Desparramada sobre el campo de maleza, con los ojos cerrados, esperó a que el violador terminara de hacer “lo suyo”. El olor a alcohol le provocaba náuseas. Podía ser cualquier de los hombres del pueblo, a la fecha, todos bebían, todos violaban, todos hedían.
Nueve meses después le nació el tercer hijo bastardo. No sería el último. Ella continuó con su rutina de lavar, planchar, cocinar, fregar y olvidar.
Por Gabriela Guerra Rey