Vida

Primero fue un chirrido de colibrí, que despertó al cenzontle, a la urraca, la cacatúa y, unos segundos más tarde, al zorzal y el pitirre. En breve la primera cigarra del bosque abrió el concierto, desperezándose, con un solo exquisito que fue seguido por sus hermanas cigarras y por sus primos grillos, saltamontes y esperanzas. La vida se hacía a medida que el bosque iba incorporando sonidos a la gran orquesta universal. Pronto todos se involucraron en la vorágine del amanecer y el aullido hizo casi inaudible cualquier otra cacofonía o silbido. La vida danzaba en la floresta…

…Pero a la orilla de la laguna la quietud era todavía una condición de aparente permanencia. La limpidez del espejo de agua reflejaba las nubes algodonadas en los fondos, como si debajo de la superficie se pudiera repetir el mismo paisaje. El sol venía de la selva tropical, de allá donde los pájaros y los insectos habían roto el silencio con sus cánticos magníficos. La armonía del paisaje rallaba la perfección.

Los hombres, impedidos de dormir hasta más tarde por la eufonía de la naturaleza, comenzaban las labores habituales de cualquier día. Sacaban pinazas a la bahía, tiraban las varas de pescar en las orillas, encendían el fuego para cocer el barro y los alimentos, las madres amamantaban a los niños más pequeños y los mayores corrían livianos sobre el lodo que rodeaba el agua, desnudos, sin pudores, tal como habían venido al mundo.

Ni una sola hoja temblaba sin que los hombres percibieran su estremecimiento. El mundo era nuevo para todos, recién fundado. Asistían asombrados cada día al milagro de la creación.

A media mañana los albatros venidos del cercano mar cruzaban el cielo azul de la laguna y dejaban su imagen como estela sobre el agua. Los chicos chapoleteaban, y a veces jugaban a alcanzar al ave dentro del lago, inocentes de la inutilidad de su ambición.

Después de la hora de comida, las faenas se reducían a un puñado de adolescentes que lavaban los pozuelos de barro en las minúsculas, casi ingrávidas cascadas, mientras la mujeres exhaustas dormitaban en el sopor del calor tardecino. A esas horas los hombres habían partido al bosque por caza y madera para quemar en las noches y calentarse de la intemperie y los mosquitos. Regresarían para el crepúsculo.

Era el atardecer la hora sagrada. Absolutamente todos se reunían en los bordes de la laguna, como se reúnen los hombres alrededor del fuego en las noches de tantear leyendas. Los botes rumoraban al vaivén de las imperceptibles olas que se iban formando cuando la luna ejercía sus influencias mágicas. El sol descendía, majestuoso, sin prisas, hasta rayar el horizonte rojo del agua, fulgurante. Y hombres, mujeres, viejos y niños se sentaban con las piernas cruzadas, en silencio, a ver como el día llegaba a su fin. En el bosque se detenía la existencia en un instante, para dar paso a los sonidos nocturnos de coleópteros y rapaces al acecho. Toda la energía de aquel pueblo se concentraba en celebrar el milagro de la vida y la belleza de la naturaleza. Eran hombres tocados por la gracia de Dios, o eso pensaban ellos, hasta aquella noche nefasta.

El sol dejó sobre el lago el último de sus rayos luminosos y la luna emergió brillante al otro lado del horizonte. Entonces un ronquido ensordeció el ambiente. Apareció el primer gran pájaro de hierro sobre la luna solitaria. Después otro, y otro, y decenas de ellos. Unos segundos más tarde las bombas explosionaban en el agua, y todo lo que había estado atado a ella como un hilo de Ariadna denso y eterno, moría.

Cuando el desfile de cazabombarderos terminó, la noche se había cerrado aterradora sobre el destino del planeta. La laguna yacía lánguida, infecta de cadáveres, humanos, acuáticos, de aves abatidas por la locura de las balas, que nunca más cantarían en la alborada. Dios, con un ojo cerrado y otro abierto se asomó sobre la oscura noche y cual Polifemo se detuvo sobre el desastre. Pero cerró el único ojo que le quedaba y siguió su camino como si en la Tierra nada estuviera sucediendo. En la laguna de los hombres un canto de pájaro se elevó hasta el cielo, pero este ya no anunciaba nada… Era un lamento hondo donde cabía toda la desdicha, un chirrido que expresaba el fin de la esperanza… Y que sin embargo…, todavía articulaba VIDA.

 

Por Gabriela Guerra Rey

 

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

Loading Facebook Comments ...