Una de las cosas más bacanes que me sucedió cuando el destino me llevó a trabajar en Princeton University fue conocer a Ricardo Piglia.
Una buena mañana bajaba yo por las escaleras «secretas» del Departamento (para no usar el elevador) y —en eso— me topo con Piglia, con su enrulado pelo revuelto, chatito nomás envuelto en una Caffarena verde olivo. «Hola» —le dije sorprendido—: «No todos los días uno se choca con Piglia». A lo que el chato sonrió y me dijo: «Anda a verme a mi oficina para conversar».
Cuando culminaba mis clases, lo visitaba entonces y era una delicia departir con mi admirado autor de Respiración artificial. Muy buena onda Piglia, me pedía que le leyera mis poemas, me contactó con su amigo el poeta argentino Fabián Casas (qué buen nombre «18 whiskys» para su revista, me decía) y luego me preguntaba: «¿Qué te parece Blanco nocturno como título? Ta’ bueno, ¿no?». «Así se va a llamar mi próxima novela». Otro de sus temas era el jazz. De hecho, mientras conversábamos —a veces con un vino blanco sobre el escritorio— sonaba ese ritmo en el ambiente y Piglia me comentaba qué era lo que escuchábamos.
Hubo un mediodía que salí de mi oficina a almorzar al frente del campus a «Zorba el griego» (mi restaurant favorito) y, cuando volvía, encuentro a Piglia sentado —como un estudiante más— almorzando de un container que tenía en la mano, apoyado en un murito junto a una de las entradas de la Universidad. «¿Qué haces aquí, Ricardo? —le digo—, y Piglia: «Acá nomás, más informal, más tranquilo». Me gustó esa nota suya: sencilla, franca, sin huevadas, como un pata más comiendo allí en la calle.
Cuando redactaba esta memoria, me encuentro con estas frases piglianas: «Se escribe lo que se ha pensado antes y ese es siempre el problema, porque el lenguaje está hecho para que uno piense mientras lo usa». Bacán ese vacío y puente entre mente y escritura y lengua. Princeton no me gustó mucho: allí te encontrabas con toditos los primeros de la clase —en sus colegios— de los USA, arrogantes y neuróticos por competir. Y el sitio era una especie de monasterio helado, casi inhumano. Pero Ricardo Piglia fue lo máximo, lo único —como dice Hernández— que me sucedió allí.
Por Roger Santiváñez