ahí abajo late la muerte
y el enigma y el tesoro
y aquel cojo que nos mira
desde un balcón incierto
Luis Bugarini
(Varianza)
Los italianos llegaron a la isla el segundo día de nuestra propia estancia allí. Al principio, sólo pude percatarme de que una hermosa mujer con un peinado como de Bibi Andersson, mucho más esbelta que yo, se paseaba por entre las mesas de la palapa donde habíamos instalado nuestra casa de campaña, en compañía de un campamento más. Con el de los italianos, sumábamos, pues, tres campamentos. No me pasó desapercibido el modo en que ella se tumbaba largamente en las hamacas de forma intermitente a las exploraciones con las que iba y venía respecto de su casa de campaña, que compartía con unas cinco personas más.
No pasó demasiado tiempo antes de que me diera cuenta que de entre ellos había alguien que podría, en un cuadro, ser su pareja. Los dos eran perfectamente hermosos, como si hubieran ido exclusivamente a la playa para llevar a cabo una sesión de fotografías organizada por la revista para la que, supondría alguno, trabajaban como modelos. Pero esta hipótesis la desmentía la presencia de las otras tres personas, que no tenían mucho que ver con la belleza y, si tenían que ver con algo, era con otros ítems.
Daniela, que así alcancé a escuchar días más tarde que se llamaba la italiana, con quien jamás conversé, se retrajo, unos minutos después de su tercera o cuarta sesión de descanso, de la hamaca en la que estaba acostada, desde la que extrañamente me miraba fijamente o desde la que veía con fijeza algo a mis espaldas (yo estaba sentado en una de las sillas de plástico, junto a una mesa), y en su lugar se acostó quien ya dije que podría ser su pareja. Él estuvo, por su parte, cerca de dos horas en la misma posición, como un animal de sangre fría en espera de su presa. A eso de los veinte minutos de su posicionamiento en la hamaca, hube requerido dirigirme a nuestra casa de campaña, que se encontraba en la parte anterior a la zona donde el italiano permanecía acostado, por unos cigarros (recuerdo que me encontraba redactando en un cuaderno de viaje una serie de composiciones en verso libre en torno a la muerte entendida como evidencia, imagen o estampa —imágenes, evidencias y estampas harto recurrentes en la playa—), y no pude sino formar un gesto de suspicacia al descubrir que el hombre, que, como ya dije, estaba acostado en una de las hamacas, de esta forma, cuan largo era y con el cuello deliberadamente doblado, ofrecía en venta, anunciándose lo más discretamente posible, un magnífico arete que pendía de su lóbulo.
El sol se entreveraba por entre los orificios de las palmas de la palapa, y su silenciosa meditación prometía el ícono de un durmiente a quien su alhaja proveía de un espléndido sueño. Ofrecía su joya de un modo quizá un tanto sospechoso, y el cuadro que formaba el triángulo vendedor-italiano/arete/hamaca, me daba algo de escalofríos. Yo no llevaba muchísimo dinero, y costear un arete semejante hubiera resultado equívoco (además de que, como ya dije, tenía prisa por seguir escribiendo). No soy un fuerte modelo, y quizá costear, ya lo dije, un arete semejante hubiera sido un tanto equívoco. Como sea, me encantaba el arete (una joya de por sí sospechosa, de lo impactante que era). El arete era todo él un arete precioso: una gema, por abajo, y una rueda solar, por arriba, compuesta de dos argollas, una de oro y otra de plata. A la gema estaba adosada un frasco pequeño, y, en el frasco, un poco de marijuana.
El día en que llegaron los italianos sucedieron, pues, tres cosas relevantes: uno: una hermosa mujer comenzó a pasearse por entre los resquicios de los tres campamentos; dos: un hombre tan esbelto como ella se tiró en una hamaca a ofrecer una joya preciosa; y, tres: nosotros teníamos previsto, unas horas más tarde, y un par de horas antes de que se encendiera, dar un paseo lancha adentro hasta un faro que alargaba sus luces como una palmera de sombras giratorias. El propósito del paseo era el de contemplar el ocaso, desde un punto alto, tal y como sucedía en la isla, ocaso que nosotros no podíamos por lo común contemplar como acto en su totalidad, siendo que el sol se ocultaba antes para nosotros, por detrás de una roca visible desde el lugar donde acampábamos. No deseábamos, pues, prescindir de semejante momento, cuando las aves de la isla se organizan en conjunto y emprenden largos vuelos o llegan hasta allí desde otra parte. Habremos salido de la orilla a eso de las 5:00 p.m., rumbo al faro y, una vez arriba, además de descubrir la visión de una playa vecina a la nuestra, separada por un enorme río que desemboca en el mar (ya tendríamos ocasión, al día siguiente, siendo que de hecho el ocaso provenía de allí, de decirle al lanchero que nos llevara), y, una vez arriba, digo, nos pusimos a hacer lo que solíamos hacer por esos días: fumar tabaco (en cierto momento de nuestra estancia allí tendría yo ocasión de descubrir una mesa con un cenicero repleto de colillas, siendo que una de las razones proverbiales por las que se organizan visitas a esa isla, es por su aire puro), beber mate (el campamento que no era ni el nuestro, ni el de los italianos, era de una pareja argentina que llevaba con ellos un termo, un tubo de gas, y mucho mate), fumar marijuana (Dominika, escritora polaca más bien recalcitrante —la última noche me acusó injustificadamente de robarle una cajetilla de cigarros— que viajaba con nosotros, llevaba suficiente marijuana), y beber agua (mucha, muchísima, a veces demasiada agua). A eso de las 6:00 p.m. (el sol se oculta allí aproximadamente a las 6:40 de la tarde), llegó un grupo de personas faro arriba. Uno de ellos, sospechoso en su recién adquirida psicología, llevaba, pendido de su lóbulo, ¡el arete!, y una sonrisa casi culpable lo delataba como el operador de la transacción, como la presa feliz del trashumante italiano, como el viajero que arroja a la suerte un golpe de dados, como el viajero que, si bien no gana en una apuesta de cartas una joya invaluable, por lo menos la adquiere, esperando llevarse con ello un provecho que le retribuya el carácter significativo que el dinero implicado conlleva. Además del arete, gastaba un sombrero rojo de tela, una barba rubia no demasiado larga y no demasiado corta, una camisa azul abierta en dos y un traje de baño color verde claro.
He de referir el modo exacto en el que yo no observé el modo en que se desenvolvió la transacción. Cuando llevaba cerca de una hora y media en la mesa desde la que veía el cuadro del trashumante acostado en espera de su posible cliente, me levanté y me fui rumbo al mar, atrás de mi silla, siendo que yo lo veía de frente a él, quien a su vez veía de frente la playa. Lo único que sé es que media hora después él ya no estaba.
El viajero que había comprado el arete (cuando lo descubrí pendido de su lóbulo experimenté un escalofrío en el espinazo) parecía, como ya sugerí, demasiado confiado de su personaje, como quien hubiera comprado una garantía de por vida, cuando no pretendiera meramente revendérselo a alguien, y el contraste que la relación modelo-italiano/viajero-semi-desgarbado ofrecía, era, en cambio, una estampa adulterada de la que yo no me podía confiar del todo. Para mí hubiera dado igual que el viajero tuviera un diente de oro, que careciera de una pierna y la usara de madera, que fuera el dueño de un pequeñísimo barco con nombre “La Maldición”.
El ocaso se fue, como un soplo, y comenzamos a bajar uno por uno, ante mi contrariedad de que al momento posterior a la desaparición definitiva del último filo de luz le siguieran unos aplausos, provenientes de las palmas de un grupo de mexicanos (Isla Tortuga, también conocida como Tortuga Azul, se encuentra en una de las costas de México) que puedo conjeturar emplean sus fines de semana en apostar en las carreras de caballos; aplauso que resultaba casi igual de ridículo que un ademán del que dudé por un instante tras hacerlo, y del que sospeché había sido observado con sardonia por parte de Dominika, toda vez que en el nanosegundo anterior al ocaso definitivo haya yo jorobado mi espalda para darle una acentuación mayor a esa relación dios-ser humano que en la isla donde lo que consideré el hecho latente del destino, se desenvolvía una mayor observancia que la que una vida de común adscrita a la más extravagante liberalidad supone, así dicha observancia durara un nanosegundo. Cuando me quedé solo con el viajero, con un español que insistía en silbar tonaditas de mar y que decía haber viajado por todo el mundo, con los argentinos y con Dominika —escritora polaca, ya lo dije, tal vez un poco demasiado malhumorada con el género humano—, observé el momento exacto en que todas las pantomimas del viajero intentaban reproducir de alguna vaga manera el perdurable gesto que ya había visto en la mañana: aquél de tirarse, venido quién sabe de dónde, y apenas arribar al nuevo lugar, desde una hamaca, ofrecer un arete, y llevarse con ello una buena ganancia, siendo quizá en realidad hábil artesano que conoce todos los secretos de la joyería y la orfebrería y los utiliza para crear maravillas relativamente falsas, pues ¿quién, que supiera confeccionar una maravilla en miniatura, la vendería si no fuera para obtener con ello una enorme ganancia? O, dicho de otro modo: si un orfebre conociera el procedimiento para crear una maravilla en miniatura o simplemente la creara como por accidente, ¿por qué se despojaría de ella si esta no fuera un objeto de la serie relativamente malogrado, pero cuyo malogramiento resulta invisible al comprador por ser algo menor que una maravilla en miniatura: una joya de por sí?
No estoy plenamente seguro sobre la índole de acontecimiento insignificante que debió de haber ocurrido entre los acompañantes de la mujer parecida a Bibi Andersson, una amiga suya y ella misma, del mismo modo en que algo había pasado entre mis propios acompañantes y yo. El ocaso había sido magnífico. Tal vez fuera el hecho de que todos estuvieran tan compenetrados y como estupefactos ante sus propias impresiones, hasta el grado en que darle al lanchero los quince pesos que nos cobraba a cada uno por llevarnos al faro, se antojaba una empresa ajena al esplendor natural de este mundo, tesis que todos sostenían de buena gana hasta que yo la agüe extrayendo mecánicamente (mis propias impresiones estaban muchísimo más contaminadas con la grisura general de la existencia que las del resto de mis acompañantes) las tres monedas. Tal vez después de eso, con la promesa de una exposición natural semejante, mis acompañantes, como los de las dos mujeres, se ausentaron una buena cantidad de tiempo, posiblemente copados por los isleños para efectuar algún nuevo negocio. Y nos quedamos nosotros tres, en tres hamacas paralelas, acostados, observando el recuadro que formaban los palos de las palapas: el cuadro de la noche: una noche con una estrella de fondo y mar negro en primer plano para mí, una noche con un tronco enterrado en la arena en primer plano y mar negro en segundo para la amiga de la mujer parecida a Bibi Andersson, y una noche con mar oscuro para ella misma (aunque cada uno de nosotros tres pudiera ver también el cuadro del otro).
Estuvimos en silencio cerca de quince minutos, sin decir palabra, meciéndonos imperceptiblemente y contemplando el silencio absoluto de la noche, el silencio contrapunteado por el ruido blanco de las olas negras estampándose unas con otras, el silencio de nuestra propia respiración, respiración un tanto inquieta y al pendiente de lo que pasara a continuación.
Al día siguiente me desperté de golpe. Al salir de la casa de campaña y comenzar a caminar, entre el mareo posterior al sueño, mientras me perfilaba por entre el desorden que había quedado en las dos mesas resultado de la noche anterior, rumbo al mar, divisé que el sol estaba apenas saliendo. Era el influjo solar de la isla, que me había despertado. Más tarde me enteraría de que la argentina había programado una alarma para ese día, pero por alguna razón relacionada con la cantidad de energía que le restaba a ésta, no sonó. Era nuestro tercer día en la isla.
El viajero descansaba, tan desgarbado como era él, en una de las hamacas, posiblemente en espera del amanecer (puesto que, cuando yo me aveciné hacia el sol, sin experimentar en realidad sorpresa alguna, y regresé junto a él, observé que él se levantó un par de minutos de la hamaca, se tambaleó en dirección del sol, y se le quedó viendo exactamente ese par de minutos, hecho lo cual regresó a dormir). Pude observarlo dormir, y pude observar más detenidamente el arete y, en el arete, el frasco con su poco de marijuana, que brillaba a la luz naciente del sol. Pero yo lo había despertado. No su arete, ni su vigilancia del momento del amanecer: Él dormía cuando yo ya había visto que amanecía y sin darle demasiada importancia regresé rumbo a la mesa y encendí un cigarro. Tosí, y él se despertó. Se dirigió, como ya dije, igual de tambaleante que yo cuando me desperté, hacia el sol, igual que yo, y se quedó fijo observándolo hasta que su luz fue restallante, y regresó a dormir. Y yo me puse a observar muy de cerca el arete. Hubiera querido establecer una plática con él sobre el objeto, pero no lo hice. Me limité a ofrecerle (despertándolo nuevamente), un cigarro. Vagamente me dijo que no y siguió durmiendo, o intentando dormir, y más tarde se levantó y se fue. Pensándolo bien el arete no lo dotaba de nada.
El primer día que estuvimos en la isla, antes del arribo de los italianos, estábamos en la mesa que más tarde utilizaríamos indefectiblemente como nuestra, bebiendo agua y café y fumando cigarros durante la hora o durante la hora y media inmediatamente posterior al desayuno. Recuerdo nítidamente que yo estaba sentado en una de las sillas que daban vista al mar, de modo que observaba las cuatro cuadrículas en que este se mostraba, recortado por los palos que sostenían a las palapas (la imagen que del día ofrecían las palapas y sus recuadros, y no ya la de la noche en que un día después la mujer parecida a Bibi Andersson, su amiga y yo reflexionaríamos). Dominika, por su parte, estaba en uno de los extremos de la mesa. Llegó el momento en que sentí un imperante deseo de dirigirme playa adentro, hasta unas rocas que alcanzaban a divisarse, y comenzar a escribir, pues tanto Dominika como yo, habíamos llegado allí guiados por la leyenda de lo que se conoce como “la Isla del Destino” o “La Isla de los escritores”. Claro que eran exageraciones de los demás escritores, de los escritores que ya habían visitado la isla (o al menos eso creíamos Dominika y yo antes de llegar), pero probaríamos suerte (no teníamos nada que perder) y, tal vez, sin darnos cuenta, un libro comenzaría a escribirse solo, un libro cualquiera, un libro como los otros cuatro que ya había escrito Dominika, o un libro como los otros dos que yo ya había escrito, excepto porque en esta ocasión este libro se abriría en dos para agitar las aguas que nos rodeaban, y porque una vez agitadas dichas aguas, habríamos comenzado a escribir, a circunscribir las circunstancias de nuestra próxima muerte.
Pues bien: el asunto es que corrí, casi literalmente, de pronto, a la casa de campaña, toda vez que quisiera tomar mi cuaderno, mis plumas y mis gafas de sol, y me dirigí ipso facto rocas adentro.
El tercer día no fue distinto. Cuando me dirigí, entre mareos, hacia el mar, y observé que el sol estaba despuntando, uno de los primeros puntos en que recayó mi mirada fue precisamente en dichas rocas. Regresé a tientas, con el fin de no despertar a nadie, a la casa de campaña y saqué mi cuaderno, mis plumas y mis gafas de sol.
Además de Dominika y yo, viajaba con nosotros (junto con otras dos personas más) un escritor por lo bajinis, que parecía no desear que su identidad fuera conocida por nosotros, no porque estuviera acostumbrado a la notoriedad y deseara escapar de ella, sino por un fin menos obvio, parecido a la conjetura de que lo que hacía en la isla, a lo que había ido, debía permanecer en secreto (resolución a la que había llegado ignoro por efecto de qué extravagantes recovecos de su imaginación) y que se limitaba a sugerir mediante elipsis semimetafóricas lo que de verdad pensaba, que por lo común eran pensamientos crueles dotados de un cinismo sin imaginación, para mi total desilusión y un poco de miedo mezclado con un extracto de aversión. Durante todo el tiempo que estuvimos allí, casi nunca estuvo, salvo para comer, con nosotros durante el día, puesto que se iba no sé muy bien a dónde o a qué. Llevaba con él una tercia de libros, un sombrerito sospechoso y unas gafas oscuras. Posiblemente llevara un lápiz y se entretuviera todo el día en hacer notas de uno de sus libros, que, por lo que pude observar, era uno tal en que todos los acontecimientos suceden en un páramo de muertos (¡vaya buena idea: llevarse un libro de miseria a un semiparaíso, vestido para la ocasión!). Lo recuerdo nítidamente: Sus shorts blancos, sus sandalias de cuero, su saquito blanco, arremangado, y su camiseta sin mangas, abanicándose con el sombrero mientras su libro reposaba en su pecho, abierto en dos, y se bebía a traguitos un enorme coco en tanto lidiaba con el copioso sudor que su cuerpo exudaba. Él, por ejemplo, hubiera podido costear el arete, pero a él ese tipo de cosas no le interesaban. Por lo demás estábamos prácticamente solos en la isla. Éramos nosotros, los italianos, los argentinos, y en las no más de veinte palapas restantes de toda la orilla, cuya extensión se continuaba varios kilómetros del lado de nuestra playa, y varios kilómetros del lado de la playa vecina (que estaba de suyo absolutamente vacía), no más de seis campamentos más. Estábamos, pues, prácticamente solos en la isla.
Decía que el tercer día, cuando me desperté, y me comencé a dirigir hacia las rocas, no sospechaba lo que ocurriría a continuación: La sorpresa ocurrió al llegar allí: entre dos rocas, yacía, intacto, ¡¿el arete?! ¡Pero si yo se lo acababa de ver en el lóbulo del viajero! (a menos que él también se haya dirigido hacia las rocas y lo haya extraviado de alguna extrañísima manera). Un minuto pasó. Yo veía el arete y, finalmente, me agaché a recogerlo, pero al extraerlo de entre las rocas observé que en lugar de tener debajo de la gema un frasco con marijuana tenía una pelotita yin yang, de colores negro y amarillo, no negro y blanco. Apreté el arete con mi mano y lo guardé celosamente en mi bolsillo, pues las dos argollas solares, la de oro y la de plata, en nada eran restadas en belleza por la hasta oportuna pelotita yin yang, así esta no fuera un mínimo frasco con su poco de marijuana en él.
Por Jerónimo Gómez Ruiz