Antelación de sí mismo: Después del ensayo

Antelación de sí mismo: Después del ensayoMientras trataba de adivinar entre lo que entreví también junto con su aparición lingüística en mi consciencia, entre el humo de la actuación o entre el humo el humo de la actuación resultado de la posibilidad práctica del encendedor, después de que uno de los actores encendiera un cigarro, en el orden de mi asistencia a Después del ensayo, basada en la película de Ingmar Bergman, no pude sino observar también que los tres “clics” a la chispa del aparato, habían sido, igual que el resto de su actuación, fingidos: tal es el mismo personaje original de Ingmar Bergman, una actriz jovencísima —si la comparamos con el protagonista, pero no el centro de atención del documento fílmico del cineasta sueco— cuya soberbia resulta insoportable. En la película de Bergman, el centro de atención, en efecto, gravita en torno de una borrachera que lleva consigo misma Ingrid Thulin, una apetecible mujer mayor que en un momento de la película enuncia, suspendida sobre el centro gravitante de la actuación, el extracto de frase “de entre las profundas mareas del inconsciente”, esas mismas regiones que ella sobrelleva de un modo que recuerda al Erland Josephson de la versión mexicana, cuando le recuerda a Lena Olin (la actriz jovencísima) que “su llanto bien se antoja producto de una tristeza regocijante” (los términos son míos, aunque hace algunos días se los regalé a un interlocutor). ¿Cómo no podría serlo, si el fondo moral de la obra está contenido en un fragmento de Erasmo, que no por nada le llamó a su libro Elogio de la locura tanto más a veces y tanto menos otras que Encomio de la estulticia? Para poder desglosar la idea tal como quiero verla extender sus alas en el corcho de mi alfiler, consultaré a Erasmo, cita que ella sola explica toda (o casi casi toda la filmografía de Bergman, cuando no es sobriamente sublime):

Antelación de sí mismo: Después del ensayo

Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con los defectos de los amigos y el sentir afición y admirarse por alguno de sus vicios manifiestos como si fueren virtudes, ¿no es cosa parecida a la estulticia? […] Proclámase una y mil veces que es necedad, pero también que ésta es la única que une y conserva a los amigos.

Pero sería en verdad inadecuado situar el total final de la filmografía de Bergman en este discurso, así nos limitemos a hablar de El séptimo sello y Fanny y Alexander. Fanny y Alexander fue la última película que filmó Bergman, aunque, según, contra mi voluntad, me entero en cierto círculo quizá fuera de lugar, Bergman se vio envuelto en un desagradable asunto consistente en lo siguiente: habiendo aceptado dirigir no la única pero sí otra de las colaboraciones que hizo para la televisión, su obra Después del ensayo fue, sin su autorización, llevada a la pantalla grande, después del estreno de Fanny y Alexander, lo cual se antoja traición innecesaria, nefanda, y del todo inaceptable. Sucede más o menos algo de cualquier manera distinto respecto de otra de sus obras: Con las mejores intenciones, llevado sí a la pantalla, pero por alguien más e innecesariamente, y que fue llevado a la imprenta. De Bergman podríamos hablar horas, pero me detendré aquí, en esta ocasión, y quizá por esta única vez, a hablar de la versión al español de Después del ensayo, sabiendo que el cineasta del siglo XX, hizo de la lengua sueca un prototípico personaje de sus obras, instruyendo a sus actores sobre el modo fuertemente subsutil de producir su belleza. La obra en español no puede considerarse sino pertinente, y está entonada —con excepción de esa molesta aparición llamada Lena Olin— casi en un susurro. La adaptación no sólo mejora la versión original, sino que le asigna un sentido completamente distinto, anulando las palabras finales de Erland Josephson.

Centro Cultural el Bosque, jueves a domingo a partir del 15 de junio.

 

Por Jerónimo Gómez Ruiz
 
Antelación de sí mismo: Después del ensayo

Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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