Los duelistas

A dead body revenges not injuries.

William Blake

 

En algún momento de los siglos futuros, resurgió como un caballo alado que se abre paso en la decapitada y agonizante sociedad el olvidado recurso del duelo.

América Latina Unificada y la Federación Euroasiática fueron los primeros bloques que aceptaron con entusiasmo el vulgarmente llamado “homicidio legal”. Los beneficios para la humanidad fueron estremecedores. Era una época en la que la tecnología médica había arrasado con las enfermedades mutando patógenos para que sólo afectaran a ciertos primates (las organizaciones defensoras de animales desaparecieron completamente en el 2149). Entonces la muerte, como alguna vez lo fue la inmortalidad, se convirtió en algo inalcanzable. Todas las farmacéuticas se declararon en bancarrota; hospitales y sanatorios fueron convertidos en casas de reposo para ancianos, replicándose en copias exactas (en estructura y número) de complejos de interés social. El único medicamento que necesitaba el ser humano fue una vacuna que se aplicaba al nacer. Era como un sello cárnico que marca la piel aprobándola para el consumo.

Los duelistasEl proceso para el duelo era tan complicado como cualquier trámite burocrático de la actualidad, aunque tenía un parecido más razonable con una demanda. El “afectado” llenaba una solicitud en el tribunal local y esta era revisada por un ordenador que nunca emitía una sentencia errónea. En caso de que los datos que se presentaban para el juicio fueran insuficientes, se enviaba una notificación en un plazo no mayor a los 10 minutos. Si procedía, la resolución llegaba al día siguiente.

Fue así que la justicia divina era impartida por la escasa o mortal puntería de cualquiera de los dos pistoleros ocasionales. Esta nueva ley se erigía como una honorable y cómoda forma de morir. Era un sistema perfecto en donde sólo el implicado participaba en la ejecución y el proceso no podía ser corruptible. La extorsión y el robo eran desconocidos para aquella modernidad que aniquiló todas las afecciones del hombre, incluso las mentales.

Sin preocuparse de la muerte por causas naturales, los seres humanos necesitaban un control de población con pólvora y metal.

Dos hombres tuvieron una cita con su suerte aquel domingo en New Roulettenburg.

Ambos eran exitosos matemáticos, ambos casados y con hijos, ambos ansiaban más que cualquier cosa en la vida el morir. Habían calculado la trayectoria y el tiempo en el que cada uno tenía que disparar para que los dos cesaran. Todo esto a los ojos de la comisión encargada de efectivizar el duelo, de modo que el álgebra tenía que ser invisible, pues, si se descubría alguna irregularidad en cualquier instancia, se les negaría definitivamente el derecho al duelo, además de la vergüenza pública.

La solemnidad de la mañana los devolvió al Far West en donde la gente se mataba antes del desayuno. Caminaron hacia sus armas apenas mirándose, confiando su muerte al hombre que se perfilaba en dirección opuesta. La Beretta 203 en cada mano y diez pasos los separaban de su destino.

Los duelistas

Uno. —No me despedí del caniche que fue el más fiel compañero que he tenido a pesar de los ininterrumpidos jadeos, sus ladrantes pesadillas y su ingenua estupidez de perro que nunca hubiera podido ser guardián. Adiós, amigo.

Dos. —Esta es la decisión correcta.

Tres. —Si esta va a ser la ropa última que usaré en vida debí de haber escogido un mejor traje.

Seis. —Amanece, ya el carro de oro sale y no volveré a verlo nunca más, podría quemarme los ojos dándole un último vistazo, pero comprometería mi disparo.

Siete. —Disparar.

Ocho. —No sirven las disculpas, menos ahora que no hay quien las reciba.

Nueve. —Podría detener todo esto, podría no morir.

Diez. —No falles.

El disparo lo alcanzó en el mentón, le atravesó la garganta y no se detuvo hasta muchos metros después. El dedo en el gatillo se cerró mucho antes de que la mano de quien lo enfrentaba apuntara siquiera. El trato moría con él. Fue traicionado y a la vez cumplió como un caballero. El líquido caliente y espeso hacía que sus cabellos enraizaran en el piso, alcanzó a verlo caminando hacia él con el cañón humeante y un cigarrillo encendido en la otra mano.

—Ni siquiera pude apuntarle, ¡que vergüenza! —pensó, mientras el castigo de todos los desiertos se inflamaba en su lengua.

La muerte, o el deseo de la muerte, confunde a los hombres en New Roulettenburg. Algunos, en los últimos diez metros, encuentran las ganas de matar, no de vivir. Otros, en el sabor del Angostura que les gustaría ordenar por última vez.

Se están haciendo modificaciones a las leyes para que los diez pasos sean eliminados, y la decisión, o indecisión, no dure más que un segundo.

 
Por Jesús Martínez
 

Written by Jesús Martínez

“Sutiles cuestiones trato, resoluciones graves comprehendo, perfectos libros amo”.

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