Los colores negros del dado verde: Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (quinta parte)

Muy abominable filosofía sería la que tropezara en las acciones virtuosas; que no pudiera zafarse de las dificultades, sin fraguar para ellas soeces intenciones y motivos ajenos a la virtud; que se viera forzada a envilecer a Sócrates y calumniar a Régulo. Si semejantes doctrinas pudieran brotar en nuestro país, la voz de la naturaleza, junta con la de la razón, se levantaría sin cesar contra ellas, y no dejaría a uno solo de sus partidarios la disculpa de que lo fuese de buena fe.

El presbítero saboyano

 

Independientemente de la constantemente modificada organización de los 16 estantes que constituyen, en su conjunto, la totalidad de los tres libreros que en el curso de lo que fue, primero, una larguísima temporada de años, y, después, un acelerado proceso de combinaciones escénicas (cuestión de meses), cuento, entre mis libros, con, ¡tan sólo!, dos libros que comienzan de un modo idéntico, si acaso uno está ambientado en una Grecia (antigua) sui géneris, y el otro en (la más “nueva”) Roma: con la estampa de quien adivina augurios por medio de la inspección de entrañas animales. En el caso de Roma, aunque ilícito, podemos explicar dicha práctica por lo que se supone que era la frecuente práctica del incesto, y, por lo tanto, de la costumbre de hurgar en entrañas verdaderamente inhóspitas, si acaso ―se entiende― la práctica tuvo su origen en Grecia, y no en Roma, laguna no del todo imposible de conjeturar.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (quinta parte)

Se supone ―así nos lo hacen suponer quienes constantemente cuestionan nuestros medios de aproximarnos a alguna (heteróclita) forma de arte― que la garantía de que pueda considerarse a un conjunto de conocimientos como ciencia, es su comprensión repentina en la esfera regida por la memoria (que de nuestros acercamientos a esa arte tenemos). Una de esas prácticas ―primaria o secundaria, según se vea― con que hacemos lo que en el ámbito del arte se llama un ensayo y en el de la ciencia una, valga la redundancia, práctica, es la cocina; el emparentamiento que hay entre el cadáver y el guiso, y aunque trabajemos con materiales “secos” o hasta no animales, nos permite, como a sacerdotes egipcios, preparar un cuerpo para su presentación final y contemplar al mismo tiempo su resucitación. Entre las guerras de los pueblos antiguos o poco progresistas no cuenta, ni siquiera en los compendios del siglo XVIII, en que hubo un interés particular sobre costumbres ajenas a las de la peluca y los miriñaques, ninguna, que yo sepa, en que el propósito fuera “cazar” seres humanos, y ello se debe, evidentemente, al miedo suscitado de preparar un platillo que de esa forma renacería, bajo la forma de enemigo declarado.

Lo que contemporáneamente se conoce como “indisposición” —voz cuyo más descabellado, por exagerado, ejemplo lo encontramos en la frase “sequía creativa”— en otros tiempos fue abatida por el peso pesado de una lúgubre biblioteca, compuesta por ya desde entones polvosos clásicos. Una vez apurada la domesticación del alma (preferiríamos una quimera salvaje, un espíritu descontrolado que nos alocara con su desenfado) por medio de la lectura de Platón, ¿en qué entrañas, efectivamente, podríamos hurgar sino en las de un cadáver ―fresco, para mayor espanto, recién salido del horno― por cuyos signos (lo que vemos por afuera), ¡ay!, es imposible adivinar su síntoma (lo que siente por dentro): no sabemos si el muerto que queremos que se comunique con nosotros lo está pasando mucho mejor en alguna otra parte cualquiera. Se sabe que el “crudo platillo”, el “cuerpo frío” preferido de la usanza romana para leer en él, era el ganso, mientras que, en el caso de la griega, era el conejo: pero eso no explica, de cualquier manera, cómo se pasó de la mera observación del augurio (recurrente también en Tenochtitlán) ―el vuelo de un ave, una cagarruta de pájaro― a la minuciosa inspección del cadáver en una plancha, salvo, claro, que se tratara, cosa que no pudo intuir Hipócrates, de la antesala de la inspección del cuerpo humano.

Quizá, con el tiempo y perfeccionamiento de los rudimentos de la medicina, que quiere salvaguardarnos a toda costa de nuestra anticipada aparición frente a una estampa en el espejo que parecería “salida directamente de la tumba” ―justo en esos momentos en que nos curamos por nuestros propios medios―, con el tiempo, digo, la esfera del arte aprendió por medio de esa evolución en el sondeo a lo inicialmente vedado ―no es del todo inimaginable un neandertal despanzurrando a un semejante, pero, en todo caso, se trataría de un acto de ufanidad por sobre el cuerpo muerto de alguno otro que lo hubiera hecho enojar de más― y, como se repite hasta el cansancio, prohibido en el medievo (dato que me atrevería a poner en duda tras la lectura de cierto portento del siglo XI redactado en árabe clásico, en donde, si bien  no encontré a ningún cirujano, encontré un número tal de eventos suficientemente connaturales a las artes secretas y efectivas de una comunidad de magia que una vez que se hubo convertido en ciudad, no fue del todo sencillo alcanzar en sus actos iniciáticos), dicho arte aprendió, digo, a animalizar al ser humano: y allí está el falsete de Carmina Burana para demostrarlo, y que no personifica, sino, precisamente, ¡a un ganso! que le suplica al cocinero ―garcifer, en latín― que no lo rostice, cosa que exactamente el cocinero está haciendo.

Cuando, durante mi adolescencia, escuché, con los ojos vendados por un paliacate, Carmina Burana, me enamoré, literalmente, de la supuesta mujer a que ese falsete representa: efecto extraño si nos detenemos a pensar que el falsete se propone un efecto cómico, más que sentimental. Cuando me enteré que era un hombre quien cantaba, desarrollé, con el tiempo, una farsa de opereta en un acto para bajo y falsete, y que no era otra cosa sino una variación de la famosa pregunta de Schubert (¿O era Schumann?) de que si no hice nada que me aleje de los hombres, ¿por qué entonces seguir siempre los senderos más distantes?, aunque, claro, como podrá sospechar el lector, llegado el momento yo entonaba, en falsete, el tal “höömbrëëës”. Casi como si nos llamara la atención el cuerpo de un conejo o de un ganso muerto una vez abierto y fuéramos capaces de presentir que los órganos todavía palpitantes anticipan o se siguen de una catástrofe, optamos, por supuesto, de seguir el ejemplo de Schumann (¿O era Schubert?), y alejarnos lo más rápidamente posible cuando divisamos en el horizonte de un desayuno, un cascarón que se rompe sin que nosotros hubiéramos intervenido, seguros como estamos de haber despertado a la “serpiente enroscada en la noche del reptil” (Gorostiza) de que hablaba Monterroso.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (quinta parte)Optando por un modelo ligeramente distinto, como “cadáver de mí mismo que no ha de servir de platillo al Emperador Desnudo”, he podido llegar, hace cosa de un año, a hacer algunas anotaciones, que, supuse, eran del todo desatinadas, según me vi presa de una fuerte enfermedad tras arriesgarme a la curación de una “enfermedad exterior” por medio del consumo de especia de clavo, uno por día (y que fue, más bien, una diarrea ingente), si es que le podemos llamar “curación” a la que resolvería de una buena vez y para siempre la constituida por la expectativa de evitar, de una buena vez y para siempre, como digo, el piquete del mosquito común. Independientemente de que, efectivamente, ningún mosco se paró cerca de mí por mucho tiempo (abrí la ventana cada noche), las anotaciones que digo redacté tras “vomitar” el clavo, fueron las siguientes:

            ―Sabor más agradable en el cigarro, a pesar de la diarrea.

            ―Indisposición gustativa.

            ―Ardor al beber agua.

            ―Resequedad en la lengua.

            ―Mayor facilidad para escribir y, en general, habilidad al hablar.

            ―Efecto barítono en mi voz.

¡Cuánto me engañaba! El mosco es el animal que sostiene al mundo (¿cuándo se ha acercado a tu oreja mientras estás despierto?), si bien de un modo desquiciante, molesto, y enfadoso por el que lo llegamos a confundir con una auténtica “bruja en una escoba” pero que, si el sopor es mayor que el instinto asesino, productor del insomnio, y no le damos importancia a su piquete, puede influir bastante nuestra conducta sueño adentro.

Anticipo ―para que no haya equivocaciones al respecto―, que, tras consignar la diarrea mencionada, llegará el día en que se vendan en las farmacias frasquitos homeopáticos de clavo ―cuando no “frasquitos terapéuticos”―, invitando al consumidor a liberarse del mosco. ¡De acuerdo! ¡Que así sea! Por mi parte, he preferido ya dejar que uno o dos moscos reposen en mi cuarto, a arriesgarme a perder para siempre la posibilidad del “intercambio”.

Una práctica más extendida en Medio Oriente, es la de enterrar clavo en un limón, sacrificio que considero innecesario, si tomamos en consideración que cierto vivaz de la pantalla grande, cortó a la mitad el redondo cuerpo de una cidra ¡de 1000 shekels! sólo para poder dormir cómodamente una noche, mientras el fantasma de Marco Valerio Marcial seguía escuchando los variopintos ruidos de la caótica pero festiva noche romana. De carburador maquiavélico (con patas acaso más espeluznantes que las de la mosca), a beneficiario de una transacción, el mosco ha pasado a convertirse en un aliado de Morfeo. Mucho más terrorífico, he sabido de moscos que han pasado de ser un carburador maquiavélico, a demarcar con su aguja y dos de sus patas un triángulo en que quien me lo contó juraba haber visto la mismísima gota de sangre que Dios hizo pender, como castigo, de la nariz del diablo. Bastaría el peso de la yema para signar con ella ese tatuaje pasajero que el cadáver radiografiado del mosco deja sobre nuestra piel, y olvidar así el sueño vigilante de una felicidad cuya promesa es el Olvido, aunque dure una sola noche, en beneficio de una memoria nueva, como si pudiéramos, sólo por quedarnos dormidos, de pronto, intoxicarnos de morfina ―la basis de la droga entendida como una pasta que preparan noche a noche los moscos.

De entre las peores perspectivas con que sufro como un terror casi paranoico la reencarnación, están la posibilidad del perro y la posibilidad de los animales de granja, a quienes veo cruelmente castigados tras una vida inoportuna. El perro, como sea, me perdonará como un chiste lo que digo, mientras que el cerdo, que me mirará desde la nata pastosa de sus ojos, la gallina, que intenta picotearme sin éxito, y la cabra, que quiere golpearme con la cabeza, siguen sin entender qué hacen en un corral; en ese corral se detuvo hace cuatro años, en 2012, cierto israelí amigo mío a contemplar el cuadro de un festín compuesto de granos crudos y agua empantanada. La conversación, tal como sucedió, fue la siguiente:

            ―Tengo que ir a entrevistarme con el hombre.

            ―Yo preferiría ser mujer para eclipsar al sol, y entrevistarme con él.

Precisamente, fue una mujer, la que me permitió idear más detalladamente ese infierno en que digo se ven involucrados quienes renacen bajo la forma de cerdo y la de perro; no consulté sus artes negras, pero vi, nítidamente, el arcano oscuro de un destino encadenado por una hechicería, que, por supuesto, no era a mí a quien se tenía reservado: lo fácil y alguna vez imposible que sería para mí resistir la tentación de despojarme de mí mismo en el caso de encontrármela después de mi muerte de pie sobre dos patas de minotauro erecto, en un camino, se traduce, según he leído en cierto juego de dibujos, en la transformación en cerdo y en perro de dos conocedores del mercado mundial.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (quinta parte)

Por mi parte, he considerado, servido de las variopintas fantasías que llevan tras de sí las nubes de mi cigarro matutino, que el mercado mundial del hedonismo, desde el origen de los tiempos, es controlado por los árabes, naturalmente, o por lo menos uno de sus libros, presumiblemente el de carácter anti-fanático en la traducción del Dr. J.C. Mardrús (“Tengo que ir a entrevistarme con el hombre” se refiere a lo que “tengo que hacer al interior del sueño”, y “Preferiría ser mujer para decir mi silencio a los hombres”, es algo que puede ser sustituido por la frase original, y que se refiere al silencio de que nos provee el mosco tras posarse con un zumbido en el cachete).

Lo hizo; se entrevistó con el hombre, y le dijo su silencio a los hombres. El hombre le dijo que se iba, que ya no había nada por hacer.

Me sigo preguntando qué hubiera pasado con América si las exploraciones marítimas las hubiera hecho el imperio mundial jamás consolidado del mundo árabe. Tal vez los huirrárikas habrían llegado a algún acuerdo como el que los aztecas plantearon a los españoles sólo para que los españoles se burlaran de ellos por la vía del asesinato, heredándoles a algunos mexicanos una risa por demás equivocada. Me resistía a introducir estas hipótesis producto de la fantasía, y soñaba con proveerme del a estas alturas ya varias veces repetido de boca en boca “gabinete de curiosidades” en que cada espejo reflejara un maquillado distinto de hasta ocho personajes (redacto esto con una prisa desorbitante y aunque haya ya perdido la cohesión espero que su anti-lógica puede reflejar algún tipo de sentido, ante la urgencia que me he impuesto de modificar las entregas de estos papeles no ya los últimos días de mes, sino los primeros, teniendo unos cuantos tan sólo para apurar el presente documento), pero cada uno de ellos completamente absorto en su libro como para “no tomárselo tan en serio”, sin haber planeado en realidad en ningún momento cometer la desmesura de enunciar alguna declaración de orden más legislativo, cuando un choque, diametralmente opuesto al del impacto generado por la vía de la contemplación de las hordas de chinos que agitaban las Cinco tesis filosóficas de Mao Tse-Tung, mejor conocido como Libro rojo, libro que, en efecto, comenzó a venderse con frases inconexas de discursos políticos no sé con qué propósito, y que no fue otro que el choque de leer un comentario ¡en Facebook! influido por la desilusión, contrario a la ideología que solía compartir, desde siempre, con su autor, me resistía a introducir estas hipótesis, digo, cuando corrí ante tal crisis que requería una apresurada comparecencia, por mi libro de Rousseau.

«Los persas, continúa Chardin, tienen la fantasía tan ocupada con este puente [el Pul-Serrho], que cuando a alguno le hacen un agravio del que en manera alguna puede alcanzar justicia, su consuelo es decir: “Te juro por Dios vivo, que me lo pagarás doble el postrer día, y que no pasarás el Pul-Serrho sin darme antes satisfacción; me agarraré de las faldas de tu vestido, y me enredaré entre tus piernas»

Un poco antes de eso, Jean Jacques Rousseau (¡Dios! ¡Acabo de recordar que a cierto empresario mexicano bastante detestado le pusieron Jean en honor al ilustrado francés!) escribe: “Bayle probó muy bien que es más pernicioso el fanatismo que el ateísmo, y eso es indisputable; pero lo que se guardó de decir, aunque no sea menos cierto, es que el fanatismo, […] es una grande y vehemente pasión, que exalta el corazón humano, le hace despreciar la muerte, le comunica una portentosa elasticidad [sic.], y que sabiendo darle buena dirección, se sacan de él las virtudes más sublimes, mientras que la irreligión, y generalmente el espíritu silogístico y filosófico, […] envilece los ánimos, reconcentra todas las pasiones en la bajeza del interés personal y en el envilecimiento del yo humano, y sordamente desmorona los verdaderos cimientos de toda sociedad; porque los intereses particulares se uniforman en tan pocas cosas, que nunca podrán contrapesar aquellas en que se oponen.” (Emilio, “Profesión de fe del presbítero saboyano”, Jean Jacques Rousseau)

Tras la desmesura de estos siete capítulos de cita, puedo, creo, poner ya lo que se acostumbraba en Grecia, una ofrenda a los dioses, con la siguiente, más pequeña, por final, tal vez, cita:

«Filósofo, […] [d]éjate por un rato de hablar al aire y dime, sin rodeos, con qué quieres sustituir al Pul-Serrho.»

Ese puente, y eso lo sabe mejor que nadie ese repentinamente desorientado lector al que me dirijo, es uno tal por el que han de pasar, “después del examen que ha de seguirse a la resurrección”, los hombres, “puente que miran como el tercero y postrer examen, y el verdadero juicio final, porque es allí donde se ha de hacer la separación de los [mejores] y los [aborrecibles]. *La sustitución de los adjetivos “bueno” y “malo” es mía.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (quinta parte)Se dice que, en una ocasión —está escrito—, Sócrates se encontró con un brahmán que viajaba por Grecia, en una playa (¿será la misma playa de “Me encontré ayer con Sócrates al bajar por el Pireo”?) y llamó la atención del filósofo ateniense —famosamente condenado a muerte después de que, podría conjeturar alguien que opinara todo lo contrario al epígrafe con que abrí mis palabras, el curul de poetas soltara sonora carcajada ante sus palabras finales en el juicio: “Pues bien, nos vamos ya, ustedes a vivir, yo, a morir; de entre ustedes y yo, quién se lleva la mejor parte, sólo los dioses lo saben”, palabras con las que, al parecer, Sócrates quiso, en el último momento, desdecirse de su alarde en el Libro X de La República de condenar no sólo cierta rama de la poesía, sino expulsar de una vez a sus autores de Atenas (y Sócrates mismo prefirió la muerte al exilio) por “apelar a la tragedia con el fin de ¡conmover!”, cosa inadecuada, pensaba el filósofo, a veces genialmente retratado por Platón diálogo a diálogo, y otras demasiado chocantemente realista(mente) para la ¡juventud! ateniense—. El brahmán, con sus largas rastas y su barba larga, llamó, pues, y con su túnica dorada, la atención de Sócrates, vestido más modestamente. El —brevísimo, pero contundente— diálogo, no fue compendiado por Platón, sino difundido de su compendio original, que perteneció (pertenece) al templo del que el Swami Vivekananda se hizo Maestro, por allá de los días en que Schopenhauer andaba interesando en la filosofía de la Vedanta: En el mundo entero no hay estudio tan benéfico y que tanto eleve como el de los Upanishads (Vedânta). Él ha sido el solar de mi vida y será el consuelo de mi muerte.

            —¿Y dinos, extranjero, considerarías valioso el estudio por qué causa?

Se dice que el brahmán, cuya misma túnica cargó el Swami cuando puso en equilibrio sus Sattva, Rajas y Tamas, al menos por una vez en la Historia Universal de los Diálogos Socráticos, le respondió con una pregunta, a su vez, y que Sócrates respondió:

            —El estudio más grande para el hombre es el hombre.

            —¿Cómo puedes —respondió el brahmán— reconocer al hombre mientras no conozcas a Dios? ¿Cómo puedes conocer a Dios mientras no reconozcas al hombre?

Calumniar a Sócrates con una risa de poetas, con todo, según el presbítero saboyano, es anti-heroico. No por nada Sócrates renunció a la posibilidad del exilio y prefirió la muerte, y eso ya se nos hace el arrebato más heroico imaginable, sin detenernos a pensar la muerte, ese «La ciudad es un mar cuyos latidos se han dejado de oír; sal de la ciudad y descubrirás su secreto enterrado en las arenas», de que hablaba Jabès, era precisamente lo que le aguardaba a Sócrates en el exilio. Pero, claro, él prefirió legar su filosofía a la humanidad, que no se detuvo a pensar qué “virtud de Estado” estaba defendiendo en realidad el ateniense. Y aunque sé que no llegará el día en que vea publicada mi “conjetura socrática” en Triclinio Ediciones, abro en este momento la panza de un ganso cuya virtud es el falsete, para recordar que los höömbrëëës están contenidos en el suplicio de ese ganso que le pide al cocinero (garcifer) que no lo cocine: que ella, la humanidad, preferiría y prefiere y preferirá servir al arte latino de la adivinación, antes que adornar la cena del Emperador, en la que se dice que hay un plato con un arenque envenado.

 

Por Jerónimo Gómez Ruiz

 

Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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