Ángel con punta de alfiler: los mitos que nos pueblan

Podríamos decir que toda obra literaria comienza con un mirar. No queda de otra, el texto nos subsume, o por lo menos busca hacerlo, a su mundo, y la única manera de lograrlo es proyectar la mirada del lector hacia el fondo de la caverna, donde las sombras dibujan lo que, por maravillosa mentira, se transmuta en realidad.

Así ha sido desde el inicio, ya no digamos de la historia, sino de los tiempos desde que estos raros homínidos poblamos el planeta. Lo sabían nuestros ancestros alrededor de la fogata. Lo sabían los cantábricos del Paleolítico cuando plasmaban la silueta de sus manos y dibujaban bisontes en las Cuevas de Altamira.

Un autor que no logra compartirnos su mirada no hace más que parir obras fallidas. Ahora estamos ante una novela, Ángel con punta de alfiler (Uruk Editores, 2020), obra debut del periodista y comunicador costarricense Óscar Ureña García, que hace esta difícil apuesta desde un lugar arriesgado: la relectura del mito, la desconstrucción del saber antiguo para traerlo a nuestros tiempos y llenarlo de actualidad, de tal modo que nos pueble lo cotidiano sin perder la vocación de lo fantástico.

Desde el arranque de la historia vemos al personaje principal, Matías, un joven estudiante de letras y filosofía en conflicto con su padre, un tipo ultraconservador y pastor evangélico, chocando de frente con el mito cabécar que nos dice, al contrario del mito judeocristiano, que tenemos dos almas, una en cada retina.

Matías despierta a un ensueño que se imprime inmediatamente en su realidad. Cada ojo, poseído por sus respectivas almas, actúa de manera independiente. Dialogan y discuten entre ellos, miran cada uno el mundo de manera distinta. A veces, inclusive, salen de las cuencas del personaje para explorar los alrededores. En uno de estos periplos es que se topan, precisamente, con el Ángel, la mujer-divinidad de la que Matías se enamora perdidamente.

Los ojos se convierten no solo en la manera en la que el personaje ve y narra su mundo, sino que guían al lector por las imágenes y la peripecia de la historia. De esta manera, un elemento intradiegético de la novela se convierte en un enlace entre el que lee y la narración. Los ojos del personaje principal devienen en duendes que llevan de la mano al lector por los entresijos de lo que se quiere mostrar.

Así, lo narrado se convierte en atisbo, en descubrimiento, en mostración de lo acontecido:

Los ojos se impulsan por los cuadros de cerámica de la clase, revolotean por los pies de los pupitres, pasan rosando, con su mirar, los bultos de los compañeros tirados en el suelo. Ven: chicles, papeles y lapiceros tirados.

Es aquí, de este recurso que podría parecer mera técnica narrativa, donde se erige la otra gran columna de esta novela iniciática: de alguna manera, todos somos también mitología; es decir, discurso. O, mejor dicho, todos somos una confluencia de discursos, de mitologías. La pulsión individualísima de cada ser humano hierve constantemente a la par de los discursos que le anteceden y circundan en la actualidad.

Somos el embudo de una serie de saberes sobre el mundo. Los sentimos y aplicamos a cada momento: cuando desayunamos, cuando elegimos una carrera, cuando tenemos sexo, cuando escribimos una novela o enviamos un correo electrónico.

Matías vive atravesado (y atormentado) porque ha despertado a la conciencia de los mitos que conviven en él:

El único miedo permanente en tu cabeza es la amenaza que la religión te ha metido: el destino que tomaría tu alma después de morir. Pero los ojos te están diciendo que ellos son tus almas. ¿Dos almas? Eso para nada concuerda con lo que te enseñó la verdad absoluta.

Para Roland Barthes, tal y como nos dice en su Mitologías, el mito es un hablar, el mecanismo que une el concepto con un sentido que lo precede. Las mitologías “significan una organización del cosmos y de la sociedad”. Pero si para el pensador francés la constitución moderna del mito es la manera en que el discurso burgués se vuelve historia normalizada, en Ángel con punta de alfiler, el mito, aun visto desde la modernidad, se constituye en una amalgama de la vulgar contingencia cotidiana con la tradición, tanto de la que se reniega y se anhela la liberación (la cristiana) como de la que se asume como parte de la propia cosmogonía (la indígena).

¿Panfleto nostálgico por una vuelta a “nuestras raíces”? ¿Literatura Pachamama que grita por nuevas “vibraciones místicas”? Nada de eso. Al igual que Carlos Fuentes en La región más transparente, el autor propone un mundo donde la cultura del ser humano común es atravesada por la herencia, pero sin punto de fisura, sin escisión evidente. La historia es, entonces, acumulativa. El pasado es parte de un presente en tanto que constituye el sustrato de lo que somos y, quizás más importante aún, de lo que no queremos ser.

Y aquí me contradeciré porque, después de todo, somos inmensos, como Whalt Whitman. En realidad, el cristianismo no es repelido por el personaje principal. Aunque reniegue de él, la novela lo salva tanto como salva la religión cabécar. Al final, ambas mitologías chocan entre sí como partículas subatómicas en un acelerador de hadrones y terminan formando el fresco de una sociedad que hace de la negación parte de la cultura popular.

Esto es lo que le permite a esta obra eliminar la barrera de la otredad que ha permeado una buena parte de la literatura latinoamericana indigenista del siglo XX. La novela de marras se aleja de la alucinante Hombres del maíz, de Miguel Ángel Asturias, que con toda su exquisitez no deja de presentarnos la cultura indígena como el recuerdo lejano de un pasado casi extinto que debe “recuperarse” o “salvarse”. En cambio, se acerca más a Los ríos profundos, de José María Arguedas, en su vocación integralista y ecléctica, que mira al ser humano con el lente de la totalidad, sin renunciar a un ápice del ADN que, aún hoy, sigue mezclándose en necia lucha contra el olvido.

Así, el sexo y el prurito puritano, la furia y la contemplación, la juventud del iniciado y la sabiduría del maestro se conjugan en este entretejido de una Costa Rica que se nos escapa, aunque siempre esté ahí, mirándonos desde los bajos de los excluidos, pero también desde los nuevos edificios de la élite y desde los barrios de una clase media que ha hecho de la incertidumbre el mantra de la profecía autocumplida del subdesarrollo.

Pero, con todo, esta novela no dicta fórmulas para buscar una identidad, ni da lecciones sobre el camino a seguir para concretar el eterno sueño costarricense de la prosperidad y, menos aún, para preservar herencias que duermen cómodamente en los libros de historia.

Esta es una obra que interroga sin llegar nunca, porque no se lo propone, a cierto núcleo de verdad. Tal y como dice Juan Villoro: “no escribimos porque sabemos, escribimos para saber”, Ángel con punta de alfiler clava su dardo en la duda. Y se queda ahí, zahiriendo la llaga abierta de un conocimiento que se vuelve borroso en cuanto nace, para volverse bruma que engendra otros saberes, ad infinitum. Sus páginas nos llevan a sentarnos a la orilla de la hoguera, contándonos la última caza del bisonte, exagerando los detalles para enriquecer nuestro relato, preguntándonos por qué no morimos hoy cuando ayer otro no soportó los rigores de la sed y del hambre, mirándonos unos a otros sin respuesta, volviendo al relato una y otra vez para buscar o inventar nuestras propias explicaciones sobre la vida y la muerte porque, al fin y al cabo, a pesar de nuestras más caras elucubraciones filosóficas, no sabemos nada sobre la vida y la muerte, y por eso seguimos escribiendo novelas.

 

Por Andrey Araya Rojas

Written by La Mascarada

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