Doña Rosa (segunda parte)

A pesar de la planificación cuidadosa, nadie se animaba a decir palabra. Adolfo lo hizo, mientras llevaba su mano al bolsillo trasero:

―Lo que nos ha hecho no es decente, es muy injusto, es más, es una estafa.

Al final de la oración gritaba y sus ojos brillaban de manera alarmante. Doña Rosa asentía con gesto suave, callada. Todos nos sumamos a los gritos, cada quien reclamó cosas diferentes y en el barullo no se entendía bien lo que pasaba. Luego de repetirnos por un rato, ella alzó su mano y dijo:

―Es mi negocio, si decido que no hay nada que decir, así será.

Adolfo sacó su mano del bolsillo y se le acercó cuchillo en mano. Lo presionó contra el cuello y gritó, transformado a tal punto que los otros tres no lo reconocimos:

―O me dices o te mato.

Doña Rosa no le dijo.

Cuando salimos de la casa hacía rato que no respiraba. Sentada en su rincón, con la cabeza sobre el pecho y un río de sangre que crecía, imparable, en medio de la sala. Nadie se atrevió a decir nada durante cierto tiempo hasta que Adolfo, una vez más, rompió el silencio.

―Nadie sabe que estuvimos aquí. Ni se les ocurra hablar de esto con nadie ¿Me entienden? ¡Con nadie!

Tiró el cuchillo en la primera alcantarilla que encontramos y nos miró con esos ojos nuevos, que no dejaban dudas de hacia dónde giraría el destino si alguien disentía. Yo no dije nada en los largos años que siguieron. No por él, ni por mí, fue por Irene. Eso de dejarla como cómplice de algo tan horrible no podía permitirlo. Ya ha tenido ella infierno suficiente. Lo que sí me juré esa misma noche fue que nunca más iba a dejar malvado impune.

Al día siguiente, todos murmuraban en el pueblo y poco a poco empezaron los curiosos a tomar el camino a casa de Doña Rosa. Yo me sumé al tumulto sin pensarlo, con la culpa golpeando mi consciencia y unas ganas inmensas de gritar lo que sabía. Al llegar vi al cura, escondía varios cuadernos bajo el brazo y se alejaba de la casa a toda prisa. Dos policías habían llegado poco antes que nosotros, tenían cara de no entender nada. Preguntaban si alguien había visto a la señora o a sus animales. La casa estaba vacía, sin muebles, sin olores, sin ningún ser vivo. Solo un enorme charco de sangre inexplicable. No era posible que hubiera ser humano con tamaño suficiente para haberla contenido.

Unas semanas después fui muy temprano a ver al cura, con intención de confesarme. Lo hice y, para mi sorpresa, permaneció calmado, como si ya supiera, a pesar de que no hubo reportes públicos ni secretos. No me dio ni me quitó la absolución, solo me miró con una tristeza profunda y dijo:

―La vida, a veces, hay que tomarla como viene.

En los cuadernos que sacara a hurtadillas, y que ahora guardaba con recelo, había leído:

*

Irene: Abusada por su tío durante muchos años. Incapaz de amores o de orgasmos. La desgracia la persigue. Así será por el resto de sus días. Enterrará a su amigo más cercano antes de lo que imagina. Se casará con un hombre que nunca la ha querido. Con él tendrá a su única hija. Su corazón quedará roto sin remedio en poco más de quince años. Mañana será testigo de un asesinato y no hará nada para impedirlo.

*

Leonardo: Se casará con Irene por inercia. Tendrán una hija, que se suicidará a los catorce años, cuando se repita la historia con el tío. Se enamorará, sin remedio, de un amigo que ama a Irene con locura. Vivirá entre el miedo y la apatía que nacen de la culpa y los secretos. Morirá de un cáncer doloroso, que empezará en su hombría y terminará devorando sus pulmones. Nadie lo recordará después de muerto. Mañana será testigo de un asesinato y pasará el resto de su vida tratando de olvidarlo.

*

Rafael: Enamorado de Irene con locura. No le dirá nunca. Su padre no es su padre y ya lo sabe, por eso la casa es un infierno. La madre se largará en pocos meses con el plomero que se parece tanto a Rafael. Nunca más volverá a tener noticias de ella. Matará a tiros, sin causas aparentes, a un señor de muchos años. Todos pensarán que fue en venganza por Irene. Se comerá su última bala, luego de contarle que ya no tiene que preocuparse por su tío. Mañana será testigo de un asesinato y pasará el resto de su vida tratando de enmendarlo.

*

Adolfo: Ahogó en un cubo al gato del vecino. No amará nunca a nadie que no sea él mismo. Nadie que no sea él mismo lo amará nunca. Su madre le tiene miedo y él lo sabe. Su padre piensa que habría que haberle hecho lo que al gato. No tendrá descendencia y pensará que es una suerte. Probablemente lo sea. Tendrá una vida larga, pero acortará la de muchos. Asesinará a Doña Rosa mañana por la noche y descubrirá que no le importa en lo más mínimo.

El cura se volvió un hombre solitario. Rara vez salía de la parroquia. No miraba de frente a los habitantes del pueblo cuando se los encontraban por la calle, solo devolvía saludos con un gesto que era medio mueca y medio hastío. La desconfianza se le pegó en el rostro y su voz se fue apagando hasta convertirse en un susurro. Sus homilías se convirtieron en un canto triste, con poco de fe y mucho de amargura. Decidió cambiar su testamento. Dejó todo lo que tenía, que era casi nada, al refugio de mascotas, con una cláusula específica en la que exigía quemar una caja de madera, clausurada con clavos, que guardaba debajo de su cama y tenía el tamaño aproximado de un cuaderno.

Nadie supo qué pasó con Doña Rosa.

Se rumora que hay otra señora sin edad en Pueblo Abierto. Lee el arroz y tiene un perro ciego, un gato negro, una paloma sin un ala y algunos creen que incluso una tortuga.

 

Por Annia Galano

Written by Anfiteatro Monocromo

Loading Facebook Comments ...