Animals

Cuando empezamos con el trabajo jamás pensamos que terminaríamos así, de esta manera tan poco humana. Es cierto que uno nunca coincide plenamente con el final de las historias, apenas abriga alguna leve idea, o cultiva sombras de posibilidades, pero seguro que ninguno imaginó tamaño fin. La crisis económica era tan profunda que el municipio se vio obligado a vender los animales del zoológico, y como reemplazo decidió convocar a los desocupados para hacerse cargo del rol de animal salvaje. Los que conseguimos ocupar las vacantes, debíamos presentarnos todos los días a las ocho de la mañana, colocarnos el disfraz de animal que nos tocaba interpretar y ubicarnos en las jaulas hasta las diecinueve horas, momento en que el último visitante dejaba el zoo. La jaula de los leones, donde me tocó desarrollar mi trabajo, era una de las más amplias, una suerte de foso con jardines, algunas rocas y las jaulas empotradas en la pared.

Lo que empezó como una tarea aburrida, estar tirado al sol panza arriba, caminar de tanto en tanto, espantar moscas con el rabo, un rugido de vez en cuando para llamar la atención de los visitantes, se fue tornando cada vez más tenso. Al no pago del salario de la primera quincena por trabajar como animal, se sumó la escasez de alimentos. Nuestros estómagos crujían, sólo el primer día hubo un trozo de carne en el almuerzo, luego nada. Decidimos no irnos a casa y quedarnos en las jaulas, como una forma de reclamo. Allí, en el foso, en la noche, oliendo a león, a estiércol, rugiéndonos unos a otros, lanzándonos dentelladas y empellones para defender nuestros territorios. Cada vez más fieros, más salvajes, más leones. Por el día los visitantes arrojaban galletas duras. Durante las noches el viento traía el olor de las cabras vecinas, de los conejos indefensos, de las gacelas en celo, de los bueyes cansados. Demasiados manjares para bestias tan hambrientas. Entre los cuatro leones organizamos la cacería. Fue en la medianoche, bajo la luna silenciosa; caímos sobre las cabras y las gacelas, hubo ruido de pezuñas tartamudeando en la tierra, olor a sangre, gritos de horror, y hasta un “socorro” se oyó, una palabra tan incomprensible para bestias como nosotros.

El amanecer nos atrapó con las fauces teñidas de rojo y algunos arañazos en el lomo. Nos sentíamos, por fin, animales a pleno, dueños de todo, los reyes de aquella jungla fabricada. Rugimos de orgullo, peleamos entre nosotros para mostrar quién era más valiente, orinamos marcando territorio, nos revolcamos en la tierra, nunca volvimos a recordar que habíamos sido humanos alguna vez, y a nadie le importó.

 

Por Marcelo Rubio

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Written by Marcelo Rubio

Escritor argentino nacido en 1966. Autor del libro "Bajo el signo de Eva" (Textos Intrusos) y de la novela "Lo que trae la niebla" (Indómita Luz).

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