Rodríguez de la O es un joven poeta mexicano que nació en Sabinas Hidalgo, Nuevo León. Estudio letras hispánicas en el norte del país y letras italianas, traducción y literatura comparada en la Ciudad de México. Actualmente vive en Bolonia, en cuya universidad es lector. Abel es su primer texto publicado. Es una obra de poesía, aunque por la narrativa muy bien podría insertarse en el género de la novela: es una historia narrada en verso; una novela versada o versificada.
Más que ser el primer texto publicado del autor, Abel tiene la impronta de ser su primer libro escrito, aunque ignoro si es el caso. El texto presenta una fuerte intimidad en la voz poética. Si bien esa intimidad es, quizá, la que define la poesía, en Abel es muy marcada. El personaje nos habla de sus emociones y relaciones más profundas. Ellas a veces son cercanías y a veces son ausencias, pero sobre todo son reencuentros y desencuentros. El trabajo poético en alguna medida parece estar en la descripción de algo que es virtualmente compartido por todos y que se transforma, en Abel, en un encuentro entre el personaje y el lector. Se trata de un encuentro en una comunidad de emociones y de descripciones.
El poeta nos habla de un desgarramiento: un hombre que se siente ajeno a su tiempo, a su contexto e incluso a su destino. Abel narra los vericuetos por los que atraviesa alguien que, aun sin desearlo fervientemente, emerge tras tocar fondo dentro de un nihilismo radical. Encuentra, así, una vía negativa: no lucha por encontrar un sentido a algo que sabe que no lo tiene, simplemente terminará por alejarse de esos lugares que no son suyos; también de algunas personas que mostraron su rechazo a la ofrenda que él ni siquiera estaba en condición de ofrecerles.
La historia en Abel no se cuenta de modo lineal. Este recurso parece una correspondencia obligada luego de que el personaje se constituye, sobre todo, a partir de ciertos acontecimientos. Nuestras vidas nunca son lineales; quizá son cíclicas. Pero siempre interrumpidas. Tampoco se ofrece una sola perspectiva, se narra como desde un prisma. Distintas miradas del mismo personaje expresadas en la voz de otras miradas que se ofrecen de él. A veces miradas internalizadas.
Por otro lado, el tiempo que habita el personaje, como el nuestro, es obra de un cambio vertiginoso. Así es nuestra modernidad. Sin embargo, como nada puede cambiar tan rápido, es un tiempo que aún se aferra al pasado y por eso es también nostalgia. Aunque con ella no necesariamente se evoque un momento mejor. El personaje se duele por un afán de volver a donde ya no puede; o quizá, más bien, el dolor es por seguir un camino para llegar a un lugar que siempre ha anhelado, pero del que no tiene otra idea que una sonrisa imaginada.
Abel, hijo de nuestro tiempo al fin y al cabo, señala esos vericuetos por los que pasa alguien que sufre el sinsentido de nuestra sociedad. Así, por ejemplo, en la labor, en el trabajo que ejecuta para ganarse la vida, el personaje no encuentra realización, sino escape. Escape de esa sociedad que lo tiene atrapado. Y en esa apelación al escape, la condena del personaje será como la de Caín: no la muerte, sino ser un viajero irresoluto. Una condena a vagar, a buscar, quizá para nunca encontrar. Héctor Rodríguez, nos sugiere que esa es la marca de Caín que todos llevamos: asumir el exilio. Quizá el mensaje es que se trata de una marca nueva, la marca de Abel. El lector debe averiguarlo, pues el nombre que titula la novela, no se menciona nunca en la misma.
Como cabe suponer, la de Caín y Abel es una imagen muy poderosa de la que el poeta se vale. Como sabemos, según la historia bíblica, Caín es el hombre doblemente expulsado. Por un lado, es el primer hombre nacido en la historia y su nacimiento fue fuera del paraíso. Y esto último fue por una falta de sus padres. Una falta que él carga. Así, en algún sentido, fue arrojado al mundo por una falta. Por otro lado, Caín es quien no pudo adecuarse al mundo, no supo leer en el mensaje de los tiempos la ofrenda que se necesitaba. Es condenado por ello a vagar, a ser un irresoluto viandante. Esta parece una condición terrible: estar en un lugar que no sabremos nunca habitar; además, echar de menos otro sitio más feliz que ni siquiera podemos recordar (y que tal vez sólo es producto de nuestra imaginación deformada).
Así como allá Caín, aquí, en la historia que nos convoca, Abel. Quizá por eso el texto refleja el conflicto entre ambos, ¿o no? Siempre cabe suponer que no se trata sino de una lucha interna del personaje. Quizá son sólo dos que voces se confrontan en una sola cabeza ¿Quién no ha sentido esa lucha interna? Con una deliciosa sutileza, Rodríguez de la O nos habla de ello y, en mi opinión, nos sugiere que esto es obra de las huellas de los tiempos que nos ponen contra nosotros mismos.
En Abel se evoca la expulsión del paraíso de manera constante, pero también reconfigurada. En el capitulado del texto se alude a los árboles, quizá a aquellos de los que se habla en el Génesis (por ejemplo, hay un capítulo que se llama “Los frutos extraños”). Así, en esta tierra de la que habla el poeta, su Monterrey, nuestro México, también hay árboles, pero no son de la vida, sino de la muerte. No son árboles del conocimiento, sino de cómo el discernimiento mismo del bien y del mal se vuelve banal.
El texto parece un llamado a considerar la realidad que vivimos. Y una invitación a evaluarla. Al menos eso logra luego de lo impactante de sus metáforas. En Abel el lector encontrará una sacudida garantizada; una conmoción que cala en la piel, y, muy probablemente, una identificación con las imágenes y con la lucha interna del personaje. Todo ello, se orienta por el grato ritmo con que Rodríguez de la O conduce incluso los momentos más desgarradores. Abel no tiene desperdicio. A lo largo del relato, el lector experimentará el deseo de que no se acabe; y el deseo de leer más del autor. Como consuelo a esto último, en lo que nos llega algo más, ese deseo puede ser paliado por la segunda lectura a la que el texto invita naturalmente.
Por Omar Álvarez