El ruido de los huesos que crujen: Un pre-estreno lluvioso

El ruido de los huesos que crujen: Un pre-estreno lluviosoA la misma hora —8:00 p.m.— en que el escritor israelí Etgar Keret se presentaba ante sus lectores en la Cineteca Nacional, tras haber aterrizado en México y traído a colación a propósito del hecho, en su página de Facebook, la famosa enunciación de Salvador Dalí con la que caracterizó al país como surrealista, se pre-estrenó en el teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque El ruido de los huesos que crujen, de Suzanne Lebeau y dirigida por Fernando Santiago, en la que actúan David Calderón, Ana Ligia García y Luisa Huertas.

La puesta en escena narra el secuestro de una niña, Elikia, por parte de una asociación terrorista en algún lugar de África Continental —hay hojas de baobab en el suelo que pisan—. Al salir del teatro, un colega de otro medio me decía que tuvo que hacer un esfuerzo por acostumbrarse a la “sobre-carga de solemnidad” que se impone en la obra. Sus palabras no podrían ser más desatinadas: lo que él (ella, más bien) llamó “sobre-carga de solemnidad” no es sino la advertencia de que en esta ocasión el teatro no se ha escenificado con la intención de habilitarlo como playground —en el sentido de play como obra— en tanto maqueta donde las reglas del arte lúdico se expresaran para llevar a cabo la encarnación del juego, sino —nunca antes mejor dicho— como obra —play— que se desenvuelve en el terreno —ground— donde se acomete la guerra. De hecho, Elikia ha sido sustraída apenas a los 10 años de su vida cotidiana, una en la que no era infrecuente la escuela y, por lo tanto, el patio de recreo. Elikia no es sólo una niña que cuida de Joseph junto con quien se escapa del campamento rebelde cuando ella tiene ya 13 años; es también la autora de un cuaderno que Luisa Huertas llevará ante un tribunal —así es, señores y señoras, el tribunal que escucha en silencio su confesión—. En ese cuaderno y en esa comparecencia —y he allí lo desatinado de mi colega— se hilvanará el discurso con el peso específico a que responde lo que malamente puede ser denominado con un sintagma meramente criticón, más que crítico, y que yo preferiría llamar «el peso específico de la realidad atroz al ser pasado por el velo de un lenguaje en que cada palabra es el detonante de la sobria denuncia». Pero detengámonos aquí; si bien el humor es presto a una natural exuberancia por efecto de la cual el hablante se sitúa como eje conductor de un canal discursivo correlacionado a una red de canales en que cada hablante es un participante al que se regocija, y si bien dicho humor insufla en su auditorio el beneplácito público, aquí ese efecto de exuberancia a que conduce la intención humorística, se estructura en enunciaciones claras y precisas en la que cada palabra corre la suerte, ya lo dije, de detonante, y, por ende, que ha de ser tratado con sumo cuidado como si del pleito de una pareja se tratara: y Luisa Huertas, cuyo dominio de la voz actoral es inconfundible, parece ser una experta en aquello que Valéry le dijo a Fedro en la adaptación del diálogo socrático en Eupalinos o el arquitecto:

«…» No has dejado de darte cuenta de que en los discursos más importantes, ya se trate de política o de los intereses particulares de los ciudadanos, o también en las palabras delicadas que deben decirse a un amante cuando las circunstancias son decisivas —ciertamente has notado— qué peso y qué alcance toman las más pequeñas palabras y los menores silencios. Y yo que tanto he hablado con el deseo insaciable de convencer, a la larga yo mismo me he convencido de que los más graves argumentos y las más hábiles demostraciones tienen bien poco efecto sin la ayuda de estos detalles insignificantes en apariencia; y que, por el contrario, razones mediocres llenas de tacto o doradas como coronas, seducen los oídos. «…»

Y resulta que ese peso y ese alcance que toman las más pequeñas palabras y los menores silencios se reviste de claridad abrumadora en más ocasiones que aquella que le da título a la obra, El ruido de los huesos que crujen, que no es sino una frase suelta de un discurso que se remonta sobre su propia lógica para volverse vehemente justo cuando la justicia reclama a la retórica no hacer de la palabra el comercio aliado por medio de sofismas a una guerra en la que está en juego el espíritu humano, ese mismo que celebraría y encarnaría el Juego en una situación más favorable.

Traigo a colación esto último, a propósito de las palabras con que abrí esta reseña crítica, y que algunos recordarán en más o menos los siguientes términos: Una noche lluviosa de mayo, Etgar Keret, el escritor israelí, se presentaba ante sus lectores en la Cineteca Nacional a la misma hora en que se llevaba a cabo la puesta en escena de El sonido de los huesos que crujen. Un poco antes, quizá, un poco después, tal vez, de que Elikia diga algo así como “¿Quieres tomar tu destino entre tus manos? ¿Sabes lo que le hacen a los que quieren tomar su destino entre sus manos? Le cortan la mano, se la ponen sobre el hombro, y le dicen: «toma ahora tu destino entre tus manos»” Elikia y Joseph se encuentran con una caravana del ejército. ¡Oh! ¡No! ¡No es una caravana tipo La vida es bella! Es un ejército tan detestable como la asociación terrorista de que Elikia y Joseph son presas. Dejo esto para quienes deseen —yo no deseo, pues ya borré cuatro párrafos para sustituirlos con el punto final— encontrar las relaciones de esta serie de hechos coincidentes que podemos enlistar:

El ruido de los huesos que crujen

Etgar Keret

Surrealismo

Medio Oriente

Terrorismo

Ejército

México

Lluvia

La temporada iniciará el 7 de mayo y concluirá el 11 de junio. Las funciones serán los jueves y viernes a las 20:00 horas, los sábados a las 19:00 y los domingos a las 18:00 en el Teatro Julio Castillo. No habrá función el 12 de mayo. Entrada general: 150 pesos. Jueves de teatro: 30 pesos. Se aplicarán descuentos. Edad mínima para el ingreso: 14 años.

 
Por Jerónimo Gómez Ruiz
Fotografía de Sergio Carreón Ireta

 
El ruido de los huesos que crujen: Un pre-estreno lluvioso

Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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