Al llegar frente al Parque Maceo, en el Malecón, a pesar del golpe de timón que metió el chofer, la guagua no le hizo caso: abandonó el largo y oscuro pasillo que recorría, bajó por los peldaños pendientes de una escalera azotada por el viento que amenazaba con arrancar las puertas y, luego de un tortuoso giro, se salió a la calle, allí donde, el edificio que construíamos, se empinaba tanto contra el cielo que ya lo envolvían, arriba, las nubes y, abajo, el polvo que levantaba el viento. Por tal razón, a veces el edificio se veía a medias, o a veces, solo asomaba el cucurucho arriba, o, incluso, a veces, no se veía del todo. Se lo comía aquella aciclonada irrealidad. Porque no siempre podía verse. Nosotros, los que trabajábamos para levantarlo, piso tras piso, a pesar de lo macizo de la alta torre que fundíamos en hormigón, teníamos la sensación de que era incorpórea porque, de pronto, cuando aquel viento soplaba y levantaba el polvo y hacía que bajaran las nubes, el edificio entero se perdía, dejaba de verse. Parecía que en lugar de construirlo lo imaginábamos. Pero esto, al Ambia, al negro Eloy Machado, que empujaba una carretilla cargada con sacos de cemento, no le importaba. Se ponía gago cuando le preguntaba si toda aquella mole de cemento no era más que una figuración que Orula hacía aparecer delante de nosotros sobre el tablero redondo cuando tiraba los caracoles. No, es la eeenviiira, conconsooorte, pronunciaba trastabillándole la lengua. Nos está poniendo sobre el tablero la envira, la vida, decía al fin. Y volvía a subir y a bajar, corría por los andamios para traer más sacos de cemento para la concretera que giraba, también sin descanso, porque, una vez que se empezaba a fundir uno de aquellos niveles entre un piso y otro, no se podía parar. Había que rellenar de concreto el laberíntico andamiaje de cabillas de acero que la sostenían. Al Ambia, como le decíamos, no parecía importarle el polvo, pero sí las nubes. Se pasaba mirándolas, mirando para arriba, sonriendo, como si el abajo no existiera para él. Los negros, decía, han vivido todo el tiempo abajo, respirando el aire sucio de los barracones, desde que nos trajeron de África como esclavos. Los macrí, no. Los blancos siempre han vivido arriba, en lo eriero, en lo bonito y limpito, por eso se asustan tan pronto sopla un poco de polvo y los pone a estornudar huracanes, como si se estuviera acabando el mundo. Los blancos no saben lo que es comer tierra, decía. Pero yo soy un indíseme. Yo, cuando el viento levanta el polvo y lo borra todo, grito, alto, para que me oigan: Camán lloró. Camán lloró. Eso digo: Ven a llorar conmigo. Eso digo. Entonces, consorte, se forma, arriba del polvo, un arco iris. Es Yemayá que sale del mar para traernos su corona. Para traerme, consorte, el abrazo de mi mamá, decía, poseído, con la cara sucia reflejada en sus ojos y continuaba empujando su carretilla, mirando cómo al edificio lo copaban las nubes. Cuando las nubes llegan, me voy en surne, consorte, me pongo a soñar, mirándolas. Maferefun, digo, porque son las manos de Jacinta, que vienen, que me traen miel. Es la envira, consorte. Mi suerte es estar aquí. Porque mi mamá viene aquí. No hay guara con mi mamá. Cuando voy empujando la carretilla y ya estoy despatado, que me derrengo, que no puedo más de tanto ir y venir, las nubes bajan a echarme un fresquito en la cara. Un regalo que me hacen. Las nubes salen de la boca de Ochún y me tocan la frente. Yo las saludo: ¡Maferefun! Entonces, aunque me doble por el peso, aunque me caiga, me levanto. Me paro de un tirón. Me pongo a caminar, porque el dolor se me quita empujando la carretilla. Me pongo retador, Agayú. Me acuerdo de lo que me repetía mi mamá: Hachero no pide agua, hachero cae y para. Y me paro. Las nubes son, consorte, el pañuelo blanco de Jacinta. Cuando me pasan por la cara, me producen un alivio. Me quitan, creo, el dolor que, que mira tú qué cosa, consorte que, que traigo metido en las rajaduras de los pies, que por más que me unte manteca de corojo, no se me quitan. Ahí están. Si se me abren, grito; si se me cierran, grito. Las rajaduras siguen ahí. Siempre están ahí. Hongos, dice la doctora. Dolor, decía Jacinta. Todos los negros las tenemos. Las traemos. Desde niños. Desde África. Desde siempre. Es por el mucho caminar sin nada, sin encorios en los pies. Por eso cuando empujo la carretilla, brinco a veces, grito a veces. Ifó, me digo. Dolor, me digo. No es porque estoy loco, consorte: es porque lo siento. Me sube de los pies hacia arriba. Me sube y me sube. Me aprieta duro aquí en el pecho. Por eso corro hasta el último nivel que estamos fundiendo. Corro y corro. Me apuro, fú fú, por llegar allí. Pero no es solo por soltar el peso de los sacos de cemento de la carretilla. Es para que las nubes me pasen por la frente, mi consorte. Cuando llegan, digo: ¡Maferefun!, en saludo. En alivio. Y las nubes bajan. Siento que me pasan miel por los socairos, por la mui, por la moropada con que pienso la envira, consorte, y me dan un respiro. Me ponen agua fresca, un frescor, un camino fresco donde duele. Omi tutu laroyé, digo en lengua. Porque yo siento que son las manos de mi mamá, Jacinta la Sufrida, que, cuando dormíamos en los portales y me ponía con fiebre, me untaba poquitos de saliva en la frente. Mi mamá es Ochún. El amor. Mi mamá es la nube que me toca allí donde me duele. Y con ese decir, el Ambia se impulsa. Vuelve a empujar la carretilla, cargada de sacos de cemento hasta el tope. Se pone una ancha faja en la cintura, para que no lo reviente el peso de los sacos que carga, para que no le bote las tripas para afuera. Suda. Jociquea como un negro cimarrón entre el polvo, y hasta se pone en ahogo, pero no se queja. Suelta un grito, de alegría, qué extraño, como si estuviera construyendo la felicidad con esa alegría dolorosa. Qué extraño. El Ambia es un bicho raro. Un hombre que empuja una carretilla con el dolor a cuestas, pero no se queja. Parece estar sanando una herida. Cerrándola. Así. Con su ir y venir. Eso me contagia. Coño, Ambia, lo tuyo es increíble: empujas la carretilla el día entero, y aunque a veces te ves hecho mierda, derrengado, que parece que vas a caerte, tiras un pasillo de rumba con los pies, emparejas el disloque con que se te aflojan las rodillas, y aunque cojeas, sigues empujando la carretilla. No entiendo. Yo que te veo, no entiendo cómo puedes creer en este edificio, que parece que no existe, porque lo tapan el polvo y las nubes. ¿Cómo puedes, Ambia, cómo puedes? El edificio es como la jicotea, consorte: para que asome la cabeza hay que pellizcarlo. Hay que darle harina cruda y quimbombó. Como a Changó, que es un peleador. Un guerrero. El edificio es hijo de Changó. Da así, apareciendo y desapareciendo, su batalla. Yo cuando no lo veo, lo adivino. Tiro los caracoles en mi mente para ver qué dice Ifá. Cuando lo borran el polvo y las nubes yo sé encontrarlo. Yo conozco los secretos del awó. Yo soy hijo de Orula, el padre del cielo y de los presagios, que es el que adivina. Por eso a mí no preocupa si el edificio se ve o si no se ve, dice. A mí lo que me importa es que se levante alto para arriba para que venga mi mamá a pasarme la mano por la frente. Pienso en mis largos días sin sombrero ni nubes. A mí antes, cuando andaba de niño tirado en los portales, tampoco me veían. Por más que Jacinta la Sufrida y Felicia la Caminanta estiraran las manos pidiendo algo, nos pasaban por el lado, y no nos veían. Solo Olofi, a veces nos tiraba un cabo y encontrábamos un pedazo de pan en la basura para engañar el hambre. El arache, como te come por dentro, no se ve. Ahora que tenemos los féferes, qué importa, consorte, si yo tengo que empujar el día entero una carretilla. A mí lo que me importa es que esto no se vuelva para atrás y yo tenga que volver a los portales donde, por mucho que Jacinta la Sufrida y Felicia la Caminanta estiraran las manos, no nos veían. Nosotros no podíamos ser nosotros, porque olíamos mal y, como teníamos hambre, no existíamos para nadie. Ni siquiera al pasar querían vernos. Batallábamos. Suplicábamos. Bailábamos delante de la gente. Pero ni así: no nos veían. Ni aunque les brincáramos con muchas piruetas delante. Los pordioseros no se ven. Los que comen tierra no se ven. O no querían vernos. Yo no estudié en la escuela, pero sí sabía lo que era que te miraran para no verte. Te dolía. Tú mismo te hacías invisible para que no te vieran el dolor. Que se avergüence el amo, como dice Nicolás Guillén. Yo sigo con mi carretilla, empujando el pasado para atrás. No quiero que vuelva. No quiero que el dolor vuelva, consorte. Orula es testigo de lo que digo.
Por Froilán Escobar
De Tres en una taza (Ediciones Bagua, 2016)