Acerca de La paciencia cósmica: Cuatro ensayos sobre Joyce de Jacques Mercanton

Acerca de La paciencia cósmica: Cuatro ensayos sobre Joyce de Jacques MercantonQuizás algunos de ustedes recuerden aquel episodio del canto XXIII de la Odisea que Theodor Adorno emplea en su breve ensayo “Sobre la ingenuidad épica” („Über epische Naivität“, 1943) para extraer una metáfora que resume la esencia de este género; dicho episodio celebra el reencuentro inesperado de los esposos —Ulises y Penélope— al equipararlo con la felicidad de los náufragos que avistan tierra firme cuando creían estar condenados definitivamente a los abismos del mar. Al respecto Adorno nos refiere lo siguiente: “si se la mide por estos versos, por la metáfora de la felicidad de los esposos reunidos, no como si se tratara de una metáfora meramente interpolada, sino como el contenido que aparece nudo hacia el final del relato, la Odisea no sería nada más que el intento de prestar oído al rompimiento del mar una y otra vez contra los acantilados, de reproducir pacientemente como el agua sumerge los escollos para retirarse bramando de ellos y hacer que lo firme brille con color más profundo”. Esta metáfora, que Adorno utiliza para establecer una distinción entre lo perenne y lo múltiple, entre el mito y el telos, entre aquello que es fundamento y lo que deviene, puede servirnos para ilustrar el cambio en la sensibilidad de la poética de James Joyce que transcurre del Ulises (Ulysses, 1922) al Finnegans Wake (1939), y que Jacques Mercanton traza intuitivamente en los ensayos que componen la esmerada selección que realizó Alfredo Lèal bajo el título de La paciencia cósmica. Cuatro ensayos sobre Joyce.

Como marco para referirme a los ensayos de Jacques Mercanton, quiero plantear algunos problemas de la épica homérica que afectaron al tratamiento conceptual de sus formas artísticas y terminaron por derivar en un cierto falseamiento del universo narrativo y de los objetos de representación en la novelística moderna. En cierta medida Joyce consiguió solucionar estos conflictos; a su vez, Mercanton lo intuye y lo expresa —sin ser del todo consciente de su alcance— a través de metáforas. Ahora bien, Adorno refiere que “la epopeya quiere contar algo digno de ser contado, algo que no sea igual que cualquier cosa, que no sea intercambiable y que merezca a título propio ser transmitido”. El conflicto surge cuando el instante inaugural del mito se ve confrontado por el carácter ilustrado de la narrativa homérica, pues el epos desea relatar algo relevante, pero también algo verídico: aspira a fijar los acontecimientos históricos cual si fueran realidades primordiales, surgidas más allá del tiempo y del espacio; más aún, Homero busca elevar la vida cotidiana de la aristocracia griega —junto con la profunda sensualidad de sus ritos, festividades y batallas— a un plano esencial y mitológico.

Por supuesto, esta circunstancia se manifiesta de diversas maneras en la épica clásica: por un lado, como lo ha señalado Erich Auerbach en el ensayo que escribió durante su exilio en Estambul —Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental (Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur, 1946)—, el procedimiento narrativo de Homero impide la irrupción de planos o perspectivas; sus héroes son presentados como “figuras totalmente plasmadas, uniformemente iluminadas, definidas en tiempo y lugar, juntas unas con otras en un primer plano y sin huecos entre ellas; ideas y sentimientos puestos de manifiesto, peripecias reposadamente descritas y pobres en tensión” por otra parte –retomando las opiniones de Adorno–, los problemas internos del epos homérico se manifiestan en la autonomía de las metáforas frente a la acción de los héroes; incluso, estas historias que aspiran a la permanencia descomponen la estructura interna de los objetos representados: desbordan la superficie de un tejido o un escudo en la minuciosa descripción de héroes y acciones.

Esta densidad sin fisuras de la épica parece provenir de su búsqueda desesperada por prevalecer sobre lo contingente, por marcar el instante inaugural del mundo a través de una materia inadecuada. Frente al tránsito ininterrumpido y rítmico de las cosas en el estilo homérico, que —según Auerbach— no deja “en ninguna parte un fragmento olvidado, una forma inacabada, un hueco, una hendidura, un vislumbre de profundidades inexploradas”, en el Ulises de James Joyce la unidad narrativa viene dada por la técnica, por la manera en que el autor aprehende los movimientos del pensamiento en un fluir sin fisuras que une a todos los hombres en el fondo oculto y continuo de la conciencia. Esto parece ser precisamente aquello que Jacques Mercanton llama el ritmo de su estructura; se trata de “un esfuerzo de construcción potencial, fundado en la estructura misma de la conciencia y de sus planes, en la estructura de los medios de expresión y su relación con el objeto”, como señala el propio Mercanton, aquí reside la lógica del procedimiento escritural de Joyce, el cual consiste en llevar lo contingente a un primer plano para que el mito resalte desde más allá de las cosas: los objetos se transforman en elementos sobre los cuales se vierte una conciencia que sólo en su reflejo consigue percibirse a sí misma; naturalmente Joyce es incapaz de tocar los objetos, alcanza apenas algunas proyecciones en la mente de sus personajes, pero estas proyecciones —independientes ya de los fenómenos— adquieren vida propia en su interior, son los rastros de una conciencia en su búsqueda imposible por aprehender la realidad, y que se manifiestan en la ambigüedad, la fragmentación y la polifonía de voces que se expanden conjuntamente como “el universo cada vez más vasto, cada vez más dilatado, cada vez más interior del alma”; es el fondo del pensamiento que se revela tras su contacto luminoso con el mundo.

El procedimiento narrativo de Joyce surgió de la renuncia, pues el peligro de falsear la realidad lo condujo a desprenderse de toda creencia, de toda certidumbre; apareció así una escritura asentada sobre la descarnada conciencia de la realidad. Aquella manipulación conceptual de los objetos —que según Theodor Adorno caracteriza al epos homérico— provenía de la tendencia del narrador a resistir ante “la fungibilidad universal; pero lo que en la historia, hasta el día de hoy, ha tenido que contar ha sido siempre lo fungible”. Con la finalidad de sobreponerse a estas circunstancias, si Homero deseaba narrar algo relevante, Joyce eligió relatarnos lo contingente para revelar el sustrato mítico que subyace detrás de todo; su estrategia consistió en seguir con fidelidad el trazo que le marcaba la mano del demiurgo, en reproducir a detalle las gradaciones de un mundo sin destino, pues, según advierte Mercanton: “de este modo no hace sino imitar al demiurgo que, en la creación del mundo como en la del sueño, le proporciona un esqueleto que pueda servirle de múltiples cuerpos, todos ellos diferentes, todos ellos parecidos en su osamenta: que propone una sola melodía lo suficientemente rica para que en ella se desarrollen variaciones hasta el infinito”. El narrador apresa así sus propios miedos, su terror y su esperanza dentro del conmovedor y frágil espectro de sus obras; y en el reflejo nocturno de las cosas transforma lo perecedero, lo desechable, lo fungible en la fuente inagotable de su universo narrativo.

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Sin embargo, esta unidad lograda a través del devenir de la conciencia que caracteriza el procedimiento estilístico del Ulises no es más que una estructura de tránsito, pues una narración que tiende a diluirse requiere también una base que la unifique en la conciencia nocturna de los objetos. He afirmado al inicio de esta presentación que la metáfora del mar embistiendo la playa marca el cambio de estilo que discurre del Ulises al Finnegans Wake; Mercanton nos recuerda que antes de su primera publicación Joyce decidió suprimir los títulos de los capítulos del Ulises que hacían referencia a ciertos episodios de la Odisea; este gesto marca ya su tendencia a emanciparse de las formas, pues más que escribir, la labor de Joyce consistió en borrar con dedicación y cuidado los nombres de héroes provenientes de antiguas estirpes para recuperar los sedimentos del mito en la contingencia de la vida. Así, mientras el Ulises se encuentra representado por los arrecifes, los escollos que relucen al sol con el reflujo de la marea, en Finnegans Wake la escritura de Joyce se ha emancipado y fluye libre de toda constricción: esta obra es el intento definitivo de imitar el sonido del mar, del oleaje imperturbable que subsiste detrás de todo, que prevalece cuando todo ha concluido, es el mar que borra los nombres de nuestros antepasados escritos tercamente en la arena.

En sus ensayos —por momentos brumosos, por momentos conmovedoramente profundos y brillantes, complejos en su simplicidad, como la misma obra que buscan descifrar—, Mercanton advierte la necesidad de tal proceso con estas palabras: “sólo una materia verbal tan compleja y tan plástica es capaz de darle la densidad del sueño, la metamorfosis de sus figuras, y puede pretender comunicarnos algo de la inmensa vida nocturna que duerme en nosotros. Sólo esta rica lengua hecha de todas las lenguas, de todos los tesoros de la sensibilidad, de la experiencia y del pensamiento que cada una encierra puede abrazar al mismo tiempo el origen y el fin de cada cosa en unos cuantos instantes de sueño. El carácter totalizador de la visión de Joyce exige, para expresarse, una lengua que podamos llamar igualmente totalizadora”. En Finnegans Wake Joyce se adentra en un mundo de siluetas sin nombre, pues sobre todas las historias, sobre el destino de héroes y doncellas, de reyes y divinidades, subyace el sonido del mar, que lo envuelve todo, que lo atrae todo dentro de sí, que lo sobrevive todo en la infinitud de su movimiento, de su distención cíclica y musical.

Jacques Mercanton nos señala los rastros de una escritura maravillosa que se disgrega, pasa y no puede volver a existir. Gracias a la labor de Alfredo Lèal los lectores hispanohablantes tenemos algunos fragmentos más que nos brindan una renovada visión de esa escritura.

 
Por Adrián Soto
 
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Written by La Mascarada

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