Los años del plomo y la palabra profética: Dies irae de Antonio De Petro

En una de las escenas más famosas de Nostalghia (1983) de Andrei Tarkovski se nos muestra a Domenico, un personaje caracterizado en la película como un mendigo perturbado, dando un encendido discurso en una plaza de Roma. Domenico —de quien nos hemos enterado, por escenas anteriores, que es ridiculizado por los habitantes del pueblo en que vive debido a que permaneció encerrado durante siete años con su familia por temor al fin del mundo— increpa a sus oyentes y los fustiga por permitir con su inacción y negligencia que el mundo haya llegado a una situación sin retorno, a un abismo de destrucción inevitable. Hay en sus palabras, en la furia de sus gestos, tanto la ceguera de una locura que apenas puede disimular, como la chispa de lucidez que permite emparentarlo con los profetas del Antiguo Testamento, de los cuales, obviamente, su discurso está haciendo eco, no sólo al nivel de la aspereza con que fustiga a sus contemporáneos sino, por sobre todas las cosas, por la fuerza obsesiva con que impone la visión apocalíptica del abismo a quienes lo escuchan, y que ven reflejada su exaltación en el posterior suicidio de Domenico, que se quema a lo bonzo en plena plaza, frente a decenas de espectadores, la mayoría de ellos completamente indiferentes al hecho.

Esta imagen, la del profeta al mismo tiempo que mendigo perturbado (pero, ¿no es toda profecía una forma de locura apenas disimulada? Qué pensar, de otra manera, de P. K. Dick y sus revelaciones), que alza su voz desaforada en medio de tiempos turbulentos, me parece adecuada para hablar de Dies irae, novela publicada por Antonio De Petro en 1981, siendo Antonio De Petro un seudónimo que encubre a un autor hasta el día de hoy desconocido. ¿Por qué la imagen de Domenico inmolándose tras su salvaje alocución se presenta como clave para leer la novela del autor italiano? Para explicarlo se hace necesario decir, en primer lugar, que Antonio De Petro es —tal como lo señala Francisco Prieto en unos de los artículos introductorios al texto— un “heredero de Joyce”: en tal sentido, Dies irae no sólo se caracteriza por un multilingüismo que salpica la novela de comienzo a fin (puesto que se incluyen en el libro palabras, frases y párrafos en francés, alemán, portugués, español e italiano dialectal), sino también por el uso de una variedad de materiales que enriquecen y complejizan el relato (transcripciones de conversaciones telefónicas, cartas, artículos de periódicos, diálogos casi teatrales, fragmentos de una diario de vida). Todo esto hace que la anécdota del texto, el amor trágico de Vanni y Silvia, dos jóvenes estudiantes italianos, pase, desde mi punto de vista, a un segundo plano: lo esencial en Dies irae, no es qué se cuenta sino cómo. Así nos lo deja traslucir el narrador en una reveladora reflexión metatextual:

Que hacer, dijo Lenin, escribió Cerniservskij.

Hacer una mezcla, un Manhattan de todo.

¿Una novela?

Después de Joyce, ¿qué novela quieres escribir y con qué esquema?

¿Un poema?

Después de Holan y Ungaretti, ¿qué pretendes?

Dentro de la variedad de materiales señalados en el párrafo anterior, destaca una serie de disquisiciones realizadas por voces que se encuentran en un nivel extradiegético del relato. Estas voces, que podríamos identificar con divinidades del viejo panteón latino como Ceres, Plutón, Cupido y Marte, de no ser por el lenguaje eminentemente cristiano utilizado en Dies irae, nos instalan en una dimensión apocalíptica: ellas efectúan un inventario de los males que aquejan a la sociedad contemporánea italiana y al mundo entero. Este inventario y el ataque al estado del mundo que lo acompaña se hace en términos de un imaginario y una lengua medievales; hay que recordar, en concordancia con esto, que Dies irae (que significa en español “Día de la ira”) corresponde a un himno latino del siglo XIII, que describe el día del juicio final “con la última trompeta llamando a los muertos ante el trono divino, donde los elegidos se salvarán y los condenados serán arrojados a las llamas eternas” (como tan gráficamente se describe en Wikipedia). Esta serie de disquisiciones, por tanto, adquiere un tono virulento y, lo que es más importante, un carácter visionario, que se manifiesta en fragmentos como éste:

Por eso, así dice el de los grandes ejércitos: en todas las plazas de Italia habrá lamentos, el llanto de la Bestia: vendrá a comerse el sol; arrancará cabezas y entonces algunos intentarán escapar en vano, con saltos histéricos y gritos ahogados, porque pegado al cuello ya no hay nada; caerán, resbalarán con la sangre; la Bestia estará allá, con el moco y con la baba y el sexo enorme a taiá dei dita e vacá de oci, cortando dedos y sacando ojos, llevándose a la boca de un solo golpe a quien escoja.

Es aquí donde la potente imagen de la película de Tarkovski se posiciona como clave para desentrañar algunos de los significados que Dies irae despliega, ya que existe una conexión imposible de soslayar entre el Domenico que fustiga a sus oyentes en una plaza de Roma y el narrador que ataca a los lectores de la novela. En ambos casos nos hallamos dentro de un ámbito que podemos llamar profético. En “La palabra profética”, un brillante artículo que forma parte de El libro que vendrá, Maurice Blanchot realiza un análisis de los textos proféticos del Antiguo Testamento, estableciendo una suerte de genealogía que, pasando por Jeremías, Ezequiel e Isaías, culmina en la obra de Arthur Rimbaud. La relación de la palabra profética con el desierto y el afuera, su vínculo problemático con la historia, su invención de una utopía posible incluso frente al más amenazador de los destinos, el escándalo y la impugnación que suponen el orden presente de las cosas, el diálogo con la divinidad que establece, su literalidad, etc., forman parte del cuadro que Blanchot describe; muchos de estos rasgos se descubren en la novela de De Petro, en especial aquellos que se enlazan con el vínculo problemático entre palabra e historia y con la impugnación del orden de cosas presente: en Dies irae se aborda de manera despiadada el horizonte político de la Italia de los años 70 y 80, décadas que algunos analistas políticos han denominado como los anni di piombo, los “años del plomo”, por la recurrencia de atentados, enfrentamientos y asesinatos entre facciones de extrema izquierda y derecha. El narrador menciona en distintos puntos de Dies irae algunos de estos atentados, de los que responsabiliza a la sociedad italiana entera, a la que se condena por su tibieza e ignorancia:

Ustedes: esos que no nos resulta que se haya cometido un delito, esos que la culpa es del Vaticano, esos que aquí hace falta el Duce, esos que la ametralladora a mí no me la quitan, esos que el vientre-cementerio se llama, sin embargo, huelga de los vientres, esos que el gobierno siempre es un ladrón si no están ellos, esos que toda la culpa es de los del sur, esos que quieren la guillotina, esos que el mejor perdón es vengarse, esos que si no hiciste también tú la Resistencia eres un imbécil, esos que adiós a las armas es sólo un libro, esos que eres un fascista si eres diferente a ellos, esos que deben estar unidos o les cortamos el cuello, esos que la mayoría es mi mamá, esos que el partido siempre tiene razón, esos que a los otros se los pasan por el arco del triunfo.

Oh, yes!

Y, después de los atentados y las trágicas muertes accidentales de los grandes, ríos de artículos sobre ellos, arriba las banderas, tantas lágrimas de cocodrilo y bustos y estatuas.

La fuerza de este ataque tiene que ver, en gran medida, con la transparencia de la que se hace parte el narrador (y las voces que lo acompañan) para apuntar esta violencia extrema; pues, tal como lo dice Maurice Blanchot en el artículo mencionado: «no obstante, si las palabras proféticas llegasen hasta nosotros demostrarían que no contienen alegoría ni símbolo, sino que mediante la fuerza concreta de la palabra, desnudan las cosas, desnudez que es como la de un rostro inmenso que se ve y no se ve, y que, al igual que un rostro, es luz, el absoluto de la luz, aterradora y arrebatadora, familiar e inasible, inmediatamente presente e infinitamente extraña, siempre venidera, siempre por descubrirse e incluso por provocar».

Particular importancia tiene en Dies irae un acontecimiento que cimbró a Italia en 1980: el atentado ocurrido el 2 de agosto de ese año en la estación de ferrocarriles de Bolonia, que dejó un saldo de más de ochenta muertos y centenas de heridos. Este acontecimiento no sólo es objeto de distintas reflexiones por parte de las voces que atraviesan el texto de De Petro, sino que es también un hecho capital de la novela, puesto que en él muere la madre de Silvia, una de las protagonistas del relato, muerte que provoca un gran dolor en ésta y que, de alguna forma, precipita el final trágico del romance entre Vanni y Silvia. Es, por tanto, un punto en que convergen estas disquisiciones (con un carácter metatextual marcado) y el relato en sí, lo que marca a las claras la importancia que posee para De Petro la expresión de la violencia que asolaba su país.

Frente a este escenario convulso, de violencia desatada que no deja respiro a nadie, la voz del narrador y de los personajes fantasmales que lo acompañan adquiere un tono de desaliento profundo y descarnado, de desencanto ante la reiteración de estos sucesos que hacen perder el sentido incluso al dolor. Confiesa Vanni en un revelador monólogo interior:

Quién es el que escribe la historia Qué tipo es Por qué A dónde va Qué escribe Hay que analizar la escritura en el instituto grafológico Moretti de Ancona o pedir a Bernacca y Baroni las previsiones del tiempo Qué quieren analizar prever Aquí se necesita un cero-cero-siete Ian Fleming compañeros de otra manera el dueño del mundo no nos da ni siquiera el título de la medalla del orden de la bandera roja de segunda clase Por qué dejan morir a los jóvenes a las jóvenes Por qué dejar morir así a quien debe vivir Silvia Y por qué una muerte y otra no y a mí sí y a mí sí y a ti no.

Quizás sea el fragmento donde se manifiesta de manera más rotunda la percepción de Italia como mero teatro de muertes absurdas. Y es que, para De Petro, la historia se vislumbra  como catástrofe, escenario de continuas hecatombes; visión que lo liga a un contemporáneo suyo, Roberto Calasso, quien publicaba La ruina de Kasch casi por los mismo años de aparición de Dies irae (1983). La ruina de Kasch es un denso ensayo en que Calasso desarrolla la idea de la (omni) presencia de lo arcaico en las sociedades contemporáneas, expresado principal (pero no únicamente) por la primacía de las prácticas sacrificiales, que habían sido uno de los pilares sobre los que se sostuvieron las colectividades primitivas, en el mundo actual, disimuladas hoy tras la apariencia de guerras y programas de experimentación. Estos pensamientos de Joseph de Maistre, recogidos en el libro de Calasso, parecen dar cuenta, al mismo tiempo, del horizonte ruinoso, sangriento, que surge de la lectura de Dies irae y de las paradojas irresolubles que propone:

Un solo hecho era para él constante en la historia del universo: el derramamiento de sangre humana. Una vez llegué incluso a considerarle loco, cuando me preguntó, mirándome fijamente: “Si tuviéramos unas tablas de las carnicerías de la misma manera que tenemos las tablas meteorológicas, ¿no cree que, al cabo de unos cuantos siglos de observaciones, tal vez podríamos descubrir su ley interna?” Pero percibió inmediatamente mi desconcierto, y casi quiso excusarse con esa inmensa amabilidad que contrarrestaba algunas de sus palabras terroríficas: “se me ocurren estas cosas sólo porque, desde que pienso, pienso en la guerra”.

La anterior consideración de la historia en tanto catástrofe hermana a Calasso con De Petro; sin embargo, existe un elemento que los separa radicalmente, que es el de la fe. En el caso de la novela del italiano tenemos varios rasgos que sitúan a Dies irae en un plano religioso: el ya citado lenguaje cristiano, la dimensión apocalíptica que despliega, el llamamiento a un orden superior que sólo podrá ser alcanzado mediante la práctica de las virtudes evangélicas. Pero es el desenlace del texto el que exhibe la brecha que separa a un escritor de otro: el himno con que se cierra Dies irae ofrece un rayo de esperanza en medio del desolador panorama, la posibilidad de redimir todo el dolor sufrido con la entrega de Vanni a Dios. Esta posibilidad, que se ha venido perfilando a través de los diversos diálogos entre éste y Silvia (donde la primera ha buscado atraer al segundo insistentemente a la creencia) encontraría en esta conclusión una salida que, más allá de la terrible situación afrontada (la muerte de su amada), devendría en paz final. Porque, a fin de cuentas, la novela de Antonio De Petro se propone este objetivo, en tanto asume la tradición profética que encarna el Domenico de Nostalghia: buscar un camino que guíe fuera del laberinto de violencia y muerte, del horizonte de ruinas que era la Italia de esos años, incluso a través de la tragedia.

 
Por Manuel Illanes
 

Written by La Mascarada

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