Cuando Mijaíl Bajtín —el afamado crítico literario ruso— se proponía trazar aquella serie de principios que, según él, diferenciaban a la novela de la gran tradición épica, buscó con afán en los aspectos estructurales —aunque también en algunos temáticos—, típicamente, inherentes a lo novelesco. Descubrió que existía un elemento que, mientras en uno de los grandes géneros —la novela en este caso— adquiría protagonismo, en el otro —la épica— simple y sencillamente ni siquiera existía propiamente: la risa. A propósito de ésta, Bajtín escribió en «Épica y novela. Acerca de la metodología del análisis novelístico”:
La risa es, precisamente, la que destruye la distancia épica, y en general, todo tipo de distancia: jerárquica (valorativa). En la imagen distanciada el objeto no puede ser cómico; para convertirlo en cómico ha de ser acercado; todo lo cómico es cercano; toda creación cómica opera en la zona de máximo acercamiento. La risa posee una considerable fuerza para acercar al objeto; introduce al objeto en la zona de contacto directo, donde puede ser percibido familiarmente en todos sus aspectos, donde se le puede dar la vuelta, volverlo al revés, observarlo desde abajo y desde arriba, romper su envoltura exterior y examinar su interior; donde se puede dudar de él, descomponerlo, desmenuzarlo, desvelarlo y desenmascararlo, analizarlo libremente y experimentarlo. La risa destruye el miedo y el respeto al objeto […] En el fondo, eso significa desmitificar, es decir, precisamente, arrancar el objeto del plano alejado, destruir la distancia épica, asaltar y destruir, en general, el plano alejado. En ese plano (en el plano de la risa), el objeto puede ser irrespetuosamente observado desde todos los ángulos […].
Nuestros tiempos han confirmado que Mijaíl Bajtín tenía razón al considerar la risa un poderoso medio capaz no sólo de quebrantar las jerarquías, sino también capaz de volverse un instrumento crítico a través del cual mirar la realidad. Esta lúcida observación bajtiniana termina por adquirir pleno sentido en la obra de uno de los mejores escritores mexicanos: Jorge Ibargüengoitia.
En la prosa de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), la noción de risa descrita por Bajtín se pule, se perfecciona y, sobre todo, se plastifica. En cada una de sus obras, el autor guanajuatense se lanza a la tarea de desmitificar los grandes mitos nacionales. Héroes y hazañas históricas conviven por igual en el mismo territorio en que con sorna y crítica se hunde la pluma para destruir esas «grandes verdades» vertidas en los libros de historia gratuitos.
La forma en que Ibargüengoitia construye un puente —posiblemente el único que le interesó construir a este voluntariamente fallido ingeniero— entre la realidad y su estilo es a través del humorismo. Pero, y aquí merece la pena ser muy precisos, el humor en Ibargüengoitia no es simplemente un recurso literario del cual se vale el escritor para nutrir alguna trama o enriquecer el carácter de alguno de sus personajes. No. El humor en este autor más bien se advierte en la compleja mirada que trasmuta la realidad —la verdadera siempre antes que la representada— en su mundo literario. En cada una de sus obras, el autor de Los relámpagos de agosto vuelve a los sitios —también a las anécdotas y personas— que forman parte de sus paisajes vitales, pero esta vez los examina y, de ser necesario, los desdibuja con el afán desesperado de explicarse a sí mismo la razón por la cual el destino obró, o no, de tal manera. Él mismo lo declaró en varias ocasiones: en realidad, a él no le interesaba hacer reír a la gente. Y, aunque resulta imposible creer en esto, al menos podemos constatar, a través de su escritura que, posiblemente, la carcajada que nos provoca su obra se debe en gran medida a la sinceridad y fidelidad con las que apreció y retrató la vida: plagada de pequeños accidentes cómicos, trágicos, absurdos y no pocas veces desopilantes.
Una de las obras en las que mejor se aprecian los talentos —que no fueron pocos— de la prosa de Jorge Ibargüengoitia es en ese libro de cuentos que lleva por nombre La ley de Herodes.
Esta obra atraviesa por uno de los territorios que fue blanco de su mordaz e irónica escritura: el de la autobiografía. Así mismo, en La ley de Herodes nos hallamos con «un desenfado, una soltura de cuerpo, una risa insolente, que vuelven el texto más cercano a nosotros». Así lo expresaba Jorge Edwards en Vuelta.
En este libro, las «buenas costumbres» —típicas de aquellos idílicos «buenos hogares mexicanos», que tampoco escaparon al sarcasmo de Monsiváis— conviven armónicamente con las pasiones más salvajes, con el escarnio y con alguna que otra, en ocasiones piadosa, mentira. Así, a lo largo de La ley de Herodes, vemos desfilar en algunos de estos cuentos a mujeres entradas en años, que no por eso han perdido algunos de sus encantos (como sucede con Doña Amalia, la prestamista de «Mis embargos» o con Pampa Hash y su particular y frondoso encanto). También vemos pasar de un cuento a otro a los amores imposibles a los que no les faltó otra cosa sino la obligada «sacralización» en el lecho (ver, por ejemplo, «La vela perpetua» o «¿Quién se lleva a Blanca?»). Y qué decir del narrador —que en este caso no es sino el mismo autor— que pasa de vericueto en vericueto debido a su imposibilidad para pagar las deudas que la profesión literaria le acarrea. No menos importante es aquí la mentira. En ese afán por querer estar siempre a la altura de las circunstancias, el narrador deberá recurrir al engaño, pero en ocasiones se olvida de aquella «justicia kármica» a partir de la cual todo lo que se hace, se regresa (por ejemplo, «Falta de espíritu scout» o «Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos»).
Sin embargo, a pesar de la aguda, ácida y crítica burla que permea en cada una de las páginas de este libro, los cuentos de La ley de Herodes no están desprovistos de ápices de ternura, de amabilidad y de un profundo amor por lo humano. Posiblemente, en la obra completa de Jorge Ibargüengoitia se advierte, mejor que en otras obras, un inmenso amor por lo humano, pues ni la desesperanza, la desventura, el fracaso o el ridículo le impiden a este autor dedicar algunas de sus mejores páginas a esos personajes tan extraordinariamente cotidianos.
A través de ese lenguaje ibargüengoitiano —que oscila habitualmente entre el lenguaje literario y el lenguaje periodístico—, en esta obra podemos apreciar «esa voz fascinante que nos hace adictos a su omnipotente capacidad de scherzo, de burla. Buscamos a la persona, queremos oírlo hablar, opinar, verlo observar indignado, y no nos cansamos de su humor, lucidez, sinceridad e infinita capacidad de sarcasmo». Como diría Hugo Hiriart en Letras Libres.
Y en efecto, cómo podríamos cansarnos de ese humor que vuelve más llevaderas las no pocas contradicciones de la vida. Al final de cuentas, Jorge Ibargüengoitia fue siempre consciente de esto y no en vano eligió —y sintetizó literariamente en cada uno de estos cuentos— una de las máximas vitales expresadas a través de ese dicho típicamente mexicano: «La ley de Herodes: o te chingas o te jodes». Si no hay posibilidad de escapatoria, que al menos la risa involuntaria de Ibargüengoitia nos entretenga.