Antimuseo del espíritu: De la lucidez

No existe nada más elegante que un conjunto de razones bien edificadas. La mente era una pradera amorfa, un erial en que las ideas batallaban por esclarecerse. A cada movimiento las ideas se tornaban confusas, desintegraban su identidad en un proceso análogo a la descalcificación de los huesos.

La evolución debía ser lenta y cuidadosa. Las ideas no lograban sostener su estructura, se vaciaban conforme pretendían durar. Los obreros se iban temprano a casa, dejaban el monumento en obra negra: la razón era la ciudad que apenas planeaba cimentarse.

Creíamos que la idea era una bestia rezagándose en los pantanos de la mente adormecida. Pero la mente descubrió su amplitud, la hizo palpable, convocó a sus figuras para esbozar un porvenir formal. Sin embargo, nada calma la tentación de extravío: perderse es más sencillo que seguir una ruta.

Llega la idea al salón pulcrísimo, pule los pisos, talla los herrajes hasta que en ellos se refleja la entereza de la forma definida. Entonces la mente debe ejecutar sus obsesiones lumínicas: la claridad se filtra, llega al núcleo; cada movimiento se vuelve un paraje del camino recto, cada esfuerzo se concibe para organizar.

La tarea es hallar las ecuaciones enterradas debajo de los escombros, mirar cómo de ahí surge un castillo. La razón se fortalece, da la impresión de que el aire se alzó en un monumento. La idea, como alma tranquila, pasa a través de un tejido imperceptible, llega flamante, como después de un baño puro.

Luego del desgaste, la mente avanza bajo el fino sopor de un orden; los conceptos se coordinan, se ordenan solos, alcanzados por una armonía completa. Lustrosa, la idea desencanta el maleficio del sapo embrujado, devuelve al guerrero su escudo brillante. Una línea va construyendo ciudades bajo el agua; los edificios crecen, rompen la superficie, trepan como una parvada retornando al nido con el alimento entre las garras.

Alterada después de una pesadilla, la mente deshiela propiedades puras. Por instantes, coagula imágenes certeras. Pero si el pensamiento anhelaba llegar al punto más alto, se enredaría con hierbazales. Había que avanzar como una serpiente nerviosa al pie de los trigos.

Poseída por un trance furioso, la lucidez descubre la ruta hacia el claro ascendente, escucha la voz universal enredada en los planetas más lejanos.

Sobre la cima, sostenida con clavos de metal incorruptible, la mente elaborará su último lenguaje.

 

Por Leopoldo Lezama

 

Written by La Mascarada

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