Miro dormir a un hombre que a partir de mañana será mi ex marido para siempre y que, probablemente, ya no vuelva a dormir a mi lado.
Aún está oscuro. Con atención, escucho cada uno de los ruidos de la casa. El goteo lento de la canilla del baño, una rama que golpea contra la ventana de nuestro cuarto, el lejano ladrido de un perro, el rítmico latido del reloj en mi mesa de luz.
El hombre a quien miro dormir se llama Pedro.
Mi mirada se detiene en su cuerpo con esa especie de nostalgia anticipada que nos produce la última vez de todas las cosas.
Como si lo bautizara, pronuncio su nombre en voz baja: Pedro. Pedro.
Recuerdo el deleite que me producía pronunciar esa palabra en los primeros tiempos de nuestra relación. Las letras de su nombre se deslizaban en mi boca como una fruta dulce y de inmediato me traían su mirada, su olor, el recuerdo de su piel. Pedro, digo ahora y observo que después de quince años de matrimonio y al borde de la separación, el tiempo ha impregnado ese nombre de un sabor amargo.
El hombre a quien miro dormir tiene el torso desnudo, ha perdido bastante pelo y ha engordado un poco. Sin embargo, a los cuarenta y ocho años conserva un rostro armonioso y unas manos que todavía me conmueven. Manos grandes y hermosas, siempre tibias.
Me pregunto qué pensará él de mí en lo más íntimo. ¿Qué soy atractiva? ¿Interesante? ¿Sosa? ¿Buena madre? ¿Nada? Seguramente piensa que he cambiado, que he perdido mucho de mi encanto. Pero no quiero pensar, no quiero saber. Mi padre siempre decía que es parte de la misericordia divina el no saberlo todo. Y hoy agradezco esta dulce oscuridad.
Como si el cuerpo de mi marido pudiera leer mis pensamientos, una de sus manos —una de sus grandes, tibias y hermosas manos— acaricia mi cadera.
Son las seis.
La luz tenue y rosada del amanecer se filtra suavemente a través de la persiana de nuestra ventana. A las siete sonará el despertador y él se levantará luego de algunas palabras de fastidio. Me preguntará qué hago despierta tan temprano y le daré alguna torpe y confusa explicación que él escuchará solo a medias. Hablaré a medias y me escuchará a medias. Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a comunicarnos de ese modo.
Al rato despertaré a nuestra hija, le sacaré el pijama y la empujaré a la ducha. Después prepararé el café con leche y tomaremos el desayuno los tres, en la mesa de la cocina. Quizás nos mantengamos en prudente silencio. La gravedad de la situación debería imponernos el silencio. O quizás, como si se tratara de un día cualquiera, nos quejaremos una vez más de las últimas medidas del gobierno, de los caños del baño del vecino, del boletín de Morena y de esos plátanos malditos que insisten en tirar pelusa en la terraza de casa.
El hombre que duerme a mi lado gira en la cama y me da la espalda.
El fin.
Hace meses, años quizás, que espero este día. Hemos hablado mucho de nuestra separación. La hemos deseado mucho. También la hemos temido. Un final esperado, conversado y programado, es cierto. Y sin embargo, ¿cómo escapar al dolor de una pérdida? ¿Cómo llegar siquiera a comprender la palabra “ausencia”?
Del libro La separación (Galerna, 2018 y Huso, 2019)
Por Silvia Arazi