Buscando un Pucho

A Claudia Sobico, otra Claudia que me inspira.

 

Tenía días sin salir de casa, consagrada a la creación, mientras afuera estaban todos atareados en buscar dinero. La inflación por las nubes. Esperamos que la situación empeore. La decadencia que nos caracteriza nos hace pensar que iremos a peor, nunca lo contrario. Y la realidad nos complace, nos da la razón.

Mis padres me visitan con frecuencia, o llama mami por teléfono y pregunta:

—¿Haz visto algo de trabajo?

Y yo, que no he visto nada, pero estoy segura de que me llamarán cualquier día para hacerme una oferta estilo El Padrino, “que no podré rechazar”, le digo:

—Quédate tranquila Ma, ahora no hay nada. Hay que esperar…

Ella se empeña en comprender y me ofrece sus ahorros, generosa como suelen ser las madres. Estoy tentada de aceptar, pero me queda dignidad y amor a esa mujer que lleva toda la vida reuniendo pesitos para una emergencia, o para la catástrofe de la vejez. ¿Cómo le voy a quitar esa esperanza?

Yo no gano, pero casi no gasto. A veces en unos Puchos. En mi país le decimos cigarrillos, pero acá es como un nombre propio: Pucho. Salí de casa, cosa que hacía poco, para no gastar energías inútiles y porque afuera era el apocalipsis, la furia en la cara de la gente. Rostros que circulan entre el desasosiego y la tristeza. Los amigos —ahora nos hablamos por teléfono en vez de ir por birras— me preguntan a menudo qué hago aquí. Les parece absurdo ser de otra parte y venir a comerse este millo. Pero allá era peor. Ni les respondo. Sería uno de esos actos inútiles. Acá todavía creen en la poesía, me repito con frecuencia, como un karma, una salvación.

Eché a andar. Todavía no había encontrado el Pucho cuando vi a Claudia, sentada en Dorrego. Atrás de ella una pareja le danzaba un tango. Aquí me parece estar en una eterna película de las que veía en la infancia. No pude menos que recordar los versos de Cardenal para Claudia: “Cuídate, Claudia, cuando estés conmigo, / Porque el gesto más leve, cualquier palabra, un suspiro / De Claudia, el menor descuido, / Tal vez un día lo examinen eruditos, / Y este baile de Claudia se recuerde por siglos”. Tuve ganas de escribirle algo, porque Claudia es una mujer linda, que merece versos. Hace mucho que tengo ganas de dejar la narrativa y caer en el abismo de la poesía. Me parece más útil para el soporte diario. Pero la verdad es una: no soy una buena poeta, aunque sigo barajando la posibilidad de serlo algún día, como por arte de magia. Me he vuelto una soñadora desquiciada. También me lo dicen con frecuencia los amigos ante mis evasivas sobre los proyectos de comunicación que ya no existen y un salario, otro término que escapó de mi vocabulario.

Le conté mi misión Puchos y la asumió como propia. Mientras caminábamos, hablamos mal de los gobiernos; de casi todos. Pero solo duró un par de cuadras. Ella aspiraba a que, Pucho en mano, fuéramos por las birras. Sin querer llegamos a la esquina del Museo de Arte Moderno, y en medio de la calle, ¡oh sorpresa!: la Filarmónica de Buenos Aires interpretaba a Shostakovich. Una mujer ridícula lo presentaba. El músico tenía nombre de medicamento, pensé. De niña mami me echaba bálsamo de Schostakovsky para las llagas en la boca, consecuencia de los parásitos. Por lo menos debían compartir nacionalidad, el bálsamo y el compositor. La música nos sacó del presente hacia una liviandad inesperada. A lo más que habíamos aspirado era a un par de birras. Claudia tendría que invitar. Yo contaba con eso. Pero ahora nos elevábamos.

Me estaba haciendo pis, así que entramos al museo. Nos encontramos con una majestuosa exposición de eso que llaman arte contemporáneo. Era la primera vez que me gustaba el arte contemporáneo. Maniquíes vestidos con glamurosas ropas hechas con materiales escolares: cartón, papeles brillantes, canastos caseros, cacerolas, libros, naylon de empaquetar… Nos llamó la atención un gran pene de metal, flexionado, erguido y dorado sobre un bulto de libros. ¡Qué más se puede desear!, dijimos a la vez.

Claudia es mi amiga más vieja, o sea, desde siempre, del mismo barrio habanero. De niñas éramos la rubia y la trigueña. Hicimos juntas todas las primeras veces de las edades entre el nacimiento y los diez años, incluso acariciarnos el sexo en el prescolar y besarnos en la boca detrás de la puerta de la cocina mientras mi hermano observaba. Después ella se fue. Su familia se la llevó sin avisar, porque yo ya no vivía en ese barrio. Mi familia me había llevado a mí antes, aunque con anuncio previo. La separación no fue terrible hasta darme cuenta de que quizás no la volvería a ver, de que no tenía cómo buscarla, ni un santo ni una seña. Quiso la casualidad que hace un tiempo me la encontrara vagando por la misma plaza que ese día. ¡Cuánta alegría! Qué insospechada la vida y los azares. Reanudamos la amistad treinta años después como si no hubiera pasado nada en medio, porque en breve nos pusimos al corriente hasta de los hechos más triviales. Desde entonces siempre había querido hacerle los malditos versos que no salían.

Al terminar el recorrido de la exposición, que resultó ser de un famoso cuyo nombre olvidamos, o nunca supimos, pasamos al baño. Yo estaba desesperada y fui primero. Cuando ella entró, aprovechó la privacidad del lugar y regresó al tema que yo sabía, el último novio.

—¿Entonces ya no están más?

—No, pero somos amigos, todo bien. —Ella orinaba.

—Qué bueno, así deberían terminar siempre las relaciones. Además, es un tipo macanudo, ¿no?

—Sí, bueno, al principio fue difícil, sabes. En lo que encontraba para dónde irme pasó un mes, juntos. No fue fácil. A veces nos divertíamos; otras, lo odiaba.

Y así transcurría la conversación: ella dentro, yo en el lavamanos, ruidos de papel sanitario, del inodoro al descargar… Mientras, el baño se iba apelotonando de mujeres, que sin saber de quien hablábamos prestaban atención a la historia. Claudia no lo sabía, ella nos creía solas. Cuando salió y se hizo consciente de la situación, puso ojos desesperados de birra:

—Esto es lo que llamo relaciones públicas. —Dijo. Reímos. A mí casi todo ya me daba igual.

Afuera no solo había una fiesta tremenda, sino tragos y cervezas gratis. Los de arriba, excéntricos; los de abajo, ridículos. Me habló Clau de esta teoría de cómo la misma ropa hace diferentes a las personas y viceversa; aquello de “el hábito no hace al monje”. Dimos cuenta de varias Stella Artois en el patio del museo. Hablamos del azar concurrente y de su enunciador, Lezama, poeta desconocido y mayor de nuestra patria. Hicimos versos de onda nocturna y yo comencé a escribir este cuento. La gente fumaba. Yo seguía deseando un Pucho. Pensé que pedirle a alguien hubiera sido una irrupción a nuestra privacidad. Los hombres, tan borrachos —excéntricos o ridículos— todos, se veían dispuestos a saltarnos encima al primer chance. Elegí la precaución.

Esbozaba yo una teoría y Claudia me escuchaba como si le fuera la vida en ello: “Solo hay que desear”, le explicaba. Le conté varias situaciones en que me puse a desear y los anhelos se metamorfosearon en una realidad espesa. Ella deseaba birras, había pasado todo el día trabajando por unos pocos pesos. Y ahí estaba… una tanqueta llena de Stellas frías, gratis. Inimaginable. Yo intentaba, sin demasiada suerte, vincular el deseo con el azar concurrente. Tenía otras tantas teorías. Me encanta teorizar. Es un ejercicio útil antes de escribir, aunque luego no escriba nada. ¿Escribir con hambre? Ya algunos lo intentaron antes. Les salió mejor. Pero la cerveza lo hacía parecer todo posible. El día de imposibles se había vuelto perfecto.

A la salida, la noche se disipó tenebrosa. Ni orquesta ni gente. Las calles mostraban la desolación de nuestro tiempo. ¡Vaya siglo veintiuno! Nos despedimos en la parada del bondi. La vi partir; vivía lejos. Por eso no nos veíamos frecuente, y por lo de los actos inútiles. “Esta será mi venganza: / Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso / Y leas estas líneas que el autor escribió para ti / Y tú no lo sepas”. Ese poeta nunca sería yo, pensé con nostalgia de algo que no iba a suceder.

Caminé de regreso a casa. Por fin encontré una tienda abierta. Volví a asustarme con el precio de los cigarros. Me azoro con frecuencia con los precios de casi todo. Saqué un billete del bolsillo y dejé lo último que me quedaba. Fumé varios Puchos seguidos, no tenía nada más qué consumir. En casa decidí acostarme e intentar dormir cuanto antes. Las birras ayudarían. Mis últimos pensamientos fueron para mi madre. Tal vez mañana le acepte un pequeño préstamo, si no suena antes el teléfono con la propuesta irrechazable. Quizás vuelva a aparecer Claudia y los versos que escribieron otros nos hagan olvidar.

¡Desear! ¡Desear! ¡Desear! Todavía intento concentrarme…

 

Por Gabriela Guerra Rey

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

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