Historia universal de la realidad: El mismo escritorio de siempre

Durante los momentos de ese tipo de introspección por escrito por medio de los que destacar la virtud y relegar el vicio, el ironista establece las pautas de una crítica a sí mismo pero, lejos de redactar el abrumante pero liberador repertorio de sus confesiones, asume a otros personajes que, de paso, pueden aprender algo de sus enunciaciones, y procede a registrar en el orden de su razonamiento alguna, valga la redundancia, ironía, algo de sarcasmo y mucho cinismo.

libro y jarra

De vuelta a casa, estoy constreñido a una realidad mucho más parca, mucho menos dinámica, mucho menos elocuente. Una lámpara encendida, el foco del techo encendido, la cortina de una ventana abierta, a las 7:30 de la tarde (pues no me puse a escribir inmediatamente apenas llegar), cuando ya está oscureciendo. Se supone que en condiciones como estas la palabra, el concepto, ocupe un lugar central en la redacción y sea capaz de conducir, a través del dibujo de su sombra, al umbral donde se abre el estrecho de la literatura viva, lo cual, al menos en este caso, es imposible; es imposible recurrir a la mera invención cuando de lo que se trata es de ensayar, de escribir un ensayo conformado por los datos que nos pueda brindar la realidad. No soy capaz de pensar, de convocar ninguna palabra clave a partir de la cual pueda desglosar toda una serie de implicaciones conceptuales suficientemente precisas como para no restar la atención de los lectores, en una demostración de ingenio, concomitante a todas esas horas previas que he pasado escribiendo antes de poder, como escuché alguna vez, pasearme por el texto con un espejito, todas esas horas previas que he pasado investigando o ignorando que me investigaba a mí mismo mientras leía libros no carentes de humor que a veces supuse equivocadamente mis cómplices. No tengo, pues, sino que hablar, para que el efecto de “realidad” no escape de mi texto.

Procedo exactamente en sentido contrario respecto de la última vez que visité ese café. La primera vez, comencé por escribir un texto en casa y a la mitad me dirigí al café para continuarlo. Esta vez lo comencé allí y lo continúo en casa, pero no voy a hacer, en su continuación, una engorrosa lista de las cosas que me rodean, ni mucho menos voy a hablar de todo lo que me avergüenza, por seguir siendo verosímil (a pesar de que Knausgård, de quien ya hablé, escribió sus seis libros narrándolo todo, “aun cuando fuera vergonzoso o humillante”). Pronto me doy cuenta que este texto no tiene razones para acabar, y ello me llena de regocijo. No me veré obligado a suspenderlo en un punto, creyendo, ingenuamente, que “ya había terminado”, ni abriré la carpeta de “otro” proyecto en algunos días, que espero sean varios. Me limitaré a continuar, me limitaré a proseguir.

Pero, por más que le doy vueltas, por más que doy rodeos tratando de, mientras tanto, encontrar un punto de fuga y escaparme escritura mediante, he de afrontar mi circunstancia. ¿Puede considerarse esto, “un texto que no trata sobre nada”, como el que, se dice, quería escribir Flaubert? No lo creo. Somos más humildes. Cuando hablamos de los escritores muertos, nos encontramos necesariamente en una posición menor respecto de su legado, y pretender lo contrario sería traicionarnos a nosotros mismos como lectores. Sería hipócrita codearnos con los Flaubert, con los Dostoievski, con los Stendhal. Sólo en las páginas de nuestros contemporáneos podemos poner el índice y señalar, pues aún, en medio de su despropósito, están a tiempo de escuchar nuestra crítica. Nadie critica a autores muertos. Es inútil y no tiene caso. Los honramos, como se debe a los muertos, y abrevamos en lo que podamos en la ofrenda donde están sus libros, pues, si el crítico afirma que no se puede ser un itinerista que lee de pasada, casi por entretenimiento, como recreación intelectual, mucho menos tal vez no sea tampoco la mejor de las posturas posibles la del crítico —que se antoja ridícula en su estampa de intelectual erudito que se acerca a cualquier texto con un sentido riguroso, cuando no meramente censor, cercano al interés y la intriga del juguetón oficial capaz de razonar in abstracto―, no al menos cuando queremos llevarnos nuestra parte también como lectores.

Me doy cuenta de que resulta de una lentitud exasperante escribir en casa, por todas las distracciones que hay. Tal vez otro escritor me ha insultado recientemente diciendo que “Si en tu columna hablas con igual derrame de miel de todos los escritores que mueren es difícil creerte a partir del segundo”. Y he encontrado ocasión de darle una segunda respuesta, apenas escribir que “Hablamos de escritores muertos, y nos encontramos en una posición menor; pretender lo contrario sería traicionarnos como lectores”, aunque ya ayer le haya dicho que “Y cuando el genio de los escritores muertos es capitalizado por nosotros (por uno), ¿podemos?”, todo ello vía web, en el incierto portal de Twitter. Escribir teniendo acceso al internet tal vez sea necesario cuando escribimos un relato que se ubica en Casablanca, en El Cairo, en Budapest, en Estambul, en Bagdad, y debemos recurrir al nombre de las estaciones de metro de esa ciudad, o al nombre de las calles, o queremos ver fotografías o cualquier dato que nos ayude a continuar escribiendo y ser verosímiles, pero cuando hablamos de un tema que harto conocemos, cuando hablamos de nosotros mismos y de nuestras circunstancias, todas esas posibilidades sólo consiguen distraernos de nuestro texto, en el que tenemos que hundirnos en un estratégico encabalgamiento de los segundos en los minutos y de los minutos en las horas.

Esta última frase me recuerda una frase que solté hace unos días en el orden de una suerte de “crítica tácita” a mi propia escritura, es decir, una crítica a “mi escritura”, cuando la revestí a tal grado de pretensión, para incluir su disquisición en un cuaderno con pastas contrastantemente rosas: Sin el auxilio del sarcasmo o la ironía, ni el auxilio de la sardonia o la mala leche, mi escritura se prosigue más exegética y monótona, más continua, en su aburrida perorata, caracterizada por el orden que adquieren ciertas palabras una vez que entroncan con la precisión de las demás palabras en una concordancia táctica respecto de su definición en el diccionario. Se diría, entonces, que es una escritura más necesaria en su lógica interna que gratuita en la disposición de sus ocurrencias, que han de resonar muchas veces de forma más memorable que mi aburrida exégesis; y es que la noción de humor universalmente válido aceptable con la que descubrirse parte de la broma de que está compuesto el discurso como pensamiento vestido, sólo tardíamente revela la chispa de la acusadora palabra, ese eléctrico espejo que descarga su tanto de verdad por sobre la sombra de nuestra propia consciencia (¿cuántas veces no ha ya abochornado a nuestros contemporáneos, enrojeciendo sus rostros?) Yo —ya dije que imprimí, a propósito, en mis palabras, un dejo de sardonia— no soy nadie que pueda mediante la pretensión de su arte ejercer amonestación alguna por sobre las consideraciones circunstanciales a las que está circunscrita como consciencia la de mi prójimo, y no dejaré escurrir por entre mi pluma sarcasmo, ironía o mofa alguna en el acto de apelar al Tribunal de la Razón con el fin de amonestar con el índice dedo toda mácula de torpe inteligencia que atente contra mis trabajos y días, pues, como señala el aforismo de Amara, “la forma más rápida de alcanzar la locura es considerar toda idea estúpida como un enemigo”. ¿No hay en este tipo de escritura bobalicona una pretensión absurda y demasiado repulsiva como para tomarla en serio? Debo hacer entonces una verdadera crítica, comenzando por la base, comenzando por escribir radicalmente fuera de los márgenes de mi cuaderno rosa. Es menester proseguir.

Y es justo aquí, habiendo previamente fumado silenciosamente un cigarro, que recuerdo el tema en el que pensé en primer lugar, antes de sentarme en el café, en casa, antes de dirigirme al café siquiera, donde, sin ideas, finalmente me decidí a confesar mi realidad, y del que supuestamente desarrollaría un texto. Y es que ayer, antes de dormir, creí reconocer la técnica de inducción del sueño. Se trataba, simplemente, de reclinar mi cabeza, cerrar los ojos, y tomar por los cuernos de la atención cierta facultad discursiva constantemente presente en la consciencia, la de, habiendo recabado de un día lleno de actividad el cansancio mínimo suficiente para poder dormir apenas proponérselo, atender a las “voces del sueño” de forma natural, y cuando, antes de dirigirme a ese café, dubitativo, presionado por consideraciones económicas en medio de mi precaria situación, siendo que podría invertir 10 de esos 62 pesos que me costó el té en el nuevo libro de Bugarini, o en el de Comensal, recordé lo fácil que había sido anoche atender a esta elocuencia del inconsciente, por lo que me dispondría, pretendí, a escuchar “las voces agolpadas de la escritura que se amotinan para expresarse” cuando me sentara a ello. Ahora lo intento, en vano. Y es que ya no puede ser un tema sobre el cual reflexionar, ya no puedo, tomando por objeto sobre el cual razonar (Carroll) el de las voces del inconsciente, y mucho menos el de las condiciones que posibilitan la experiencia (Kant) del inconsciente, “comenzar”, o recomenzar mi texto. Es muy temprano, son las 9:23 p.m., pero qué mejor momento para suspender temporalmente la narración de este ensayo que aquí.

Son las 7:54 a.m. Fue una noche más bien pesada. No pude convocar en ningún momento “las voces del sueño” ni pude inducirme a dormir temprano. Habré dormido a eso de la una de la mañana, tras haberme levantado en una ocasión y prendido la luz para localizar y aplastar un molesto mosquito común, dándome cuenta, mientras lo buscaba, que la más bien simpática araña que vive en la esquina encima de mi cama ya lo había hecho por mí, ya lo había enredado en sus telas. Después de eso otro mosco apareció, pero era uno de esos moscos pequeños y veloces que zumban más fuerte que “los lentos y livianos”, e hizo acto de presencia por lo menos tres veces, cuando me estaba ya quedando dormido.

El sueño, como tal, tuvo un eco directo en uno de los momentos de este texto. Ya había mencionado que la primera vez que fui al hogareño cafecito Zucré, con localización en una calle cercana a la Plaza de Santo Domingo, donde recientemente el gobierno panista ha removido el nombre del “Callejón del diablo”, del que supongo abundan historias novohispanas, a escribir, redacté un relato sobre un hombre que se entrevista con otro hombre en su departamento, en Israel. Ya había mencionado que este hombre se llama Mehir. Pues resulta que el personaje está como tomado de un hombre de carne y hueso con el mismo nombre y nacionalidad, que tuve ocasión de conocer durante un viaje a San Cristóbal de las Casas. En mi sueño aparecíamos él y yo en un taxi que nos conducía al Centro Histórico, para después, sin ingresar a las zonas turísticas, comunicarnos su conductor que estábamos yendo a una calle cuyo nombre he olvidado y Eje 6. Volvimos a pasar por el Centro, y yo tuve ocasión de comentarle a Mehir que por entre las casas semiderruídas que alcanzábamos a ver desde la ventanilla de atrás del coche se encontraba el famoso “Callejón del diablo”, a lo que él respondía con cierto interés (irónico o no que ambos seamos “un hombre entregado a la solitaria noción de Dios”, en la versión con tatuajes y mariguana de los hechos).

Después de eso, nos internábamos, ya fuera del taxi, en un mercadillo en el que yo compraba una muy pequeña computadora Mac con forma de corazón plástico rosa en la que me proponía escribir “la obra frívola del siglo”. Esta computadora no sólo era pequeña, sino que también se sostenía sobre un soporte, de modo que podías “acomodarla de pie”, para escribir. Pero ahora estoy despierto. Escribo en mi misma computadora de siempre y me doy cuenta de que la lógica de estos ya “dos días” se sigue con tanto orden que no puedo sino participar de su engranaje una vez que mi percepción se ha emancipado de “los lunes con cara de domingos” y ha pasado a cohabitar con no sólo el orden y la disciplina y lo metódico de escribir, sino también cierto tipo de “improvisación”, “arrebato” y “desorden” durante todos estos “lunes con cara de martes”. Cualquiera que haya leído El libro de las preguntas, de Edmond Jabès, ese libro no propiamente anecdótico, recordará que Jabès, en el papel de Dios, acusa a Yukel, uno de sus personajes centrales, con más o menos las siguientes palabras: “Eres tú, Yukel, tú, siempre inconforme con tus actos, siempre antes o después de ti mismo, como el otoño antes del invierno, como el verano después de la primavera”. ¡Qué bien, entonces, que la escritura se amotine y su rebeldía decida tomarnos como prisioneros hasta que no sirvamos a su verdadero propósito: la libertad! ¿No es ése todo el plan de la escritura? Creo que Knausgård escribió los seis libros de su autobiografía (eso es lo que leí) a razón de veinte cuartillas diarias por el espacio de tres años. Un proyecto de esa naturaleza no puede sino despertar, al menos uno de nuestros dedos, que se mueve instintivamente hacia el teclado.

La cualidad autotransformativa de la palabra a través del texto, el modo en que una imagen crece desde el centro de la hoja hasta actualizarse a la esencia del tiempo y del espacio, haciendo de la habitación un acuario repentino, logra sumergirnos por horas y nos hace pasar imperceptiblemente de la superficie al fondo, no sé con qué tanta relación respecto de la naturaleza meditativa de las consideraciones personales con que indagamos a los sabios que en el peregrinaje de los días escritos consultamos, sabiéndonos algunas veces escritores dolorosamente tardíos (y me refiero al reparto universal de genio, que en el siglo XVII parecía ser infinito). ¿Será decepcionante, encontrar “una respuesta” natural y fácil, encontrar una respuesta clara, nítida? ¿No se trata, simplemente, de extraer con una espatulita el polvo que puedan acumular nuestras palabras, limpiando, fijando, y dando esplendor? Como en ese otro ensayo que un buen día escurrió por entre mi pluma, y que rezaba, al interior de mi cuaderno rosa: Además de a un destilado de elocuencia mínima suficiente, pulir, limpiar, fijar y dar esplendor a nuestras palabras, conduce a cierta especie de trabazón involuntaria del pensamiento en los momentos en que no sabemos expresar con la misma naturalidad que los demás los pensamientos comunes a nuestra natural mundanidad, es decir, humanidad, que genera toda idea de amistad o cofradía, y que los demás expresan sirviéndose de códigos que caen más bien dentro del orden y rigor del habla natural. Esforzados, como estamos, en proseguir la escuela aristotélica de acuerdo con la cual el habla es una convención, irónicamente, dejamos de pertenecer a la comunidad cuando, con una bruta necedad insistimos en ser precisos, correctos y eruditos incluso en las situaciones más triviales, en las que lo único que logramos es enfadar a nuestros coetáneos. Exiliados a un reino de precisión y exactitud, no sabemos utilizar expresiones que, por lo demás, resultan a todas luces de una simpatía sin parangón en la historia universal de las cosas habladas de la lengua del país que habitamos. Salimos, con una insistencia que taladra en los tímpanos de nuestros interlocutores, en busca del socorro que pueda brindarnos para toda ocasión la enciclopedia de nuestra ceremoniosa memoria, y logramos con ello sólo un habla que a los demás parece del todo artificial, impostada, y nos tachan de émulos de los verdaderos escritores, por confundir la descripción de un estado de hechos con una amonestación moral de su naturaleza intrínseca, la de los hechos (que parecen también involucrarlos a ellos, a nuestros interlocutores, quienes, sintiéndose interpelados, deciden no sólo no respondernos, sino dejar de hablarnos). Sobrepasamos, pues, la frontera de lo que se puede decir y de lo que no debe decirse, y nos quedamos con las manos en los bolsillos solos y de pie en medio de la fiesta que poco a poco se vacía. Y es que aunque en los debates públicos siempre dé su opinión, el escritor es en realidad leído sólo por comportar esa rareza que lo excluye del ámbito social, y las gentes se arremolinan en cada nueva hoja que produce con una sonrisita irónica con que esperan dar con el descubrimiento de un nuevo despropósito enunciado “con tanta circunspección y elegancia” (Amara) que no puede sino ser calificado de “simpática” ocurrencia, de locura, de, como ya dije, despropósito, pero de nada más.  Y no le dan mayor importancia, siguen con lo suyo, a menos que en verdad se encarnicen con el escritor, llegando a romper las ventanas de su casa con una piedra en la que, envuelto en un papel, se lee un mensaje: «buffone». Y es que en la misma medida en que su lenguaje, el del escritor, lo excluye de la normatividad regular a los factores que determinan el rigor preestablecido para saber desenvolverse con naturalidad en un momento clave, cuando los ejes del comportamiento que el sentido común reclama en el acto de promover para quienes se comunican la seguridad de que piensan y sienten igual, en la misma medida en que por efecto de la precisión el escritor se convierte en un mero hablador, en esa misma medida, pronto nuestro querido escritor, en el biombo de la soledad, desfondará el sombrero del que extraiga, mágica, a la palabra, pero, ¡ay!, ¡sólo para enseñar el truco!, de modo que todos se enfadan con él. Y es que las gentes se encarnizan, como ya dije, con él, cada vez que en el orden de la redacción de sus libros (los escritores hablan de un mundo que creo que está descrito en los libros) confiesa, lo confiesa todo, y estas gentes creen que el grado de absurdo del escritor es irreal en su innatural desfachatez.

Pasamos, pues, la espátula por nuestro texto, como dijera Raúl Funes, el músico, y ese polvo acumulado se parece al aserrín que un taller matutino produce. Nos sentimos satisfechos, en armonía, pero hay algo que no encaja, hay algo que no puede hacerse de lado. Mientras leo las páginas de mi cuaderno rosa, que voy haciendo bola para ensartarlas en el cesto, en efecto, la sombra de mi cuerpo sentado en la silla se alarga hasta recaer en la pared al lado, y mi nariz respira al mismo tiempo que la suya, justo cuando, al concluir la lectura, estaba por celebrar la lotería, el haber encontrado, finalmente, un culpable, y reparo en que tengo que ensayar la realidad de otra forma.

 

Por Jerónimo Gómez Ruiz

 

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Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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