Impotencia

Las ondas del vibrador de mi celular hacen saber su presencia cuando retiemblan en la madera de mi buró. Mis párpados no quieren despegarse, ni mi cuerpo moverse, pero debo despertar porque debo estar temprano en la clase de Andrea.

Son las cinco y cuarenta de la mañana. Bueno, la clase es a las siete en punto, me da tiempo para ejercitarme un poco. Me pongo ropa deportiva, bajo a la elíptica y me pongo a mover las piernas por treinta minutos ¿Cuál es el problema?

Aun si la música caprichosa, rítmica y feliz de los ochenta me motiva a esforzarme por mi cuerpo, siento algo que me incomoda mientras el sudor corre por mi cara. Esporádicamente recuerdo que estoy encerrado desde hace ya medio año. La música comienza a nublarse por sentimientos turbios dentro de mi mente: medio año encerrado por un virus que ha matado a mucha gente y que me ha separado de mi hermano. Él está salvando vidas amenazadas por el coronavirus en un hospital, mientras yo estoy continuando con mis estudios para cumplir mis sueños de ser director de cine. Pero incluso si estoy persiguiendo mis metas, se siente raro el que la persona que ha cuidado de mí en los últimos ocho años no esté conmigo.

No es que viva solo. De hecho, vivo con mis tíos, pero ellos han dejado de ser un ejemplo a seguir desde hace ya mucho tiempo. Antes solían tratarme como su hijo, y yo los trataba como mis padres. Qué tiempos aquellos. Comíamos juntos, reíamos y nos apoyábamos, pero desde que intentaron truncar mis sueños, y los de mi hermano, tuve que distanciarme de ellos. La pandemia y el confinamiento fueron el pretexto para cortar lazos.

Tantas cosas pasan por mi cabeza mientras los engranajes de la elíptica rechinan y yo me empapo de sudor. No puedo dejar de sentir un tremendo coraje cuando escucho a mis tíos discutiendo sobre una reunión con mi abuela y toda la familia para la próxima semana. ¿Es que acaso no saben por lo que está pasando mi hermano? ¿No han entendido lo que puede conllevar tal reunión?

Termino de ejercitarme. Son ya las seis y media. Subo rápidamente a bañarme, no sin antes hacer un chequeo rápido de mi peso. Bien: sesenta y cuatro kilogramos, mucho mejor que los ochenta y cinco que llegué a pesar en mayo. Me miro al espejo. Finjo una sonrisa de satisfacción que, en el fondo, sé que no es sino una mentira, pues la impotencia sigue inundando mi mente. Tengo miedo, me digo a mí mismo. Mi sonrisa se convierte en una expresión de melancolía. Tengo miedo de contraer el virus. Lástima que esto sólo me lo puedo decir a mí mismo, porque la gente cercana a mí subestima el potencial mortal de aquella peste.

El fuego de mi cabeza no se apaga aun cuando el agua de la regadera cae sobre mi frente. La cólera no se ahoga con esa agua que resbala sobre mi cuero. Lo único que se va es el sudor y la breve satisfacción de completar un día más de ejercicio. Solo queda una nube gris de impotencia que se va expandiendo de mi mente hacia el resto de mi cuerpo.

Corre más rápido el tiempo cuando se aproxima la hora de clases. Ya son casi seis cuarenta. Cierro la puerta, alisto todo para tomar la clase. Abro la laptop, conecto el micrófono. Lo que un estudiante virtual de hoy en día repite hasta el cansancio desde marzo. Degusto mi desayuno, pero, sin previo aviso, la nube gris de mi mente ejerce, una vez más, su influencia. Y es aquí cuando ya no puedo más.

Mis ojos se inundan de pegajosas lágrimas saladas. Mis pulmones ceden a la hiperventilación, mis cuerdas vocales se estiran de más. Estoy llorando. Dejo a un lado la comida y me olvido de la maestra Andrea unos momentos. Descanso mi cuerpo sobre la cama y me pongo a mirar hacia el oscuro vacío que se crea en mi cuarto cuando las luces están muertas y las cortinas están cerradas.

El vacío pareciera hacerse más grande. Las lágrimas salen con más fuerza. La nube gris comienza a nublar mi vista y a acalambrar mi cuerpo. Si esto fuera un día normal, llamaría a Alejandro para que me tranquilizara y, de paso, me diera un par de regaños. Pero esto no es posible. No por ahora. Lo único que puedo hacer es tragarme el orgullo y hacerme valer por mí mismo.

Y, como por arte de magia, aparece lo que estaba buscando. “Al final, no importa lo que pase, todo va a salir bien”, solía decirme Alejandro cuando me sentía mal. Eso mismo, ahora recuerdo, decía cuando él mismo ya no podía más.

Entonces la domo. Domo esa maldita nube que me quiebra el valor, y la logro controlar a látigo y cuerda. Mi respiración se calma, mis ojos dejan de desbordarse y mis cuerdas descansan. Me levanto del colchón y preparo la clave de Zoom en la pantalla de mi aparato.

 

Del taller “Los rituales del narrador”

 

Por Miguel Ángel Soriano

Written by La Mascarada

Loading Facebook Comments ...