Agaete, 4 de abril de 1937 (tercera parte)

Al salir por la puerta, la pareja se tropezó con una joven que entraba corriendo, con cara de preocupación y respirando con dificultad. Tinita se apoyó un momento en el mostrador de madera para recuperar el aliento y su cara se relajó al ver a Lolo, su Lolo, acodado en la esquina. Fiti leyó en la cara de la joven que algo grave ocurría, y la vio mirar a su espalda para asegurarse de que no había nadie cerca. Él era de confianza y Tinita sabía que lo que se hablara en su tienda no saldría de allí. —¡Tengo poco tiempo! Lolo se alarmó al escuchar aquello y Fiti se inclinó un poco más sobre la barra y frunció el ceño. Dado que la mujer trabajaba en casa de un facha reconocido, no le cupo duda de que algo tenía que ver con el movimiento de falangistas que había ante el cuartel. Se rumoreaba que algunos estaban subiendo a las azoteas y no iban armados con tirachinas, precisamente. —¿Qué pasa, chocha? ¡Habla, Tini, habla! —la animó Lolo, sujetándole el rostro entre las manos. —Fiti, le he dicho a la señora que venía a por aceite, así que ponme dos cuartas, no se me vaya a olvidar. —La joven le tendió una botella vacía.

Mientras se acercaba al bidón para servir la cantidad que le había pedido con ayuda de una pequeña bomba manual, escuchó a la sirvienta de don Armando confirmar sus peores sospechas: —Unos hombres han venido hoy a reunirse con el señor y están haciendo una lista de detenidos. ¡Lolo, por Dios, estás en ella, debes huir! —Tranquila, Tini, huiré. ¿Quién más hay en esa lista y quiénes son esos hombres de los que me hablas? —Siguen añadiendo nombres y no he podido escucharlos todos, pero el tuyo, junto con dos de tus compañeros de tripulación, los hermanos rubios del Valle, los he oído perfectamente. Los tipos vienen todos emperchados y parecen peces gordos de la capital. ¡Ay, Lolo!, a ustedes los acusan de traer armas desde Aaiún para los republicanos. —Hablaba atropellada, intentando decir todo lo que sabía en el menor tiempo y con el miedo presionándole la garganta—. Las detenciones serán esta noche. De Arucas y Gáldar ya se han llevado a muchos y hoy se ocuparán de los nuestros. —No te preocupes por mí, avisaré a los muchachos y me esconderé con ellos en el almacén de los Rodríguez, en Las Nieves, hasta que salga el Santa Justa. Nos quedaremos en África hasta que esto se tranquilice. —Debo irme ya, avisen también a Anselmo y a su primo Óscar, los de Las Longueras. He oído sus nombres junto con los tres hijos de Pancracia y César. Mientras veía a Tinita abrazar fuerte a su hombre, Fiti cerraba los ojos y pensaba en lo fácil que era dividir a un pueblo y enfrentar a hombres que habían jugado juntos en la plaza y nadado en el puerto. Esa noche caerían unos en manos de los otros, por causas que nada tenían que ver con aquella tierra ni con quienes eran realmente. —No olvides el aceite, muchacha. —Puso la botella entre las manos temblorosas de la mujer que acababa de salvar la vida de al menos cinco hombres. Esta, con una sonrisa triste en los labios, se despidió y salió a la calle.

Cuando Tini se fue, el sol ya se escondía tras el risco, tiñendo de naranja el triste y curtido rostro de Lolo. —Cuida de ella, Fiti, y échale un cable con la plantación, para que pueda sacar cuatro perras. —Lo haré. —Lolo y Tinita tenían una pequeña plantación de adormidera—. Ustedes vayan con cuidado y eviten los alrededores del cuartel. Y tú no deberías pasar por casa, no vaya a ser… Las palabras, el miedo y la tristeza quedaron suspendidas en el aire, pero había esperanza para Lolo y sus amigos. No se podía decir lo mismo de Ángel, un humilde matarife, cuyo nombre, al mismo tiempo que Tinita recorría las calles de vuelta a casa de los Muñiz, era incluido en la lista de la venganza. El destino de un hombre en el simple trazo de un plumín.

A sus treinta años, Ángel era un hombre hecho a sí mismo. Había nacido en la isla de Lobos, donde su padre seguía ejerciendo de farero y su madre se dedicaba a limpiar y vender el pescado que su hijo menor llevaba a casa. El caso de la familia Ortega no era nada común, dado que no sería el primogénito, sino su hermano, quien sucedería al cabeza de familia en la noble tarea de velar por los hombres de mar. El menor de los Ortega había nacido en unas circunstancias extraordinarias, once meses después de que su madre diese a luz a un niño muerto y los médicos le advirtieran de que no podría tener más hijos. Desde entonces, en el marco de piedra de la puerta del farero, una inscripción rezaba: «Cuando la muerte nos arrebata un alma, la vida nos brinda otra». Con aquella frase había vivido Ángel y con ella moriría…

Al contrario que su hermano, Ángel Ortega siempre había disfrutado de las visitas a casa de sus tíos, en La Oliva, donde ayudaba con el ganado y en la elaboración del queso. Así aprendió el oficio de matarife, que le permitiría ganarse la vida en Agaete, donde no dudó en instalarse, arrastrado por el amor que profesaba a Aurora, cuya belleza veía reflejada esa noche en el rostro de su hija. —Papá, ¡cuánto tardaste! —No hagas caso —atajó Rosario, que cuidaba de Clara cuando él estaba trabajando—, lo que pasa es que esta niña está muy empadrada. Ángel miró con ternura a la pequeña y recordó el tiempo que había tardado en ordenar sus sentimientos hacia ella. Los primeros días creyó odiarla por haber terminado con la vida de Aurora, que le había cantado nanas cuando aún estaba en su vientre y se había preparado para amamantarla y protegerla. Pero aquella niña parecía haber llegado para arrebatarle la vida a su madre y ocupar su lugar. Al matarife le pareció injusto que la vida y la muerte hubieran llamado a su puerta el mismo día y al mismo tiempo. Pasó semanas sumido en un obstinado silencio e incapaz de mirar a su hija, hasta que recordó la profecía familiar y asumió la responsabilidad que había cargado, injustamente, sobre los diminutos hombros de la pequeña Clara. No tardó en comprender que habiendo podido perderlas a ambas, la fortuna no lo había querido así, por lo que asumió que Aurora viviría a través del fruto de su amor y se sintió dichoso por ello. Aquello le dio fuerzas para seguir adelante y ocho años después, amaba a su hija más que a nadie en el mundo. Sin dejar de observar a la niña, pensó que un signo inequívoco de que se estaba recuperando del golpe era que al fin había conseguido desear a otra mujer.

 

Por Carlota Suárez García

 

De La tumba del rey (Huso, 2019)

 

Written by La Mascarada

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