El ataque

Los hombres con uniforme blanco están agazapados frente al edificio. Llevan pistolas negras y una insignia en el casco: PR.

Con esta luna nos van a ver hasta de la China, piensa el capitán Stark. Despliega el brazo como una batuta para distribuir a sus hombres; éstos se van parapetando tras los escasos coches estacionados en la calle. Los coches. Hay un último modelo XTX negro. Stark lo acaricia con la mirada; el suave diseño de la carrocería, nuevo lente parabólico, dos transformadores de carga, la potencia del motor de fotones… Siente un entusiasmo dulzón cuando por unos segundos se abandona a imaginar los instrumentos mecánicos, es algo que siempre le gustó. De chico quiso ser mecánico, pero cuando aún estaba en la escuela primaria vinieron unos señores del gobierno y tomaron pruebas a toda la clase, dibujos, preguntas, juegos extraños; a la semana volvieron con los resultados y decretaron que él debía ser oficial. Cuando el gobierno dice que hay que ser una cosa no existe otra posibilidad, no hay rebeldía ni disgusto, resulta lo más natural del mundo que uno sea oficial. Y Stark es un buen oficial, así consta en su ya nutrida foja de servicios. El chico que quiso ser mecánico nunca existió.

—Tenemos el edificio rodeado —le informa el teniente Moreno agachándose junto a él.

Stark asiente con la cabeza, sin soltar el visor ultravioleta con el que escudriña el interior oscuro del edificio.

—La orden es atacar a la 0.30 —dice con sequedad.

El teniente mira su reloj, la mano le tiembla y la oculta en su bolsillo.

No hay un solo movimiento en la calle, el escuadrón está a la expectativa para la orden final. Bruscamente, el silencio es quebrado por un taconear de pasos. Dos hombres de uniforme azul se acercan por la vereda, llevan metrallas láser y un audiovisor; seguramente hacen su ronda.

Stark se enfurece.

—¡Dígale a esos idiotas que se rajen de aquí!

El sargento se desliza presuroso para informar a los intrusos que la PR está realizando un procedimiento, y los gendarmes hacen una venia antes de retirarse al trote. Moreno escupe, hay algo de bilis en la boca. Siente que no debió comer su ración antes de salir de casa. Es joven, sin experiencia en este tipo de redadas; su esposa también es joven e inexperta, todo el día le rogó que diera parte de enfermo y no fuese hoy al cuartel porque presentía algo, había soñado algo…

El ataque, cuento de Eduardo Goldman

—En mi primera misión yo tenía tu misma cara de naranja arrugada —le dice Stark, y se sienta en la acera, apoyando la espalda contra la puerta del coche.

Moreno sonríe, trata de disimular el dolor de estómago, o su miedo. El capitán saca del bolsillo un tubito blanco, se coloca un extremo en la boca, mueve una pequeña válvula que hay en el medio y empieza a aspirar un gas incoloro con fuerte aroma a tabaco negro.

Hace muy poco que Moreno conoce al capitán. Stark es amable, poco formal, a diferencia de otros oficiales le habla como a un amigo, tuteándolo; él no sabe si tutearlo también o tratarlo de señor (o hacer esto último sólo cuando hay otros presentes), teme

ofenderlo de cualquier modo. Por ahora se libra del compromiso hablando con cautela, evitando los pronombres: ni “vos” ni “usted”.

—¿Son tan peligrosos? —pregunta.

El capitán saca la pistola de rayos de su cartuchera y empieza a examinarla.

—Bastante —dice en un susurro—, como todos los fanáticos; nunca se sabe cómo van a reaccionar estos desgraciados. Te voy a dar un consejo, metete en la cabeza que no vamos a encontrar seres normales. Son locos, locos rejuntados en una secta o logia o como quieras llamarlo, un verdadero mundo aparte, con leyes propias, símbolos propios y hasta lo que se dice un propio dios infernal. Me acuerdo que hace tiempo tuvimos que rescatar a un chico, un chico de once años, creo —Stark relata la experiencia sin asomo de emoción en el rostro, como si la estuviera contando por milésima vez—… cuando lo llevábamos al hospital empezó a murmurar algo en un idioma extraño, si es que eso era un idioma, más bien parecía un rezo diabólico, te hubiese puesto la piel de gallina.

Moreno aprieta su mano contra la boca del estómago como para evitar una nueva invasión de bilis. Se coloca una tableta de “Pepsal” sobre la lengua, aunque sabe que ya no le hacen efecto.

—Mi mujer —dice por fin— anoche soñó que… bueno, soñó conmigo, me vio tirado en el suelo, con la boca abierta y lleno de sangre. Tétrico, ¿no?

—La mía viene soñando algo parecido desde hace años —comenta Stark jugando con el seguro de la pistola— pero ya no le da tanta importancia. Mirá, lo que tu mujer necesita es una larga charla con la mía, vos sabés, entre ellas se consuelan. ¿Por qué no se vienen una noche a cenar? Podría ser mañana. Mientras ellas se ponen a llorar juntas te voy a dejar estúpido son mi colección de armas antiguas.

—Me parece perfecto, a Lidia le va a encantar —acepta Moreno—, entonces, ¿mañana?

El capitán saca una tarjeta y se la entrega al teniente; éste no pregunta a qué hora, si es para cenar será a las seis de la tarde, después charlarán, verán la colección de armas, y a las diez se despedirán para volver a casa antes del toque de queda.

Stark da la orden.

Uno a uno los PR van entrando al edificio, copando puertas y escaleras. Stark y cuatro hombres armados con metralletas láser ocupan el ascensor para dirigirse al sótano, mientras Moreno y el sargento bajan con otro contingente por las escaleras. Llegan al subsuelo casi en forma simultánea.

—Qué raro —masculla el capitán—, el informe dice que hay un segundo subsuelo.

Uno de los hombres encuentra una escalera angosta, metida como un pozo negro tras una puertita de madera; la llave de luz que sobresale en la pared no funciona. Stark baja con una linterna, despacio, la construcción es antigua y por lo tanto no muy segura; a excepción de dos hombres que quedan de guardia, los demás lo siguen. La oscuridad es sofocante, densa, casi puede palparse. Ya están abajo, con la sensación de haber llegado al fondo de una enorme tumba. Los haces luminosos de algunas linternas se mueven desesperadas en busca de las paredes, en busca de un límite donde afirmarse; la oscuridad es vacío, terror, muerte. Moreno sostiene el arma con las dos manos, por un momento se imagina tirado en el piso con la boca abierta como en el sueño de Lidia. Un nudo le sube a la garganta, tiene ganas de gritar y correr escaleras arriba, se contiene, mordiéndose un labio hasta hacerlo sangrar por dentro, sabe lo que le pasa a un cobarde, traga saliva con gusto a sangre y junto con la saliva un grito que vuelve a encerrar en el estómago.

El ataque, cuento de Eduardo Goldman

Los conos de luz se concentran ahora sobre una puerta metálica. Un lejano y tenebroso cántico empieza a escucharse desde el otro lado del muro, atenazando los músculos y la voluntad de los hombres. Stark sabe que no hay tiempo que perder, da la orden. El láser derrite la cerradura. Los hombres penetran como una explosión al recinto apenas alumbrado por cuatro o cinco velas. Un grupo de acólitos se encuentra arrodillado frente a su sacerdote, que está de pie murmurando algo en un lenguaje extraño; los fieles escuchan en silencio, sin siquiera voltear a ver qué sucede a su alrededor, como si ya lo supieran.

—¡Policía Religiosa! —grita Stark—. ¡Nadie se mueva!

Los PR levantan a los fieles y los palpan de armas, luego los empujan contra la pared. Moreno trata de ver sus rostros; entre ellos hay también mujeres, una de ellas cargando un bebé, todos con sus cabezas gachas susurrando un canto que a él, será por el aire pesado y la luz mortecina de las velas, le parece escalofriante.

—¿Reniegan de su fe y aceptan al Estado como única religión? —pregunta Stark con tono aburrido, sabiendo de antemano que nadie va a responder; y así sucede—. Mejor —agrega con una sonrisa—, es más divertido.

Y ordena al sargento que forme a la tropa; se los va a ejecutar como establece la ley.

Un disparo de láser a máxima potencia incinera a un hombre en tres segundos no dejando más que cenizas; a esta operación, en la jerga militar se le dice simplemente: borrar. Moreno siente una corriente helada en la nuca al ver que los hombres tiran a mínima potencia, quemando de a poco, primero una pierna, después la otra, incendiando ropas, antorchas humanas, y los fieles se revuelcan en el piso, tratan de escapar chocando unos contra otros, soltando alaridos terribles que le revientan los tímpanos. Y los PR se ríen salvajes haciendo apuestas. Y Stark tienen una puntería excepcional tirando solamente a las cabelleras, ganándole al sargento en una feroz competencia. Y Moreno se ve a sí mismo como en un sueño, disparando, a mínima potencia, para que nadie adivine su cobardía, y ya no siente miedo, el miedo es de los otros, de esos cuerpos que caen retorciéndose, carbonizándose, y aprieta el gatillo, que griten ellos, que griten de terror, que griten, que griten…

El olor a carne quemada se hace insoportable. Los hombres dan muestras de náuseas, uno de ellos empieza a vomitar apoyando un brazo en la pared. Stark ordena borrar todo, y en pocos segundos sólo queda un montón de cenizas.

Moreno tiene la vista clavada en las cenizas. Pero todavía escucha los alaridos, los cuerpos crujientes, el llanto acusador del bebé en brazos de su madre a quienes él mismo incineró.

—Muy bien, pibe —le dice Stark palmeándole la espalda—, debutaste —y le sonríe.

El teniente se agarra de esa sonrisa como de un salvavidas, para escapar, para no ahogarse en los miles de gritos que todavía inundan el recinto, y acepta la palmada con alivio, después de todo cumplió con su deber, así lo establece la ley, y debe obedecerse, y la sonrisa de Stark lo ilumina, y borra hasta las cenizas, y los alaridos se acallan en su cerebro.

El capitán se quita el casco.

—Bueno —dice acomodándose el pelo con mano displicente—, yo me voy al cuartel a hacer el informe, vos te quedás a cargo. No te olvidés lo de mañana ¿eh?

—No… no, en cuanto salga llamo a Lidia para decirle que busque una niñera.

—Ah ¿tienen chicos?

—Una nena de tres años.

—¿Por qué no la traen? A mi mujer y a mí nos encantan los chicos.

 

Por Eduardo Goldman

 

Written by La Mascarada

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