La partida final

Con gran esfuerzo tomé mi maleta de la parte más alta del closet. Le sacudí el polvo. ¿Hace cuánto que no la usaba? Con enorme parsimonia comencé a seleccionar un poco de ropa de entre los cajones del mueble. No me apuraba mucho porque seguía meditando la intempestiva idea que había atravesado mi mente apenas unos minutos atrás.

La edad y la soledad me atraparon durante la pandemia, como si se tratara de una puerta pesada que aprisionara unos dedos distraídos al cerrarse de improviso ésta.

Apenas ayer fue el primer aniversario de la muerte de Sandra. Para recordar los cuarenta y cinco años que vivimos juntos, me dispuse a inundar el departamento con olor a incienso y mirra, además de tocar los discos de la serie de adagios que tanto le emocionaban a ella. Era con esa música que Sandra entraba como en una especie de trance. Recuerdo haber visto de reojo, hace ya tantos años, una lágrima furtiva recorrer su mejilla mientras escuchaba la música que le apasionaba. Esa misma lágrima transparente que, alguna vez, en nuestra juventud, rodó hasta mi pecho una noche lejana en la que nos profesamos amor.

Tomé un poco de mirra e incienso y les prendí fuego. Caminé lentamente por cada uno de los cuartos con el humo que emanaba del incensario. Al final de tan peculiar procesión, me acomodé en mi sofá a absorber aquel aroma, tan de iglesia, tan de día de muertos, que me recordaba su pasión por lo místico, por lo espiritual. Me transporté a nuestros recuerdos de aquellos viajes a Oaxaca en donde recorríamos sin mayor temor kilómetros de terracería para acceder a pueblos perdidos en la sierra con la única intención de sentirnos vivos. Cuántas veces no me animó a tomar ciertas rutas que yo jamás me hubiera atrevido a explorar. Tan solo ella y yo adentrándonos en lo más profundo de nuestros deseos. El brillo de sus ojos y su sonrisa eran el motor que movía la vida. “Soy feliz”, me dijo un día en que el auto nos llevaba por caminos desconocidos de la sierra.

Me levanté de mi maltrecho sofá para buscar una botella de vino. Me serví una copa. Me hacía falta un poco de impulso para poder soportar su ausencia ahora que su recuerdo, de nuevo, se había instalado en mí.

El espacio que habito es un lugar de viejo, de anciano solo. Es un tanto oscuro, pues la luz y su anuncio de vida poco me atraen. De joven no podía permanecer en lugares como éste, con marcada señal de desamparo, con ventanas tan diminutas que parecen más un obstáculo que una red para atrapar el paso de la luz. Ahora, con los años, mis ojos se han venido apagando, así que de poco sirve que haga esfuerzos para dar mayor detalle a lo que he dejado de afocar. Los muebles a mi alrededor acusan los años del uso, fueron los compañeros fieles de nuestro matrimonio. Evocan el consenso de nuestras ilusiones de juventud.

A pesar de su partida, sigo dialogando con Sandra. Son nuestros “diálogos en ausencia”, como los he bautizado. El confinamiento los ha agotado, el tedio del paso de las horas en esta extraña situación poco aporta para construir una discusión como tantas en las que antes solíamos enfrascarnos.

Por mi edad, claro, soy una persona de alto riesgo si llegara a contagiarme. No en balde cargo a cuestas ochenta años. Mi sobrino ha buscado a toda costa protegerme e impide que salga siquiera a comprar el periódico a la esquina. Me regaña porque no me cuido. Cuando salgo a la tienda de abarrotes no veo por qué ponerme un cubrebocas; me asfixio con esa telita alrededor, además de que este muchacho no entiende que mis lentes se empañan cuando uso el cubrebocas y menos veo de lejos.

No tiene sentido seguir así, Sandra. Qué gano con este encierro si ya ni siquiera te puedo platicar que a don Beto se le ha complicado su problema de presión, si ya no puedo bajar a platicar con él. Es más, creo que él tampoco está ya en la esquina vendiendo sus periódicos; seguramente sus hijos le prohibieron salir a poner su puesto. Ay, los hijos, siempre creen que saben más que los padres. Lo que sé, y no me queda duda alguna, cielo, es que he tenido una vida plena a tu lado. Sin ti, esta guarda a la que me obliga la naturaleza es singularmente estéril. Qué gano con sobrevivir si al final de cuentas el tiempo aquí no será más que una colección de horas sin poder estar a tu lado. Y, si algo me pasa, qué culpa tiene Tacho de tener que ocuparse de un tío viejo como yo. Todavía dijeras que busca heredar, pero, cuando mucho, tengo los veinte centenarios que fuimos ahorrando tú y yo a lo largo de todos estos años y que, por cierto, siguen guardados en el puerquito que hace tanto compramos en Huatulco. Te acuerdas cómo nos reíamos cuando les decía a tus hermanos si empezaban a examinar la alcancía: “¡dejen en paz a la marrana de Sandra, por favor!”. Ay, Sandrita, cómo me haces falta, cielo.

Desde hace unos días mis articulaciones me han comenzado a molestar. Tú decías que mis reumas aparecían cada que iba a comenzar la temporada de lluvias. Pues hasta muerta tienes razón, vida.

Cuánto extraño viajar como cuando éramos jóvenes. ¿Te acuerdas cuando me reporté enfermo al trabajo y nos fuimos de fin de semana a Puerto Rico? Vaya diarrea que me dio en el aeropuerto. Estuve más tiempo en el baño que en la playa; eso me gané por andar diciendo mentiras. Pobre de ti, no pudiste estrenar esa vez el traje de baño que tanta ilusión te hacía.

*

Andrés recorrió uno a uno los espacios de su departamento. El aroma a incienso persistía. Observó por última vez el lugar en el que vivió junto a Sandra los mejores años desde su jubilación. Hizo a un lado con el pie los pedazos de cerámica que se encontraban esparcidos en el pasillo que comunicaba las recámaras. Tomó su maleta, se aseguró de que ninguna ventana o puerta se encontraran cerradas y salió con toda calma del lugar.

—Vamos, Sandra. Hagamos lo que tantas veces hicimos tú y yo: partir a la aventura. Ya sé que será la última, pero verás que valdrá la pena. Brasil es un buen lugar para intentar morir.

 

Por Igor Moreno

Written by La Mascarada

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