La casa de Caín (primera parte)

—¡Eso es lo de menos! —Sonia se exasperó por no poder hacerse comprender como deseaba—. ¡Debe haber algo! ¡Yo sé que hay algo!

Intenté calmar su enojo con una recopilación de los hechos conocidos hasta ese momento.

—Hace muchos años, según te contó un hombre mayor, un grupo de judíos, quizá disidentes o marginales de la comunidad central, se reunía en esta casa para celebrar sus fiestas.

Un paredón cortaba de manera abrupta la callejuela sombría. A escasos metros de allí, frente a nosotros, la fachada del inmueble mostraba las cicatrices de años a la intemperie y la ausencia de mantenimiento. No había diferencia alguna entre éste y las construcciones de su entorno, excepto que encima de la puerta de entrada se destacaba una Estrella de David inscripta en un círculo. No era un símbolo extraño en sí ya que la mayoría de los templos hebreos presentaba esa ornamentación. El enigma consistía en saber si alguna vez ese edificio había funcionado como sede de alguna institución comunitaria.

A mi lado, Sonia, anhelante, esperaba una reacción que la convenciera de que no se había equivocado.

—¡Sí! —aplaudió, exaltada—. Creí que no te ibas a acordar.

—También me dijiste entonces que era un buen material para investigar y que te parecía… romántico.

Casi se desmayó de la emoción. Se pegó a mí y pude sentir el palpitar de su corazón. A pesar del frío de la mañana, ella exhalaba un hálito de tierna calidez.

Hacía referencia a una circunstancia ocurrida un par de años atrás cuando yo me encontraba en la disyuntiva de exponer una monografía con las conclusiones de la investigación periodística que había llevado adelante acerca de las causas que habían motivado al doctor Sigmund Freud a declarar al héroe hebreo Moisés, un egipcio sin conexión alguna con el pueblo elegido, la cual creía que iba a constituirse en la base de mi lanzamiento profesional y personal, o dejarme en ridículo sin atenuantes. Finalmente, presenté mi labor y no sucedió ninguna de las alternativas consideradas. Ahora, según la apreciación de mi esposa, el misterio de esta casa se presentaba como una segunda oportunidad, en esta ocasión para salvarme de caer en una depresión de límites imprecisos.

—No entiendo —dije eligiendo las palabras para no provocar su frustración—. ¿Qué hay para investigar? Es una casa antigua, que no dice nada, y sí, tal vez, en algún momento, haya funcionado como templo o club social.

Fue entonces cuando explotó:

—¡Eso es lo de menos! ¡Debe haber algo! ¡Yo sé que hay algo!

Miró el desecho que tenía ante sus ojos casi llorosos por la frustración, como si le quisiera arrancar alguna palabra, una clave que la condujera a una pista y de allí a la resolución de su secreto. Las mejillas habían enrojecido, un ligero temblor agitaba sus labios y por encima de ellos brillaban unas gotas de transpiración. De pronto, del bolsillo de su abrigo extrajo una cámara fotográfica. Tomaba instantáneas casi sin mirar, en sucesión ininterrumpida; se movía de aquí para allá, enfocándose en la estrella inscripta en el círculo. Yo la miraba hacer y creía ver en sus acciones una manera de evitar la rendición, el naufragio definitivo de su esperanza. Poco a poco su humor fue cambiando; el enojo se moderaba, la crispación mudaba en desenfado. De inmediato comenzó a reírse, a expresar una alegría juguetona y despreocupada. Llovieron fotografías sobre mí desde todos los ángulos posibles, incluso los más descarados. Yo me contagié de su cascabeleo. La risa se nos pegaba, uniéndonos en una danza mágica. Hasta que interrumpió el descontrol con una frase concluyente:

—¡Me muero de hambre!

La miré, seguramente con la estúpida expresión de un hombre enamorado. El arrebol de sus mejillas se había intensificado; brillaban sus ojos, los labios entreabiertos invitaban al encuentro, el deseo vibraba en cada fibra de nuestro ser. Ella puso fin a ese momento con un gesto indolente, un mohín que la hizo más bella, si esto era posible. Guardó la cámara y empezó a caminar hacia la calle que marcaba el límite de la cortada. En eso se detuvo mirando a su alrededor.

 

Por Pablo A. Freinkel

Written by La Mascarada

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