Como todos los gatos, parecía vivir entre dos mundos distintos aunque inseparables. La vida doméstica, el cuidado excesivo hasta los mimos, despreocuparse de sus necesidades inmediatas y primitivas (hasta la esterilización) le acomodaba tan bien que no tuvo nunca que salir de la casa de sus dueños. Jamás lo intentó y tampoco se lo hubieran permitido. Sofía, la señora y joven de la casa, leyó, en alguna fila de supermercado, una revista donde un artículo excesivamente minucioso sobre los peligros que corrían los gatos que, debido a sus fantasías hipocondríacas y la aprensión relacionada con sus íntimos deseos de ser madre, le fijó la idea de que los gatos no necesitaban aire libre ni exponerse a las miles de enfermedades que, todos los días, iban volando invisibles en la tóxica respiración de las calles.
Saúl, pareja de Sofía, se desentendía de casi todos los deberes que lo relacionaran con Darién. Lo odiaba por su notoria seguridad de endiosado miembro de la familia, o por el afecto que le robaba de las manos de ella, o, porque una noche, particularmente nebulosa y fría, cuando apenas unos meses atrás había llegado Darién, éste se escondió debajo de una pequeña mesa junto a la puerta del baño y esperó a que Saúl necesitara del servicio para espantarlo, con un ligero zarpazo, y la oscuridad confundió la travesura con un ataque cobarde y premeditado, desatando el escándalo en la alta madrugada.
Era increíble lo mal que lo pasaban estando juntos. A Saúl le incomodaba todo de Darién. A la hora de la comida, cuando el hombre se levantaba por cualquier cosa, mágicamente aparecía el gato para sentarse en su silla. A Sofía le parecía adorable.
—¡Mira se sienta pensando que somos una familia completa! ¡Gato extraordinario!
—Pero Sofía —respondía Saúl—, no es sano que el gato esté en la cocina, entre los platos, en la mesa, en mi silla… Está llenándolo todo de pelos… ¡Y parece que lo hace a propósito, por molestarme! ¡Vuelve a mirar! ¡Toma un baño sobre mi desayuno!
Sin embargo, entre sus consideraciones, obligadas para llevar la fiesta en paz con su mujer, realizaba algo que él consideraba indigno de su persona: el cambio periódico del arenero, que consideraba una peste. ¡Y tanto que lo era!
A Darién aquella construcción monótona de hábitos no le aburría en lo absoluto, pues, al carecer de responsabilidades extraordinarias, las que de un perro podrían ser la vigilancia y el afecto, o de un ave el cantar o repetir frases burlescas, no obligaba a su tiempo más que la autosatisfacción. Miraba cada espacio y cada objeto de su casa de forma total, como un abanico inmenso que desdoblándose enriquecía su campo visual; se volcaba en la contemplación libre, sin dominio. Era un voyerista impune.
A diferencia de los demás gatos, que al parecer tienen impresa en su cerebro la manía del acecho, nuestro gato era impedido por su cuerpo de esos pasatiempos. Era un espécimen obeso y torpe, su pelaje entre verde y gris lo hacía confundirse con una enorme pelusa que a ratos rodaba por las alfombras de la casa. Tan considerablemente redondo era su aspecto que sus patas, globos inflados por la inactividad y la gula, le concedían cualidades contradictorias de gravedad o trucos de magia sorprendentes. Levitaba en vez de caminar, como si el aire se filtrara a través de su piel y lo llenara con helio; parecía que su masa corporal podía condensarse hasta los límites del entendimiento. Cuando intentaba hacer un salto o un movimiento rápido entre los estantes de libros, que en la sala adornaban la pared, ese animal de prodigioso cuerpo era atraído al piso como si tuviera un núcleo de hierro, un poderosísimo imán lo hacía descender a una velocidad de flecha desde cualquier altura. Este peso descomunal de sus tripas sorprendía al mismo Darién y lo dejaba sin tiempo de maniobrar en el aire como todos los demás contorsionistas felinos. Más que caer en cuatro patas, él azotaba en dos o en tres…
Cuando unas pocas semanas habían pasado de su octavo cumpleaños, Darién comenzó a sentirse mal: un dolor de cabeza, que antes era ocasional y que remediaba con una larga siesta después de comer, comenzó a despertarlo muy de mañana y se adhería al reloj de su vida en todas sus horas.
Había que soportar los maullidos lastimeros de un gato con migraña. Saúl fue el primero en proponer la cita con el médico, y esta preocupación, que Sofía entendió como un gesto de amor y una reconciliación de su parte, fue en realidad la oportunidad de descansar de Darién, colocándolo en un hospital veterinario por algunos días.
Minuciosos estudios le realizaron: exámenes generales, radiografías y placas sondeaban sus órganos y expusieron una anormalidad dentro de su cráneo que era el fundamento de sus dolores, del cambio de pisapapeles afelpado a plañidera profesional. A Sofía la noticia le estropeó la razón de tal forma que Saúl llegó a desconocerla. No hablaba sola, hablaba con los objetos inanimados de su apartamento describiéndoselos al gato para que esa futura perdida no le quitará las imágenes que ella aún podía fijar.
—Darién, esto es una lavaplatos, está hecho de metal y plástico, sirve para limpiar de suciedad los trastes y cacerolas, es del color del acero y tiene unos botones brillantes que indican cada función que puede realizar, mide…
Después de que aleccionó al gato con información preescolar entendió que debía hablar con él de su futura salud mutilada. Ya sin la condescendencia habitual con la que uno habla a los animales, se encerró sola con él.
—Darién, escúchame, tengo noticias, no es fácil… Estás enfermo y necesitarás del quirófano. La operación te salvará la vida pero… ¡Oh, Darién!
Comenzó a llorar. Primero por ella, que temía los cambios más que nada en el mundo. Sintió un vértigo mientras imaginaba la nueva vida que tendrían que hacer los tres a partir de lo que se vendría. Imaginó un apartamento diferente, con distintos niveles (aunque el actual fuera de un solo piso) que estaba ordenado todo en función del próximo gato ciego. Se equivocó al pensar en todas las mesas y muebles con protectores plásticos en sus bordes, pues Darién ni siquiera tenía la altura o la habilidad para alcanzarlos. Así, mientras sollozaba imparable en su cama, el gato notó que estaba deshecha, totalmente descompuesta en aquel medio día que sabía a tarde, casi noche, a diferencia de todos los demás días en que se notaba ordenada y pulcra. Pensó en lo imposible que sería jugar y sentir sobre su lomo las diferentes texturas de cada prenda, de cada tela…
Lágrimas gruesas resbalaron entre sus parpados hasta caer en las sabanas. Ahora lloraba por él, pero ya no pudo imaginarse el futuro de su enfermedad, lo sentía, completamente solo en un cuarto cerrado donde nada había. Eso tenía que ser la ceguera.
Por Jesús Martínez