba volver a dormir:

—¡Hola, bonita! —Te saludé tranquila de sentirte a mi lado—. Quita las almohadas que puso tu papá y durmamos un rato más.

No respondiste, solo me abrazaste mientras yo acariciaba tu pequeña mano. Se sentía callosa, áspera, parecía una corteza rugosa y extraña para tu edad.

—¡Debes usar crema!, tus manos se sienten rasposas —mencioné sin recibir contestación alguna.

Supuse que estabas dormida. Antes de la pandemia, en cuanto escuchabas alejarse el auto de papá, solías levantarte sin abrir tus ojos y recostarte conmigo mientras daba la hora de arreglarte para la escuela.

Hacía tanto frío que no me quise mover, un viento fresco se coló por las ventanas y recorrió los rincones de la habitación. Creo que tanto tiempo encerradas nos volvió perezosas. Te sentí junto a mí y eso era suficiente. Y así, con tu brazo alrededor de mi espalda y tu gélida respiración murmurando en mi oído, nos quedamos dormidas un par de horas más. El sol comenzó a hurgar entre los muros, e inclemente dio sus primeras señales de vida mientras el radio despertador se encendió con el noticiero matutino.

Me fue difícil despertar. Giré hacia ti para darte un beso de buenos días. Ya no estabas. Era extraño que hubieras regresado a tu cuarto, tú nunca lo hacías, y mucho menos dándote el tiempo de acomodar nuevamente las almohadas, al igual que papá.

Con gesto aciago caminé a tu recámara, estabas profundamente dormida. Acaricié suavemente tu cabeza, jugueteé con tu cabello mientras te susurraba al oído que despertaras. Como no lo hacías, canté tu canción favorita.

Sol, solecito, calientas muy bonito, hoy y mañana y toda la semana. Caracol, caracol, caracolito. Caracol, caracol, ¡ay qué bonito! Saca tus cuernos al sol. Saca tus cuernos al sol.

Te estiraste con una sonrisa al tiempo que me dabas un abrazo.

—Buenos días, mami.

—Buenos días, nena. ¿Por qué regresaste a tu cama? ¿Por qué no te quedaste a seguir durmiendo conmigo?

—No te quise despertar, mamá, pero aquí estoy —dijiste mientras acariciaba tu rostro helado por el frío de la mañana.

—Acurrúcate, hija. Te vas a enfermar.

—No te preocupes, mami, estaré bien.

Unos pasos se escucharon en la habitación. Tus ojos perdieron su brillo y se abrieron más grandes que la luna en un sombrío gesto de terror. Te escondiste. Ya no podía verte.

—¿Con quién hablas, mamá? —preguntó tu hermana.

—Con tu hermanita, tiene miedo, no quiere estar sola, no quiere verte.

Tu hermana, sin decir una palabra, me abrazó con vehemencia, me regaló una grácil caricia y me sacó de tu recámara lentamente sin que me diera cuenta. Le rogué que no lo hiciera, pero cerró la puerta con llave. No te dejó salir.

Podía imaginarte ahí, encerrada. Te veía temerosa, triste, ansiosa por escapar; podía escuchar tus pasos, oler tu miedo y adivinar tu desasosiego. Le ordené que me dejara abrir, pero ella se limitó a llevarme a la cama nuevamente y me pidió que me durmiera. Mi cuerpo no respondía, me sentía tan cansada.

Cuando llegó tu papá, la oscuridad nuevamente inundaba el aire. Apenas pude despertar, lo llamé: “Amor, abre la puerta. Hazlo rápido, la escuché sollozar todo el día”.

Él me tomó de la mano, cariñosamente me llevó a tu habitación y me mostró que no estabas ahí. Me sentí confundida, seguramente tu hermana se conmovió y te dejó salir. Me senté a observar tu foto, aquella que colgaste en la pared con tanta emoción. Lucías tan hermosa, tan lejana, tan inerte.

Me levanté de tu cama y caminé hacia mi cuarto con las piernas hechas gelatina, el cuerpo trémulo y con un vacío en el estómago. En mi mente aturdida pude ver un accidente, tu carita tras el retrovisor del auto unos segundos antes de salir disparada del vehículo. Yo manejaba.

Un lánguido suspiro salió de mí, me recosté nuevamente y le pedí a tu papá que dejara la puerta abierta para que no sintieras temor. Te canté de nuevo.

Sol, solecito, calientas muy bonito, hoy y mañana y toda la semana. Caracol, caracol, caracolito. Caracol, caracol, ¡ay qué bonito! Saca tus cuernos al sol. Saca tus cuernos al sol.

Mañana, cuando amanezca, escucharé tus pies descalzos retumbando en el piso descampado de mi cuarto, te subirás a mi cama, la recorrerás desde los pies hasta la cabecera y me sorprenderás con un tierno abrazo que me rodeará por la espalda mientras yo intentaré volver a dormir, entonces podré estar nuevamente contigo, al menos por un rato más.

 

Por Amira Scherezada Pastrana Tanus

Written by La Mascarada

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